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Lucía encendió la luz de su cuarto, chutó el puf de espuma y se sentó frente al ordenador, que permanecía encendido casi el día entero cuando ella estaba en casa. Era su manera de estar siempre conectada con las chicas.

«Plan zapatillas rojas en marcha», escribió en su estado del Tuenti, junto a una foto bastante buena en la que aparecía recién salida de la peluquería: flequillo perfectamente recortado y recto justo por encima de las cejas y melena pelirroja sin puntas debilitadas.

Sentada en su silla con respaldo flexible, esperaría a que respondieran Frida y Bea. Marta era la única que ya tenía unas zapatillas rojas y no necesitaba pedirlas por Navidad.

Lucía estaba emocionada con el plan que habían ideado, se sentía como si estuviera a punto de hacer un viaje y tuviera que planear todo lo que debía meter en la maleta. Se dio cuenta de que no podía estarse quieta en esa silla hasta que las demás dijeran algo. Eso no era lo suyo. Miró a su alrededor buscando algo con que entretenerse. La verdad era que su padre y Lorena le habían montado una habitación alucinante: le habían pintado las paredes de color violeta, su favorito, y su padre le había puesto un corcho enorme justo detrás de la cama para colgar lo que quisiera. Lo tenía bien aprovechado con un montón de fotos de sus amigas y recortes de revistas, como el de las dunas de Egipto, a donde le gustaría ir algún día. Su cama no era de las grandes, pero le encantaba la colcha a juego con las paredes y la lámpara del techo.

Cogió el diario que acababan de regalarle, colocó las zapatillas nuevas en la mesa y, con el carboncillo, comenzó a dibujarlas en la primera página en blanco.

La idea de que todas consiguieran esas Navidades unas zapatillas rojas había surgido hacía pocos días para responder con hechos a la horrible tragedia de que Marta se marchara a vivir fuera... ¡justo después de Reyes! La noticia las dejó a todas sin palabras. Incluso Frida, la cotorra de la pandilla, se quedó muda. Llevaban juntas desde primero de primaria (¡y ya estaban en primero de ESO!) y Marta sería la primera en separarse del grupo de amigas. La cosa era que a su madre, que era alemana, le habían ofrecido un fantástico trabajo en Berlín y se llevaría consigo a toda la familia. De hecho, ella ya se había marchado el mes anterior para empezar a organizarlo todo, pero había regresado durante las fiestas para pasarlas todos juntos en Barcelona.

A Lucía le costó un montón asumir que el viaje de su amiga no sería temporal. Quizá no volvía a vivir en la misma ciudad que ella nunca más… Por eso se habían dedicado a aprovechar todo el tiempo que les quedaba de estar juntas antes de que llegara el fatídico día: viendo todas las pelis que Marta se perdería; comiendo todas las napolitanas de chocolate que Marta no volvería a catar; probándose todos los modelitos de las tiendas que no volvería a pisar; oliendo el mar y caminando por la arena que en Berlín no encontraría… Y como todo eso no era suficiente, Lucía y las demás habían planeado montar un club de amigas inseparables. El objetivo: que, a pesar de todos los kilómetros que las separaran, su amistad se mantuviera intacta. Ese club las mantendrías tan unidas como lo habían estado siempre, hablando a diario, compartiéndolo absolutamente todo, siendo las mejores amigas.

imagenTambién había ayudado a decidirlas lo sucedido entre Marta y Julia (su tutora y profesora de lengua). Marta vivía cerca de donde estaba el colegio e iba y venía siempre andando. Una mañana, había tenido que ir al colegio en zapatillas porque llevaba varios días diluviando y los zapatos del cole no se le habían secado. Las zapatillas eran de color rojo, su favorito. Sin embargo, al verla llegar, la Urraca (como también era conocida Julia por su vestimenta negra y su voz irritante) la paró a la entrada y le prohibió entrar.

—¿Dónde están los zapatos azules del uniforme? —se ve que le preguntó.

—Pues… en casa —respondió ella recogiendo su paraguas blanco de topos negros—. Están empapados por la lluvia, profesora.

—Eso no es asunto mío. Así no puedes entrar en clase —gruñó la Urraca estirada como un palo.

—Pero profe, ¡voy a agarrar un resfriado de cuidado! —se quejó Marta. A la pobre todavía le caían gotas de lluvia por su pelo rubio casi blanco.

