PIPPI VA DE COMPRAS

Un hermoso día de primavera en que el sol resplandecía, radiante, los pájaros cantaban y el agua corría alegremente por las acequias, Annika y Tommy llegaron saltando a casa de Pippi. Tommy llevaba consigo un par de terrones de azúcar para el caballo de Pippi, y tanto él como Annika se detuvieron en el porche y acariciaron al animal antes de entrar en la casa. Pippi estaba aún durmiendo, con los pies en la almohada y la cabeza entre las sábanas, pues tenía la costumbre de dormir así.

Annika le pellizcó el dedo gordo del pie y le gritó:

—¡Despierta!

El Señor Nelson, ya despierto, se había subido de un salto a la lámpara que colgaba del techo.

Algo empezó a agitarse bajo la colcha, y una cabeza pelirroja apareció de pronto.

Pippi abrió sus vivos ojos y sonrió abiertamente.

—¿Conque eras tú la que me pellizcaba los pies? Creí que sería mi padre, el rey de los caníbales, que quería ver si tengo callos.

Se sentó en el borde de la cama y se puso las medias, una negra y otra de color castaño.

—¡Mientras siga llevando estos zapatones, nunca tendré callos! —exclamó, a la vez que se calzaba unos zapatos negros que eran exactamente dos veces mayores que sus pies.

—Pippi —dijo Tommy—, ¿qué podemos hacer hoy? Ni Annika ni yo tenemos colegio.

—Lo pensaremos —repuso Pippi—. No podemos bailar alrededor del árbol de Navidad, porque hace tres meses que lo tiramos. Podríamos haber estado toda la mañana danzando sobre el hielo si aún lo hubiese. También sería divertido buscar oro, pero ¿cómo, si no sabemos dónde excavar? Además, casi todo el oro está en Alaska, y hay allí tantos buscadores de oro que no queda sitio para nosotros. Tendremos que inventar otra cosa.

—Sí, algo divertido —dijo Annika.

Pippi recogió sus cabellos en dos gruesas trenzas que se quedaron tiesas hacia arriba y reflexionó.

—¿Y si fuéramos de compras a la ciudad? —dijo al fin.

—¡Pero si no tenemos dinero! —replicó Tommy.

—Yo sí que tengo —dijo Pippi.

Y para demostrarlo abrió la maleta abarrotada de monedas de oro. Cogió un buen puñado de ellas y se lo echó al bolsillo del delantal, que le quedaba exactamente en medio del estómago.

—Si pudiese encontrar mi sombrero, ya estaría preparada para salir —dijo.

Pero el sombrero no aparecía por ninguna parte. Pippi miró primero en la leñera y —cosa extraña— el sombrero no estaba allí. Entonces buscó en la despensa y miró en la cesta del pan, donde no halló más que una liga, un despertador roto y una rosquilla. Finalmente echó un vistazo al estante de los sombreros, y tampoco: solo encontró una sartén, un destornillador y un trozo de queso.

—¡Aquí no hay orden y no se puede encontrar nada! —exclamó, furiosa—. Menos mal que he encontrado este pedazo de queso, que hacía mucho tiempo que andaba buscando…

Luego gritó:

—¡Eh, sombrero! ¿Vienes de compras o no? ¡Si no apareces inmediatamente, te dejo!

El sombrero no apareció.

—Te arrepentirás de haber sido tan tonto… Pero cuando vuelva a casa no quiero oír ninguna queja —advirtió severamente.

Minutos después emprendieron el camino de la ciudad Tommy, Annika y Pippi, esta con el Señor Nelson en el hombro. El sol era radiante; el cielo, intensamente azul; los niños se sentían felices… Y en la cuneta el agua se deslizaba alegremente. La cuneta era profunda y contenía gran cantidad de agua.

—Me gustan los arroyos —dijo Pippi.

Y, sin pensarlo mucho, saltó al agua. Esta le llegaba más arriba de las rodillas y, si saltaba aprisa, salpicaba a Tommy y a Annika.

—Estoy haciendo el barco —añadió, y en esto tropezó y desapareció debajo del agua—. O, para ser más exactos, el submarino —terminó con toda calma, asomando la cabeza.

