UN BUQUE LLEGA A LA ISLA
Cuando a Tommy le hubo pasado el susto, siguió trepando valientemente hasta llegar a la gruta. Para Annika, Pippi trenzó una escalera con unas lianas, y así su amiguita pudo subir sin miedo.
La cueva era maravillosa, y tan grande que cabían holgadamente todos los niños de la isla.
—Esta gruta es casi mejor que nuestro roble hueco de Villa Mangaporhombro —dijo Tommy con admiración.
—Mejor, no, pero también es bonita —opinó Annika, a quien se le había puesto un nudo en la garganta pensando en Villa Mangaporhombro.
Momo enseñó a los niños forasteros los cocos, las frutas y unas cañas huecas llenas de magníficas perlas. Y les dio un buen puñado a cada uno.
—En este país tenéis unas canicas muy lindas —dijo Pippi.
Era delicioso sentarse a la entrada de la cueva y escupir en el agua a ver quién llegaba más lejos. Nadie pudo ganar a Pippi.
—Seguro que llegó hasta Nueva Zelanda —se pavoneó Pippi.
Ni Tommy ni Annika lo hicieron tan bien.
—Los niños blancos no saber escupir —dijo Momo. Se ve que a Pippi no la consideraban una niña blanca…
—¿Que los niños blancos no saben escupir? —exclamó Pippi—. No sabes lo que dices. Es lo primero que enseñan en la escuela. Tendríais que haber visto a nuestra profesora. ¡Ella sí sabía!
Pippi se puso las manos sobre la frente haciendo visera y miró hacia el mar.
—Viene un barco hacia aquí. Es un buque de vapor.
El barco se iba acercando con rapidez. A bordo iban varios indígenas y dos hombres blancos. Los dos hombres se llamaban Jim y Buck. Iban sucios, eran ordinarios y tenían facha de bandidos.
Jim y Buck conocieron al capitán en el almacén comprando rapé y le vieron pagar la mercancía con dos enormes y bellísimas perlas. Habían oído relatar que en la isla de Kurrekurredutt los niños jugaban con ellas a las canicas.
Desde aquel momento solo habían tenido una idea: la de ir a la isla y llevarse todas las perlas. Sabían que el capitán Calzaslargas tenía una fuerza extraordinaria, y también les causaba respeto la tripulación de la Hoptoad\ así que decidieron esperar a que se marcharan todos de caza.
Ahora esta oportunidad había llegado. Escondidos tras unas rocas, habían visto partir al capitán, a su tripulación y a todos los habitantes de la isla.
—¡Echad el ancla! —dijo Buck a sus marineros.
Pippi y sus amigos los estaban contemplando desde lo alto de la gruta. Los marineros echaron el ancla, y Jim y Buck desembarcaron. La tripulación recibió órdenes de permanecer a bordo.
—Ahora entraremos en el poblado y los sorprenderemos indefensos —dijo Jim—. Probablemente solo encontraremos a mujeres y niños.
—Había muchas mujeres en las canoas —dijo Buck—. Creo que solamente dejaron niños en la isla…, y espero que estén jugando a las canicas… Ja, ja, ja!
—¿Les gusta jugar a las canicas? —les preguntó Pippi desde la entrada de la cueva—. Yo también lo encuentro divertido.
Se volvieron hacia la gruta y vieron a Pippi y a todos los demás niños.
—¡Ahí están! —dijo Jim señalándolos.
—Estupendo —exclamó Buck—. Los tenemos en el bote.
No sabían dónde guardaban las perlas, de modo que decidieron obrar con astucia. Harían ver que habían ido a la isla de excursión.
Hacía mucho calor, y Buck sugirió la conveniencia de tomar un baño.
—Volveré al barco y traeré los trajes de baño —dijo Buck.
Y así lo hizo. Mientras tanto, Jim permaneció en la playa charlando con los niños que estaban en la gruta.
—Buen sitio para bañarse, ¿eh? —dijo amablemente.
—Maravilloso… para los tiburones —repuso Pippi—. Todos los días vienen aquí.
—Tonterías. Yo no he visto ninguno.
Sin embargo, se asustó un poco, y cuando volvió Buck con los trajes de baño, le contó lo que le había dicho Pippi.