—Me da lo mismo, Marta. Así no puedes entrar. Ya sabes que deberías tener por lo menos dos pares de zapatos para el uniforme. Díselo a tus padres de mi parte —insistió la profesora levantando el dedo en el aire. Llevaba siempre las uñas de un color rojo intenso que recordaba a la sangre y les ponía a todas los pelos de punta.

—Pero es que ese es el problema, profesora. Mi madre se ha ido a Alemania y ahora solo estamos aquí mi padre y yo.

—Eso no tiene nada que ver con los zapatos...

—¡Sí tiene que ver, porque se ha llevado a la nueva casa casi todas mis cosas, también los otros zapatos!

imagenLa tutora se la quedó mirando muy seria antes de volver a hablar. Se notaba que no le gustaba nada que le llevaran la contraria y su cara se estaba volviendo del color de las granadas.

—No me levantes la voz, bonita. —Volvió a señalarla con ese dedo amenazante—. Vete a casa y ponte, si es preciso, los zapatos mojados. Y cuando regreses ven a buscarme al despacho que te pondré un trabajo extra, a ver si así aprendes a callarte cuando tienes que hacerlo.

Lucía llegaba al colegio justo en ese momento y solo vio cómo Marta apretaba la boca fuerte y se marchaba otra vez bajo la lluvia. Marta les contó luego que tuvo que enfundarse los zapatos con las plantillas chorreando y regresar al colegio con un horrible chof chof a cada paso. La Urraca le hizo escribir en una cuartilla cien veces imagenimagen», como si estuviéramos en la época de cuando nuestras madres iban al colegio. ¡Qué anticuado, por favor! Esa misma noche, a Marta le subió la fiebre un montón. Tan grave fue que estuvo los últimos días de clase en cama con gripe y por poco se pierde la obra de teatro que su curso había preparado para la fiesta de Navidad. Se trataba de la última representación que harían todas juntas, Cuento de Navidad, de Charles Dickens, y Marta tenía un papel fundamental, porque hacía de fantasma del pasado.

Total, que la primera tarde de esas vacaciones navideñas nació la idea. Estaban las cuatro charlando sobre el viaje de Marta y, al ver sus zapatillas rojas, Lucía creyó que podían ser un buen sello representativo para el club que querían montar.

—¿Por qué no pedimos unas las demás para Navidad? —propuso.

Frida fue todavía más allá:

—¡Eso, eso! Y, al acabar las clases, nos quitamos las merceditas azules y nos las ponemos delante de las narices de la Urraca.

La idea tuvo muy buena acogida. ¡Ya se preocuparían de que las viera bien la tutora!

—A ver si le cambia esa cara de pajarraco seco —había dicho Lucía.

Varios sonidos seguidos en los altavoces del ordenador le hicieron levantar los ojos de su dibujo: tanto Frida como Bea habían escrito también en el Tuenti que ya tenían en su posesión las zapatillas rojas. Marta cerró el grupo añadiendo:

 

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a lo que le siguieron varias caritas sonrientes de las demás. imagen

Lucía se sentía ansiosa porque llegara el día siguiente: después de comer, se reunirían todas las amigas en la fiesta de despedida que daba Marta en su casa. Pero lo que importaba realmente era que todas querían aprovechar para demostrarle a Marta que la distancia no podría con su amistad. Le habían preparado un álbum de tapas rojas con fotos y recortes de todos los grandes momentos que habían pasado juntas para que pudiera llevárselos a su nueva casa y recordarlos siempre que quisiera.

De pronto, a Lucía se le ocurrió algo… podía completar el álbum con el dibujo que estaba haciendo, así incluiría también las zapatillas rojas que ahora eran su sello de distinción. ¡Eso sería perfecto!

Pero si quería acabarlo a tiempo debía darse prisa. Cogió el lapicero rojo y comenzó a colorear el dibujo: movimientos rápidos para dar textura primero, y suave difuminado con los dedos para dar brillos después. Dibujar conseguía trasladarla a otra galaxia en la que solo existían ella y sus pensamientos, era lo más relajante cuando necesitaba desconectar. Nunca había ido a ninguna academia para que le enseñaran la técnica (como con el ballet), sino que ella sola, desde siempre, se había dedicado a representar lo que llamaba su atención o, simplemente, lo que tenía en la cabeza. Dibujar era para ella algo natural.

Cuando terminó con las zapatillas, se metió en la cama pensando en las ganas que tenía de ver a sus amigas y enseñárselas. Estaba tan excitada que le costaría conciliar el sueño. Sin embargo, no se enteró de nada cuando su padre entró en la habitación un rato después para desearle dulces sueños y besarla en la frente, como hacía muchas noches.

 

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