PIPPI RECIBE UNA VISITA

Con sus calles de guijarros y sus menudas casas rodeadas de jardín, la pequeña ciudad sueca resultaba muy pintoresca. Quienes la visitaban pensaban que era un bello lugar para vivir. Pero, en realidad, los turistas no tenían mucho que ver. Un museo y una gruta natural. Esto era todo. Pero… esperen. Había «algo» más.

Dos letreros con una flecha debajo, que colocaron los habitantes de la pequeña ciudad para indicar a los visitantes el camino para ir al museo y a la gruta.

Pero… había un tercer letrero, escrito con unas letras que más bien podríamos decir torcidas, en el que se leía:

HACIA VILLA
MANGAPORHOMBRO

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A decir verdad, a la gente le interesaba más saber el camino de Villa Mangaporhombro que el del museo o el de la gruta.

Un espléndido día de verano, un hombre se dirigía hacia aquella pequeña ciudad. El hombre vivía en una ciudad mucho mayor, y por esta razón se consideraba mucho más fino y distinguido. Tenía un coche muy bonito y llevaba unos zapatos tan limpios que resplandecían y un grueso anillo de oro en el dedo. Así, no es de extrañar que tuviera una inmejorable impresión de sí mismo.

Cuando conducía su coche hacía sonar la bocina, para que todo el mundo se diera cuenta de que él estaba pasando por allí.

Cuando vio los letreros se rio de buena gana.

—¡Bah! «Al museo»… Puedo pasar sin verlo. «A la gruta». Esto está mejor. Pero… ¿qué disparate es este? —dijo el hombre cuando vio el tercer letrero—. ¡Qué nombre tan raro!

Pensó que la casa estaría en venta y que habían puesto aquel letrero para indicar el camino a la gente que estuviese interesada en comprarla. Reflexionó sobre si le gustaría comprarla. Aquel lugar parecía muy tranquilo. Claro que no iría a vivir allí para siempre, pero, de todos modos, en un pueblo pequeño la gente se daría más cuenta de que él era un hombre extraordinario, un distinguido caballero. Decidió ir a echar una ojeada a Villa Mangaporhombro.

Todo lo que tenía que hacer era seguir la dirección de la flecha. Tuvo que dar la vuelta al pueblo, y entonces vio escrito con lápiz rojo sobre una verja rota:

VILLA MANGAPORHOMBRO

Al otro lado de la verja había un jardín exuberante, con viejos árboles cubiertos de musgo, césped y muchas flores que crecían con entera libertad. Al final del jardín se veía la casa. ¡Y qué casa! Parecía que iba a derrumbarse de un momento a otro. El distinguido caballero se quedó pasmado. De pronto soltó un gemido. ¡Había un caballo en el porche!

En los escalones del porche vio a tres niños sentados tomando el sol. La niña que estaba sentada en el centro tenía la cara llena de pecas y dos coletas rojas y tiesas como palos. A su lado se sentaban una linda chiquilla de pelo rubio y rizado, con un vestido a cuadros azules, y un muchachito muy bien peinado. Sobre el hombro de la niña pelirroja se sentaba un mono.

El visitante se quedó asombrado. Debía de haberse equivocado de casa. Nadie podía pensar en vender aquella destartalada choza.

—Oíd, niños —preguntó—. ¿Es Villa Mangaporhombro esa miserable covacha?

La niña pelirroja se levantó y fue hasta la verja. Los otros dos pequeños la siguieron caminando lentamente.

—¿Has perdido la lengua? —le preguntó aquel señor a la niña de las coletas—. ¿Es esta choza Villa Mangaporhombro?

—Déjeme pensar —contestó la niña frunciendo el entrecejo—. No es el museo, ni tampoco la gruta. ¡Ya lo tengo! —exclamó—. ¡Es Villa Mangaporhombro!

—No seas impertinente —dijo el caballero.

Y luego murmuró, como para sí:

—Podría derribar esta casa y construir otra.

—Eso es. Vamos a empezar ahora mismo —dijo la niña pelirroja, y, corriendo hacia la casa, empezó a arrancar las tablas de la fachada delantera.