—¡Bobadas! —exclamó Buck, y dirigiéndose hacia Pippi, dijo—: ¡Eh, tú! ¿Has dicho que era peligroso bañarse aquí?
—Yo no he dicho eso.
—No seas mentirosa. ¿No me acabas de decir que hay tiburones?
—Eso sí que lo he dicho, pero no que fuera peligroso. Mi abuelo se bañaba aquí el año pasado.
—En tal caso, quiere decir que no hay peligro en…
—Mi abuelo salió del hospital la semana pasada —le interrumpió Pippi—. Y llevaba la pierna de madera más fantástica que haya usted visto en su vida. —Pippi escupió en el agua y se quedó pensativa—. No es que sea peligroso, pero puede desaparecer un brazo o una pierna si uno se baña aquí. Pero la verdad es que un par de piernas de madera no cuestan más de una corona y no creo que deban privarse de un baño por ese precio. Mi abuelo le tomó gran cariño a su pierna; decía que le era absolutamente imprescindible para pelear.
—¿Sabes lo que pienso? —dijo Buck—. Que estás mintiendo. Tu abuelo debía de ser ya muy viejo, y estoy seguro de que no querría pelear.
—Es un viejo con muy malas pulgas —exclamó Pippi con voz estridente—. Si no puede pelear de la mañana a la noche se siente muy desgraciado y le da tanta rabia que se muerde su propia nariz.
—¿Qué disparates estás diciendo, niña? Nadie puede morderse su propia nariz.
—El sí podía, porque se subía a una silla —agregó Pippi.
Buck quedó pensativo considerando la respuesta.
—No quiero seguir oyendo tu necia charla. Vamos a bañarnos, Jim.
—Quiero que sepa que mi abuelo posee la nariz más larga del mundo —insistió Pippi—. Tiene cinco loros, y los cinco se colocan uno al lado del otro sobre su nariz.
Esta barbaridad sacó a Buck de sus casillas.
—Oye, mocosa, ¿sabes que eres la peor embustera que he visto en mi vida? ¿No te da vergüenza? Intentas hacerme creer que cinco loros pueden posarse sobre una nariz. Confiesa ahora mismo que has dicho una mentira.
—Sí —reconoció Pippi—. He dicho una mentira.
—¿Lo ves? ¿No te lo decía yo?
—He dicho una horrible mentira… El quinto loro solo tenía una pata.
—¡Lárgate! —le gritó Buck, exasperado.
Y se fue con Jim detrás de unas rocas para ponerse el traje de baño.
—Pippi, tú no has tenido abuelo —le dijo Annika.
—No, pero ¿para qué lo necesito?
Buck fue el primero en meterse al agua y empezar a nadar. Los niños se asomaron a la boca de la gruta para observarlo. En aquel momento vieron la aleta de un tiburón que emergía del agua.
—¡Tiburones! ¡Tiburones! —chilló Momo.
Buck, que estaba nadando tranquilamente, se volvió con rapidez y vio que el tiburón se dirigía hacia él. En dos segundos alcanzó la playa y salió del agua a todo correr. Estaba asustado y furioso, y parecía estar convencido de que Pippi tenía la culpa de que allí hubiese tiburones.
—¡Insolente! ¡Descarada! —vociferó—. ¡Esta playa está llena de tiburones!
—Ya se lo dije —repuso Pippi dulcemente.
Jim y Buck decidieron dejar el baño para mejor ocasión y volvieron a vestirse. Era ya tiempo de ocuparse de las perlas, porque el capitán Calzaslargas y su gente podían regresar de un momento a otro.
—Escuchad, niños —dijo Buck—. He oído decir que por aquí había algunos criaderos de ostras. ¿Es cierto eso?
—Claro. Las ostras crujen bajo los pies cuando uno anda por el fondo del mar. Baje y compruébelo usted mismo.
Pero Buck no pensaba hacer tal cosa.
—Hay perlas tan grandes como esta —dijo Pippi mostrándole una hermosa perla gigante.
Jim y Buck casi se desmayan de la impresión.
—Oye… oye… ¿tie… tienes otras como esta? Nos gustaría comprártelas.
Era mentira. Ni Jim ni Buck tenían dinero para comprarlas. Solo podían conseguirlas de manera deshonrosa.
—En la gruta tenemos diez o doce del mismo tamaño —explicó Pippi.
