PIPPI JUEGA AL ESCONDITE CON LA POLICÍA
Pronto todo el pueblo supo que una niña de nueve años vivía sola en Villa Mangaporhombro. Madres y padres movían la cabeza y todos opinaban que aquello no estaba bien. Lo natural era que todos los niños tuviesen a alguien que les dijera lo que tenían que hacer. Además, tenían que ir a la escuela para aprender la tabla de multiplicar. Por eso decidieron que la niña de Villa Mangaporhombro ingresara sin pérdida de tiempo en un hogar infantil.
Una hermosa tarde, Pippi invitó a Tommy y a Annika a tomar un té con pastas de jengibre en su casa. La niña lo dispuso todo sobre los escalones del pórtico. Allí daba el sol de pleno y se estaba muy bien. Las flores del jardín despedían un aroma delicioso. El Señor Nelson saltaba del suelo a la balaustrada del soportal y de la balaustrada al suelo, y el caballo alargaba de vez en cuando el cuello para ver si le daban alguna pasta.
—¡Qué bello es vivir! —dijo Pippi estirando las piernas cuanto pudo.
En ese preciso momento, dos policías de uniforme cruzaron la puerta del jardín.
—¡Oh! —exclamó Pippi—. Hoy también voy a estar de suerte. La policía es lo mejor del mundo, aparte de las fresas con crema.
Y se fue al encuentro de la pareja de guardias con el rostro radiante de felicidad.

—¿Eres tú la niña que vive sola en esta casa? —le preguntó uno de los agentes.
—No —contestó Pippi—. Soy una tía suya muy pequeña, y vivo en un tercer piso en el otro extremo de la ciudad.
Dijo esto porque tenía ganas de bromear, pero a los guardias no les hizo gracia la broma. Le dijeron que no se las diera de lista, y le anunciaron que ciertas personas caritativas de la ciudad habían decidido que ingresara en un hogar infantil, y que ya lo tenían todo arreglado.
—¡Pero si yo vivo ya en un hogar infantil! —dijo Pippi.
—¡Ah!, ¿sí? —exclamó uno de los policías—. ¿Qué hogar infantil es ese?
—Este —dijo Pippi con orgullo—. Soy una niña y este es mi hogar. No vive en él ninguna persona mayor; por tanto, esto es un hogar infantil.
—Oye, niña —dijo el policía riendo—, no nos has comprendido. Tendrás que ir a una institución legalmente organizada, donde hay personas que cuidarán de ti.
—¿Se pueden llevar caballos a esa estatución? —preguntó Pippi.
—¡De ningún modo! —repuso el agente.
—Lo suponía —dijo Pippi, apenada—. Bueno, ¿y monos?
—Tampoco. Estas cosas deberías saberlas.
—Bien —dijo Pippi. Y añadió—: Entonces, tendrán ustedes que buscar en otra parte los chicos para su estatución, porque yo no pienso ir.
—Pero oye, ¿no comprendes que tienes que ir al colegio?

—¿Para qué?
—¿Para qué ha de ser? Para que aprendas.
—¿Para que aprenda qué?
—Pues muchas cosas útiles; la tabla de multiplicar, por ejemplo.
—Yo me las he arreglado bastante bien durante nueve años sin esa tabla que usted dice —replicó Pippi—. Por tanto, supongo que podré seguir viviendo sin ella.
—Te equivocas. No puedes imaginarte lo desagradable que te resultaría el día de mañana ser una ignorante. Figúrate, por ejemplo, la vergüenza que pasarías si alguien te preguntara, cuando seas ya mayor, cuál es la capital de Portugal y tú no pudieras responder.
—¡Claro que podría! —replicó Pippi— Respondería que, si tanto interés tenían en saber cuál era esa capital, escribiesen a Portugal preguntándolo.
—Sí, pero ¿no te parece que te disgustaría no saberlo?
—Quizá —dijo Pippi—. Y creo que incluso me despertaría por las noches y estaría un buen rato pensando: «¿Cuál será esa endiablada capital de Portugal?». Pero no se puede estar siempre de broma. Sepan ustedes que yo he estado en Lisboa con mi padre.
Esto último lo dijo con la cabeza hacia abajo y los pies hacia arriba, pues sabía hablar en esta posición.
Pero entonces uno de los policías dijo a Pippi que estaba muy equivocada si creía que podría hacer siempre lo que se le antojase; que iría al hogar infantil, y enseguida. Se acercó a ella y la cogió de un brazo. Pero Pippi se escabulló y, dándole un golpecito con el dedo, le dijo:
—¡Tú pagas!
Y, en un abrir y cerrar de ojos, empezó a subir por uno de los pilares del pórtico. Unos cuantos movimientos le bastaron para llegar a la terraza que había sobre los pilares. Los policías, que no estaban dispuestos a gatear, entraron corriendo en la casa y subieron al primer piso. Pero cuando salieron a la terraza, Pippi se hallaba ya a medio camino del tejado. Una vez en él, trepó por las tejas con movimientos parecidos a los de un mono y, en un instante, llegó a la cima del tejado. Entonces, con la mayor facilidad y de un ágil salto, ganó la cúspide de la chimenea. Abajo, en la terraza, los dos policías se tiraban de los pelos, como suele decirse, y más abajo, en el jardín, Annika y Tommy contemplaban con admiración a su amiga.
—¡Qué divertido es jugar al escondite! —exclamó Pippi—. ¡Y cuánto les agradezco que hayan venido! Hoy también es mi día de suerte, no cabe duda.
Los policías, después de permanecer pensativos un instante, fueron en busca de una escalera, la apoyaron en el alero del tejado y subieron, uno detrás del otro, con la intención de bajar a Pippi. Pero, al trepar a lo más alto del tejado y lanzarse en persecución de la niña, empezaron a mostrarse vacilantes y temerosos.
—¡No se asusten! —dijo Pippi—. No hay peligro alguno. Además, es muy divertido.
Cuando estaban ya a dos pasos de Pippi, esta bajó de un salto de la chimenea y, riendo de buena gana, corrió a lo largo del lomo del tejado y bajó por el lado opuesto.
A unos metros de la casa había un árbol.
—¡Voy a zambullirme! —gritó Pippi.
Y saltó a la verde copa del árbol, se asió a una rama, estuvo meciéndose unos instantes y se dejó caer al suelo.