—¡Oh, Pippi, estás empapada! —exclamó Annika, inquieta.

—¿Y qué hay de malo en ello? —preguntó Pippi—. ¿Existe alguna ley que obligue a los niños a estar siempre secos? He oído decir que las duchas frías son muy buenas para la salud. Solo en este país cree la gente que los niños no deben andar por las cunetas. En América, las cunetas están tan llenas de niños que no hay sitio para el agua. Aquellos niños pasan el año entero en las cunetas. Como es natural, en invierno el agua se hiela y los niños quedan atrapados por el hielo, de modo que solo asoman las cabezas. Sus madres tienen que llevarles sopa, albóndigas y frutas, porque ellos no pueden ir a casa a comer. Pero están rebosantes de salud, creedme.

La pequeña ciudad estaba sencillamente encantadora bajo el brillante sol de primavera. Sus estrechas calles de guijarros serpenteaban aquí y allá entre las casas. En la mayoría de las casas había jardines, y en ellos abundaban las campanillas y los azafranes. Había en la ciudad gran cantidad de tiendas, y en aquel hermoso día de primavera estaban tan concurridas que las campanas de las puertas resonaban sin cesar. Las señoras llegaban con sus cestos al brazo para comprar café, azúcar, jabón y mantequilla. También habían salido muchos niños a comprar golosinas o goma de mascar. Sin embargo, la mayoría no disponían de dinero, y los pobrecitos tenían que quedarse fuera de la tienda y conformarse con mirar aquellas cosas tan ricas que había en los escaparates.

Cuando el radiante sol batía de pleno la ciudad, tres pequeñas figuras hicieron su aparición en la calle principal. Eran Tommy, Annika y Pippi. Esta iba dejando un reguero de agua a su paso.

—¡Qué suerte tenemos!, ¿verdad? —dijo Annika—. Mirad esas tiendas… ¡Y el bolsillo del delantal de Pippi, lleno de monedas de oro!

Tommy brincó de alegría al oír a su hermana.

—¡Bueno, empecemos! —decidió Pippi—. Ante todo, quiero comprarme un piano.

—¿Un piano, Pippi? —dijo Tommy—. ¡Pero si no sabes tocarlo!

—¿Cómo voy a saber si lo sé tocar —repuso Pippi—, si nunca lo he probado? Nunca he tenido un piano para poderlo probar. Pero te aseguro, Tommy, que tocando el piano sin piano se adquiere mucha práctica.

No encontraron ninguna casa de pianos. En vista de ello, se acercaron a una perfumería. En el escaparate había un gran bote de crema para las pecas y, junto a él, un letrero que decía ¿LE HACEN SUFRIR SUS PECAS?

—¿Qué dice ese letrero? —preguntó Pippi, que apenas sabía leer porque no quería ir al colegio como los otros niños.

—«¿Le hacen sufrir sus pecas?» —leyó Annika.

—¿Eso dice? —preguntó Pippi, pensativa—. Bueno, pues una pregunta cortés merece también una cortés respuesta. Vamos a entrar.

Abrió la puerta y entró en el establecimiento, seguida de cerca por Tommy y Annika. Detrás del mostrador había una señora de cierta edad. Pippi se dirigió a ella.

—¡No! —le dijo, resuelta.

—¿Qué deseas? —le preguntó la señora.

—¡No! —repitió Pippi.

—No te comprendo.

—Las pecas no me hacen sufrir —precisó Pippi.

Entonces comprendió la señora, que dirigió a Pippi una mirada y exclamó:

—¡Pero, hijita mía, si tienes la cara llena de pecas!

—Ya lo sé —repuso Pippi—, pero no me hacen sufrir. Las quiero mucho. Adiós.

Dio media vuelta y echó a andar; pero al llegar a la puerta se volvió y dijo:

—Si alguna vez tiene usted alguna crema que haga salir más pecas, mándeme siete u ocho botes.

Al lado de la perfumería había una tienda de vestidos.

—Todavía no hemos hecho nada —dijo Pippi—; pero ahora la cosa va en serio.