Los dos hombres no podían ocultar su satisfacción.
—Tráenoslas aquí y te las compraremos.
—¿Y con qué van a jugar luego los pobres niños? —preguntó Pippi.
Vieron que no podrían conseguir nada empleando la astucia y resolvieron apoderarse de las perlas por la fuerza. Ahora ya sabían dónde estaban: no tenían más que subir a la gruta y cogerlas.
Pero lo difícil era subir. Pippi había guardado la escalera de cuerda y, por lo tanto, para los dos malhechores no resultaba muy atractivo trepar hasta allá arriba, pero parecía no haber otro camino para conseguir las perlas.
—Sube tú, Jim —dijo Buck.
—No. Sube tú, Buck —dijo Jim.
—Sube tú —insistió Buck, y como era más fuerte que su compañero, este no tuvo más remedio que obedecer.
Cuando Jim se quedó suspendido sobre el mar, un sudor frío empezó a empapar sus ropas.
—Agárrese fuerte; si no, se caerá —le animaba Pippi—. Seguro que se caerá.
Y Jim se cayó. Desde la playa, Buck gritaba y maldecía. Jim estaba muerto de miedo porque había visto a dos tiburones dirigiéndose hacia donde él estaba. Cuando le faltaban solo tres palmos para alcanzarle, Pippi arrojó un coco a la cabeza del tiburón y lo asustó lo suficiente para que Jim tuviera tiempo de llegar a la playa. ¡Daba pena mirarle!
—¡Inútil! —le regañaba Buck—. Ahora te enseñaré cómo se hace. —Y empezó a trepar por las rocas.
—Usted también se caerá ahí.
—¿Dónde?
—Allí —dijo Pippi señalando el mar.
Buck miró hacia abajo, sintió vértigo, aflojó las manos y, ¡paf!, al agua. Buck estaba furioso, y de nuevo empezó a trepar por las rocas y continuó subiendo hasta alcanzar la entrada de la gruta.
—¡Lo conseguí, pequeños monstruos! —dijo Buck.
Pero entonces Pippi empezó a golpearle el estómago con el dedo índice. Se oyó una zambullida y… ¡otra vez estaba en el agua!
—Ya le advertí que se caería —dijo Pippi, y comenzó a tirar cocos, en previsión de que vinieran los tiburones, pero uno de ellos le dio a Buck en la cabeza y este lanzó un aullido de rabia.
—Perdone —se excusó Pippi—. Le di sin querer. Desde aquí parece usted un tiburón.
Finalmente los dos hombres creyeron que sería mejor esperar a que los niños se marcharan de allí.
—Se irán cuando tengan hambre —dijo Buck. Y, dirigiéndose a los niños, voceó—: ¡Eh! Siento que tengáis que estaros ahí hasta que os muráis de hambre.
—Tiene muy buen corazón. Pero no debe usted preocuparse por nosotros durante los próximos quince días.
El sol se ocultaba en el horizonte, y Jim y Buck empezaron a hacer preparativos para pasar la noche en la playa. Estaban furiosos. No se atrevían a irse a dormir al barco, por miedo a que los niños se fueran y se llevasen las perlas. Con las ropas mojadas y durmiendo sobre las rocas, pasaron una noche muy desagradable.
Los niños estaban pasándolo en grande. La situación era en extremo interesante. Abajo, en la playa, oían las exclamaciones de Jim y Buck.
De pronto se puso a llover torrencialmente. Pippi asomó la nariz fuera de la cueva y gritó:
—¡Están ustedes de suerte!
—¿Por qué dices eso? —preguntó Buck, esperanzado. Quizá los niños habían cambiado de opinión y estaban dispuestos a entregarles las perlas.
—Quiero decir que tienen ustedes suerte de estar empapados de agua de mar, porque, si no fuese así, se hubieran mojado de agua de lluvia.
Jim y Buck se enfadaron mucho con Pippi, pero esta les dijo amablemente:
—Buenas noches. Que duerman bien, porque eso es lo que vamos a hacer nosotros.
Los niños se dispusieron a dormir. Annika y Tommy se colocaron uno a cada lado de Pippi, cogidos de las manos. La gruta era caliente y acogedora… Afuera seguía cayendo un chaparrón.