Luego cogió la escalera y corrió con ella al otro lado de la casa.
Los policías se quedaron perplejos al ver saltar a Pippi, y más perplejos aún al advertir el camino que tenían que recorrer por el tejado para llegar a la escalera. Primero se enfurecieron y empezaron a gritarle a Pippi, que los miraba desde abajo, que si no les acercaba la escalera, se acordaría de ellos.
—¿Por qué están ustedes tan enfadados? —les reprochó Pippi—. Estamos jugando al escondite. Por tanto, todos debemos tratarnos como buenos amigos.

Los policías se quedaron pensativos. Al fin, uno de ellos dijo amablemente:
—Tienes razón, hijita. Anda, tráenos la escalera para que podamos bajar.
—Enseguida la traigo —dijo Pippi. Y, cuando lo hubo hecho, añadió alegremente—: Ahora podemos tomar el té y pasar un ratito agradable todos juntos.
Pero los policías no habían sido sinceros, pues, tan pronto como estuvieron abajo, se arrojaron sobre Pippi, gritando:
—¡Ahora sabrás lo que es bueno, maleducada!

Pero entonces dijo Pippi:
—No, no puedo perder más tiempo jugando, aunque reconozco que es muy divertido.
Y, cogiéndolos firmemente por los cinturones, los llevó a través del jardín hasta la puerta que daba a la carretera. Una vez allí, los dejó en el suelo, y allí se quedaron un buen rato los dos agentes, paralizados de asombro.

—¡Esperen un momento! —dijo Pippi.
Corrió a la cocina y regresó con dos pastas de jengibre en forma de corazón.
—Tengan. Una para cada uno. No creo que importe gran cosa que estén un poco quemadas.
Entonces fue a reunirse con Tommy y Annika, que presenciaban la escena llenos de admiración.
Y los policías se fueron corriendo a la ciudad, a decir a todas las madres y todos los padres caritativos que Pippi no era una niña para estar en un hogar infantil. De su excursión por el tejado no dijeron nada. Todos estuvieron de acuerdo en que lo mejor sería dejar a Pippi en Villa Mangaporhombro. Y si algún día se le antojaba ir a la escuela, que se las apañara ella misma.
Pippi, Tommy y Annika pasaron una tarde deliciosa. Continuaron la interrumpida merienda, y Pippi se comió cuarenta pastas de jengibre.
—Esos policías no eran de los buenos. Decían demasiadas tonterías: hogares infantiles, Lisboa, tablas de no sé qué —dijo Pippi.
Después sacó en vilo al caballo y los tres montaron en él. Al principio, Annika tenía miedo y no quería montar, pero, al ver lo mucho que se divertían Pippi y Tommy, pidió a su amiga que la levantara y la sentase con ellos.
El caballo recorrió al trote todo el jardín, al que dio varias vueltas, mientras Tommy cantaba: «¡Ya vienen los suecos con gran alboroto!».
Aquella noche, al acostarse Annika y Tommy, este dijo:
—Annika, ¿no estás encantada de que haya venido Pippi?
—¡Claro que lo estoy! —repuso la niña.
—¿A qué jugábamos antes de que viniera ella? No me acuerdo, ¿y tú?
—Jugábamos al croquet y a otras cosas por el estilo —dijo Annika—. Pero nos divertimos muchísimo más ahora, con Pippi, su caballo y su mono.