El visitante no le prestó atención, porque a él no le interesaban los niños. Además, ahora estaba meditando. El jardín resultaba, a pesar de su estado salvaje, agradable y atractivo a la luz del sol. Pensó que, cuando hubiera construido la nueva casa, estuviera el césped cortado, el sendero rastrillado y hubiera arreglado las flores, entonces incluso un caballero tan refinado como él podría vivir allí. Así que decidió comprar Villa Mangaporhombro.

Miró alrededor pensando qué más podría cambiar. Desde luego, quitaría el musgo de los árboles. Observó con disgusto un nudoso y viejo roble de enorme tronco y grandes ramas inclinadas sobre el tejado de Villa Mangaporhombro.

—También cortaré esto —dijo con determinación.

La niña que llevaba el vestido azul a cuadros dijo con voz asustada:

—¡Oh, Pippi! ¿Has oído?

La niña pelirroja continuó impasible saltando por el jardín.

—Sí, cortaré este viejo y podrido roble —repitió el hombre.

La niña vestida de azul tendió sus manitas hacia él y le dijo:

—¡Oh, no! ¡No haga eso! Es un árbol estupendo para trepar y, además, está hueco y podemos jugar dentro.

—¡Qué tontería! Yo no me subo a los árboles.

El muchacho tan bien peinado se dirigió hacia el caballero y le miró con ansiedad.

—Este árbol da refrescos de soda —dijo—. Y también chocolate; aunque eso solo pasa los jueves por la tarde.

—Me parece, niños, que habéis cogido una insolación. Pero esto a mí no me importa. Voy a comprar esta casa. ¿Podéis decirme dónde está el dueño?

La pequeña del vestido azul se echó a llorar, y el muchachito corrió hacia la niña pelirroja, que todavía estaba saltando y brincando.

—Pippi —dijo—. ¿No has oído lo que ha dicho? ¿Por qué no haces algo?

—¿No ves que estoy saltando? —contestó la niña de las trenzas—. ¡Y me dices que no estoy haciendo nada! Salta tú también y verás qué divertido es.

La niña de las coletas tiesas como palos se fue hacia donde estaba el visitante y le dijo:

—Me llamo Pippi Calzaslargas, y estos son Tommy y Annika —dijo señalando a sus amigos—. ¿Podemos hacer algo por usted? ¿Derribamos la casa? ¿Cortamos un árbol? ¿Cambiamos algo de sitio? ¡Usted tiene la palabra!

—No me interesan vuestros nombres. Lo único que quiero saber es dónde puedo encontrar al propietario de esta casa. Voy a comprarla.

—La propietaria está muy ocupada ahora —dijo Pippi—. Siéntese y espérela. A lo mejor vendrá.

—¿Propietaria? —dijo el hombre, con resplandeciente mirada—. ¿Es una mujer la dueña de esta casa ruinosa? Tanto mejor. Las mujeres no entienden de negocios. Así podré obtenerla a mejor precio.

Como parecía no haber otro sitio donde sentarse, lo hizo en los escalones del porche.

El mono daba saltos sobre la barandilla, y Tommy y Annika se hallaban de pie, a cierta distancia, mirándole un poco asustados.

—¿Vivís aquí?

—No —dijo Tommy—; vivimos en la casa de al lado.

—Pero venimos todos los días a jugar —añadió Annika con timidez.

—Pues eso se ha terminado. No quiero chicos corriendo por mi jardín. Los niños son la peor cosa que conozco.

—Yo también opino así —dijo Pippi parando de saltar durante un segundo—. ¡Abajo los niños!

—¿Cómo puedes decir esto? —le preguntó Tommy, algo dolido.

—Lo repito: ¡abajo los niños!

En esto, el caballero se fijó en el rojo pelo de Pippi y quiso gastarle una broma.

—¿Sabes en qué te pareces a un fósforo encendido? —le preguntó.

—No. Pero siempre he deseado saberlo.

—En que los dos tenéis la llama en la cabeza… ¡Ja! Ja! exclamó tirándole fuertemente de las trenzas.

—Cada día aprendo cosas nuevas —dijo Pippi, pensativa.

—Creo que eres la niña más fea que he visto en mi vida.

—Bueno, pues usted tampoco es ninguna belleza —replicó Pippi.