Y entraron en la tienda, primero Pippi, luego Tommy y detrás Annika. Lo primero que vieron fue un bonito maniquí que representaba a una señora muy elegante con un vestido de raso azul.

Pippi se acercó al maniquí y le estrechó la mano.

—¿Qué tal, señora, cómo está usted? Supongo que usted será la propietaria de esta tienda… Encantada de conocerla.

Y sacudía la mano del maniquí cada vez más calurosamente.

Entonces ocurrió algo espantoso: el brazo del maniquí se desprendió y salió por la boca de la manga de raso. Y allí quedó Pippi con un brazo de blanca felpa en la mano.

Tommy estaba aterrado, y Annika, a punto de echarse a llorar. En esto, un empleado acudió a todo correr y puso a Pippi de vuelta y media.

—¡Eh, eh, pare usted el carro! —dijo Pippi, harta de tanto grito—. Yo creí que esta tienda era un autoservicio, y me interesaba comprar este brazo.

El empleado se sulfuró entonces mucho más y dijo que el maniquí no estaba en venta, y mucho menos uno de sus brazos nada más; pero que Pippi tendría que pagar todo el maniquí, por haberlo roto.

—¡La cosa tiene gracia! —exclamó Pippi—. Espero que en las otras tiendas no estén tan locos como ustedes. ¡Imaginaos que la próxima vez que tenga que hacer puré de nabos para la cena y vaya a la carnicería a comprar un hueso de cerdo para cocerlo con los nabos, el carnicero me obligue a llevarme el cerdo entero!

Mientras hablaba sacó distraídamente unas monedas de oro del bolsillo de su delantal y las dejó sobre el mostrador. El empleado se quedó mudo de asombro.

—¿Cuesta esa señora más que esto? —preguntó Pippi.

—¡Oh, no! ¡Ni muchísimo menos! —dijo el empleado con una cortés reverencia.

—Bien; pues quédese con el cambio y cómpreles algo a sus hijos —dijo Pippi, y se dirigió a la puerta.

El empleado corrió tras ella, sin cesar de hacerle reverencias, y le preguntó adonde tenía que enviarle el maniquí.

—No quiero más que este brazo, y me lo llevaré yo misma —respondió Pippi—. El resto puede usted repartirlo entre los pobres. ¡Adiós!

—Pero ¿qué vas a hacer con ese brazo? —preguntó Tommy cuando estuvieron en la calle.

—¿Que qué voy a hacer? ¿No hay gente que tiene dientes postizos y pelucas postizas, e incluso narices postizas? Pues bien puedo yo tener un brazo postizo. Y ya que hablamos de brazos, permíteme que te diga que es muy práctico tener tres. Recuerdo que una vez, cuando papá y yo navegábamos por esos mares de Dios, llegamos a una ciudad donde todo el mundo tenía tres brazos. Os aseguro que es una cosa utilísima. Os pondré un ejemplo. Cuando estaban sentados a la mesa y tenían el tenedor en una mano y el cuchillo en la otra, y de pronto necesitaban rascarse una oreja, no venía nada mal poder sacar un tercer brazo. Así ganaban mucho tiempo.

Pippi quedó pensativa. Al fin exclamó:

—¡Ya estoy mintiendo otra vez! A cada momento bullen las mentiras en mi interior. No puedo evitarlo. La verdad es que en aquella ciudad nadie tenía tres brazos: todo el mundo tenía dos.

Permaneció muda y ensimismada durante unos instantes. Luego dijo:

—Pero había muchos que tenían solamente un brazo. Y algunos ni uno siquiera. De modo que, cuando iban a comer, tenían que echarse encima de los platos y lamerlos. En cuanto a rascarse las orejas, les era totalmente imposible: tenían que decir a sus madres que se las rascaran. Esto es lo que verdaderamente ocurría allí.

Pippi movió la cabeza tristemente.

—Lo cierto es que jamás he visto ningún sitio donde hubiese menos brazos que en aquella ciudad. Pero en esto no tengo remedio: me gusta darme importancia, causar admiración y decir que la gente tiene más brazos de los que tiene en realidad.

Pippi continuó la marcha con el brazo artificial marcialmente echado al hombro. Se detuvo ante una pastelería. Una hilera de niños contemplaban las maravillas que había en el escaparate. Se veían allí grandes vasijas repletas de caramelos rojos, azules y verdes, largas filas de pasteles de chocolate, montañas de pastillas de goma de mascar y tentadoras mermeladas. No era de extrañar que los niños que contemplaban el escaparate lanzaran de vez en cuando un profundo suspiro: no tenían dinero, ni siquiera una moneda de cinco ores.

—¿Entramos en esta tienda? —inquirió Tommy ansiosamente tirando a la niña del vestido.

—Sí, entremos.

Y entraron.

—Deme dieciocho kilos de dulces —dijo Pippi blandiendo una moneda de oro.

La dependienta la miró boquiabierta. No estaba acostumbrada a que le compraran tantos dulces de una vez.

—Querrá usted decir dieciocho dulces, ¿no? —preguntó.

—Dieciocho kilos de dulces —repitió Pippi, y depositó la moneda de oro en el mostrador.

La dependienta tuvo que empezar a toda prisa a pesar dulces en grandes bolsas de papel. Annika y Tommy iban señalando los más ricos. Había unos de color rojo que eran deliciosos. Después de mordisquearlos un poco, se tropezaba uno con un centro de crema. Otros, de un sabor ácido y color verde, tampoco estaban mal. La jalea de frambuesa y las barritas de regaliz no se quedaban atrás.

—Nos podemos llevar tres kilos de cada clase —sugirió Annika.

Y así lo hicieron.

—Si además me llevo sesenta barritas de azúcar y setenta y dos bolsas de caramelos, no creo que necesite nada más por hoy, excepto ciento tres cigarrillos de chocolate —dijo Pippi—. Necesitaría una carretilla para poder llevarme todo esto.

La dependienta le dijo que seguramente encontraría carretillas en la tienda de juguetes de al lado.

Mientras tanto, se había congregado ante la pastelería una gran muchedumbre de niños. Miraban por el escaparate, y casi se desmayaron cuando vieron las cantidades de dulces que Pippi compraba.

Pippi corrió a la tienda vecina, compró un carrito y cargó en él los paquetes. Luego miró al grupo de niños y exclamó:

—Si alguno de vosotros no quiere comer dulces, que dé un paso al frente.

Nadie dio un paso al frente.

—Bueno —dijo Pippi—, entonces que lo den los niños que quieran comer dulces…

Veintitrés niños dieron un paso al frente, y entre ellos estaban Annika y Tommy, ¡cómo no!

—¡Tommy, abre las bolsas! —dispuso Pippi.

Tommy obedeció, y acto seguido empezó un festín de dulces sin precedentes en aquella ciudad. Todos los niños se llenaron la boca de dulces, aquellos dulces rojos, con su delicioso centro de crema, y los ácidos de color verde, y también los de regaliz y los de jalea de frambuesa. Algunos sostenían al mismo tiempo un cigarrillo de chocolate entre los labios, pues el sabor del chocolate y el de la jalea de frambuesa unidos forman un conjunto formidable.

De todas direcciones acudían niños corriendo, y Pippi repartía dulces a manos llenas.

—Tendré que ir a comprar dieciocho kilos más —dijo—. De lo contrario, no quedará nada para mañana.

Compró dieciocho kilos más, pero ni aun así quedó gran cosa para el día siguiente.

—Ahora vamos a la tienda de al lado —dijo Pippi.

Entró en la tienda de juguetes, y todos los niños la siguieron. Había toda clase de maravillas: trenes y automóviles de cuerda, muñecas con preciosos vestidos, minúsculas vajillas, pistolas de juguete, soldados de plomo, perros y elefantes de trapo y marionetas…

—¿En qué puedo servirles? —preguntó el dependiente.

—Quisiéramos un poco de todo —repuso Pippi paseando la mirada por los estantes—. Andamos muy mal de marionetas, por ejemplo, y de pistolas. Supongo que usted podrá poner remedio a esto.