El hombre la miró muy enfadado, pero no se dignó contestarle.

—¿Sabe en qué nos parecemos usted y yo? —le preguntó Pippi.

—Espero que no nos parezcamos en nada.

—¡Vaya que sí! —aseguró Pippi—. Nos parecemos en que los dos tenemos la boca grande… excepto yo.

Se oyó una tímida risita procedente de Tommy y Annika.

—¡Eres una insolente! —dijo el hombre, realmente enojado—. Te mereces unos azotes.

Al decir esto tendió el brazo para agarrar a Pippi, pero esta saltó ágilmente a un lado, y un segundo más tarde estaba sobre una de las ramas del viejo roble. El hombre se quedó con la boca abierta.

—¿Cuándo va a empezar a zurrarme? —preguntó Pippi, cómodamente sentada en la rama.

—No tengo prisa. Esperaré.

—Mejor —dijo Pippi—. Porque pienso estar aquí hasta finales de noviembre.

Tommy y Annika aplaudieron alborozados. Pero ojalá no lo hubieran hecho, porque ahora sí que el caballero se enfadó terriblemente. Al no poder alcanzar a Pippi, agarró a Annika por el cuello y le dijo:

—¡Te voy a dar una soberana paliza! ¡Tú también la necesitas!

Annika, a quien en su vida le habían dado una azotaina, empezó a gritar. Pero, de golpe y porrazo, Pippi bajó del árbol y de un salto se colocó junto al hombre, lo agarró por la cintura, lo lanzó al aire varias veces, lo llevó en brazos hasta su coche y lo arrojó sobre el asiento trasero.

—Me parece que vamos a derribar la casa otro día —dijo—. Un día a la semana, me dedico a derribar casas, pero no lo hago nunca en viernes, y hoy es viernes. Cada cosa a su tiempo.

Con gran dificultad, el caballero se pasó al asiento delantero del coche, agarró el volante y salió de allí a toda prisa.

Estaba asustado y le fastidiaba no haber podido hablar con la propietaria de Villa Mangaporhombro. Quería comprar la casa enseguida y arrojar de allí aquellos repelentes chiquillos.

En el pueblo encontró a un guardia y paró su coche para preguntarle:

—¿Podría usted decirme dónde encontraré a la propietaria de Villa Mangaporhombro?

—Con mucho gusto —respondió el guardia subiendo al coche—. Vaya a Villa Mangaporhombro.

—No está allí —dijo el caballero.

—Estoy seguro de que sí está —contestó el guardia amablemente.

El caballero pensó que estaba a salvo en compañía del guardia y se dirigió hacia Villa Mangaporhombro porque ansiaba hablar con la dueña.

—Ahí está la propietaria de la casa —dijo el guardia señalando hacia el jardín de Villa Mangaporhombro.

El caballero miró en aquella dirección y soltó un gemido. En los escalones del pórtico estaba la niña pelirroja, la terrible Pippi Calzaslargas, que llevaba en brazos al caballo y al mono sobre su hombro.

—¡Eh! ¡Tommy! ¡Annika! —gritó Pippi— Vamos a montar antes de que llegue el negocianto.

—Se dice «negociante» —rectificó Annika.

—¿Aquella es la propietaria de la casa? —preguntó el caballero con voz desmayada—. ¡Pero si solo es una niña!

—Sí —contestó el guardia—. La niña más fuerte del mundo. Vive sola en esta casa.

El caballo, con los tres niños sobre su lomo, galopaba hacia la verja.

Pippi saludó con una inclinación de cabeza al caballero y le dijo:

—Era muy divertido jugar a resolver acertijos. He estado pensando en ello, y ahora se me ha ocurrido otro. ¿Puede usted decirme qué diferencia hay entre mi caballo y mi mono?

El caballero no estaba de humor para resolver adivinanzas, pero le tenía mucho respeto a Pippi; así que no se atrevió a dejarla sin respuesta.

—No sé qué diferencia existe entre tu caballo y tu mono.

—Es bastante complicado —dijo Pippi—. Pero si usted ve a los dos debajo de un árbol y uno de ellos empieza a trepar, aquel… no es el caballo.

El caballero apretó hasta el fondo el acelerador y nunca jamás volvió por allí.