Pippi sacó un puñado de monedas de oro, con lo cual los niños pudieron elegir todo aquello que más deseaban. Annika escogió una bonita muñeca de claro y rizado cabello, que llevaba un vestido de raso de color de rosa y que decía «mamá» cuando se le apretaba el estómago. Tommy se llevó una cerbatana y una máquina de vapor. Los demás niños escogieron también lo que más les gustó, de modo que, terminadas las compras de Pippi, quedó muy poca cosa en la tienda: solo unos cuantos marcadores de libros y piezas de construcción. Pippi no se compró nada; en cambio, el Señor Nelson se llevó un espejo.

Poco antes de salir, Pippi compró a cada niño un silbato de cuco, y cuando salieron a la calle todos empezaron a hacer sonar los pitos, mientras Pippi llevaba el compás con el brazo artificial. Un niño se quejó de que su silbato no sonaba. Pippi lo examinó.

—No me extraña —dijo—: hay una bola de goma de mascar en el orificio. ¿De dónde has sacado este tesoro? —añadió mientras sacaba la bolita blanca—. Que yo sepa, no he comprado goma de mascar.

—La tengo desde el viernes —dijo el niño.

—¿Y no temes que se te pegue en la garganta y te ahogue? Tengo entendido que así suelen acabar los mascadores de goma.

Devolvió el silbato al niño, y este pudo ya tocarlo con tanto brío como los demás. Armaron tal baraúnda en la calle principal que acudió un policía a ver qué pasaba.

—¿Qué significa este estrépito? —exclamó.

—Es la marcha del regimiento de Kronoberg —explicó Pippi—, pero no puedo asegurarle que todos los muchachos se den cuenta de ello. Algunos parecen creer que estamos tocando eso de: «¡Que vuestras canciones resuenen como el trueno!».

—¡Silencio! —bramó el policía llevándose las manos a los oídos.

Pippi le dio unos golpecitos amistosos en la espalda con el brazo artificial.

—Menos mal que no hemos comprado saxofones —comentó.

Los silbatos de cuco fueron callando uno tras otro, y al fin solo se oía de vez en cuando el débil sonido del silbato de Tommy.

El policía dijo con énfasis que no se permitían las reuniones numerosas en el centro de la población y que cada cual debía irse a su casa. Los niños no pusieron objeción alguna: ansiaban probar sus trenes, jugar con los automóviles o acostarse con sus muñecas. Por eso todos se marcharon a sus casas, felices y contentos. Aquella noche, ninguno de ellos cenó.

Pippi, Tommy y Annika emprendieron también el regreso. Pippi tiraba del carrito. Miraba todos los anuncios que encontraban a su paso y los deletreaba lo mejor que podía.

—«Far… ma… ci… a». ¿No es ahí donde se compran melecinas?

—Sí, ahí es donde se compran me-di-ci-nas —respondió Annika.

—Pues voy a entrar a comprar algunas —dijo Pippi.

—Pero no estás enferma, ¿verdad? —preguntó Tommy.

—No, pero puedo estarlo —repuso Pippi— Hay millones de personas que han enfermado y muerto precisamente porque no compran melecinas a tiempo. Estáis muy equivocados si creéis que a mí me va a pasar lo mismo.

Al entrar vieron que el farmacéutico estaba llenando cápsulas.

Solo quería llenar algunas más, porque ya casi era la hora de cerrar. Pippi, Tommy y Annika se acercaron al mostrador.

—Deme usted cuatro litros de melecina —dijo Pippi.

—¿Qué clase de medicina? —preguntó el farmacéutico, impaciente.

—Pues alguna que sea buena para las enfermedades —respondió Pippi.

—¿Qué clase de enfermedades? —preguntó el farmacéutico, cada vez más impaciente.

—Mire, denos una que sirva para la tos ferina, las rozaduras de los talones, el dolor de vientre, y para cuando se mete una judía en la nariz o algo parecido. Y si es posible, que también se pueda usar para pulir los muebles. Tiene que ser una melecina muy buena.

El farmacéutico dijo que no había ninguna medicina tan extraordinaria. Explicó que las diferentes enfermedades requerían medicinas diferentes y, después de haber mencionado Pippi otras diez dolencias que quería curar, puso una gran hilera de frascos sobre el mostrador. En algunos de ellos pegó un papelito con la inscripción «Solo para uso externo», para que se supiese que aquellos medicamentos se utilizaban para friegas y no se podían tomar por la boca.

Pippi pagó, recogió los frascos, dio las gracias al farmacéutico y salió, seguida por Annika y Tommy. El farmacéutico miró el reloj y, al ver que era la hora de cerrar, bajó la puerta metálica, feliz ante la idea de que iba a irse a casa a cenar.

Una vez en la calle, Pippi dejó los frascos en el suelo.

—¡Me olvidaba de lo más importante! —exclamó.

Al volver a la farmacia y verla cerrada, puso el dedo en el timbre y apretó con fuerza durante un buen rato. Annika y Tommy lo oyeron sonar claramente en el interior.

Un momento después se abrió una ventanilla, que había en la misma puerta y que se utilizaba para despachar las medicinas por la noche en los casos de urgencia. El farmacéutico asomó la cabeza. Su cara enrojeció de ira.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Perdóneme, señor —dijo Pippi—, pero acabo de acordarme de una cosa. ¡Usted sabe tanto de enfermedades! ¿Qué es mejor si se tiene dolor de estómago: comerse una salchicha caliente o remojarse el estómago con agua fría?

La cara del farmacéutico estaba cada vez más roja.

—¡Largo de aquí! —gritó—. ¡Venga! ¡Mira que….!

Y cerró de golpe la ventanilla.

—¡Huy, qué mal genio tiene! —dijo Pippi—. ¡Ni que le hubiera insultado!

Tocó el timbre de nuevo, y pocos segundos después volvió a asomar la cabeza del farmacéutico. Su rostro estaba esta vez más rojo que nunca.

—La salchicha es un poco pesada, ¿verdad? —preguntó Pippi mirándole cariñosamente.

El farmacéutico no contestó: se limitó a volver a cerrar la ventanilla de golpe.

Pippi se encogió de hombros.

—¿Qué le vamos a hacer? —murmuró—. Probaré a comerme la salchicha y, si me sienta mal, peor para él, pues se sentirá culpable.

Se sentó tranquilamente en el suelo, frente a la farmacia, y puso en fila los frascos.

—¡Qué poco prácticas son las personas mayores! —dijo—. Aquí tengo… dejadme contarlos… ocho frascos, y todo cabe perfectamente en este, que está medio vacío. Menos mal que yo tengo un poco de sentido común.

Dicho esto, quitó los tapones de los frascos y vertió todas las medicinas en el que estaba medio vacío. Lo agitó con fuerza, se lo llevó a la boca y echó dos buenos tragos.

Annika, que sabía que algunos de aquellos medicamentos eran para dar friegas, sintió cierta inquietud.

—¡Pero, Pippi! —exclamó—. ¿Estás segura de que ninguna de esas medicinas es un veneno?

—Lo averiguaré —repuso Pippi alegremente—. Lo sabré mañana lo más tarde. Si estoy viva todavía, tendremos la seguridad de que no hay aquí ningún veneno y de que hasta los niños pequeños pueden tomar esta mezcla.

Annika y Tommy meditaron sobre el asunto. Poco después, Tommy dijo, caviloso e intranquilo:

—Pero eso puede ser venenoso, y entonces…

—Entonces podréis usar lo que queda en el frasco, para pulir los muebles del comedor —le atajó Pippi—. Sea venenosa o no, la melecina se aprovechará, y no habremos hecho un gasto inútil.

Y depositó el frasco en el carrito, junto al brazo artificial, la máquina de vapor y la cerbatana de Tommy, la muñeca de Annika y una bolsa con cinco dulces rojos que era todo lo que quedaba de los dieciocho kilos. El Señor Nelson iba también en el carro. Estaba cansado y tenía ganas de ir en coche.

—¿Sabéis una cosa? Esta medicina es muy buena. Me siento mucho mejor. Sobre todo, por la parte de la espalda.

Empezó a inclinarse hacia atrás y hacia delante para demostrarlo, y acto seguido partió con su carrito, camino de Villa Mangaporhombro. Tommy y Annika echaron a andar a su lado, mientras sentían cierta molestia en el estómago.