—¿Por qué lloran esos niños?

Al principio solo recibió gemidos por respuesta, pero después le contestó un señor gordo:

—¿Por qué van a llorar? ¿Es que tú no llorarías si estuvieses allá arriba y no pudieras bajar?

—Yo no lloro nunca —dijo Pippi— Pero dígame: si quieren bajar, ¿por qué no les ayuda nadie?

—Pues, sencillamente, porque no se puede.

Pippi estuvo un momento pensativa.

—¿Es que nadie tiene una cuerda? —preguntó.

—¿Qué se podría hacer con ella? —replicó el señor gordo—. Esos niños son demasiado pequeños para bajar por una cuerda. Además, ¿cómo se la podría subir?

—En el mar se aprenden muchas cosas —dijo Pippi simplemente—. Denme una cuerda y ya verán.

Nadie creía que la cuerda sirviese para nada, pero Pippi no paró hasta conseguirla.

Junto a la fachada del rascacielos había un árbol de gran altura, cuya copa estaba al nivel de la ventana del desván. Sin embargo, entre una y otra mediaba una distancia de lo menos tres metros. El tronco era liso, y no había en él ni una rama a la que aferrarse para trepar. Ni la misma Pippi podría subir por allí.

El fuego se propagaba; los niños del desván gritaban; entre la multitud se oían llantos y gemidos.

Pippi bajó del caballo y se acercó al árbol. Seguidamente cogió la cuerda y la ató a la cola del Señor Nelson.

—Ahora vas a ser obediente, ¿verdad? —le dijo.

Lo puso en el tronco del árbol y le dio un empujoncito. El mono entendió perfectamente lo que se le ordenaba y subió hasta la copa. Una vez allí, se sentó en una rama y miró hacia abajo. Pippi le dijo por señas que bajara, y él así lo hizo. Pero bajó por el otro lado de la rama, de modo que, cuando llegó al suelo, la cuerda había quedado colgada por ambos extremos.

—¡Qué listo eres, Señor Nelson! Habrías podido ser catedrático en tus buenos tiempos.

Y, mientras hablaba, Pippi desataba el extremo de la cuerda del rabo del mono.

Cerca de allí había una casa en construcción. Pippi fue allí a por un tablón, se lo puso debajo del brazo, regresó y, con la mano libre, se aferró a la cuerda. Ayudándose con la otra mano y apoyando los pies en el tronco, empezó a subir con tanta facilidad como rapidez.

Los espectadores, mudos de asombro, dejaron de llorar. Cuando llegó a la copa, Pippi colocó el tablón sobre una recia rama y lo fue corriendo con gran cuidado hasta que llegó a la ventana del desván. El tablón quedó entonces encallado como un puente entre la ventana y el árbol.

Se hizo un gran silencio en la plaza: la emoción sellaba los labios de los espectadores. Pippi se subió al tablón y sonrió cariñosamente a los aterrados niños.

—Os veo un poco tristes —les dijo—. ¿Es que os duele el estómago?

Pippi cruzó por el tablón y saltó al interior del desván.

—¡Qué calor hace aquí! —exclamó—. Hoy no tendréis que encender la chimenea. Con el hornillo de la cocina tendréis suficiente.

Entonces se puso un niño debajo de cada brazo y subió de nuevo al tablón.

—Ahora sí que os vais a divertir, amiguitos. Parecerá que andamos por la cuerda floja.

AI llegar a mitad del tablón levantó una pierna, tal como había hecho en el circo.

Un murmullo se elevó de entre la multitud. A Pippi se le cayó un zapato, y la consecuencia fue que se desmayaron varias viejecitas. Pippi, y con ella los niños, llegaron al árbol sanos y salvos. Los vítores de la muchedumbre fueron tan estruendosos que ahogaron el crepitar del fuego.

Pippi recogió la cuerda y ató fuertemente un extremo a una rama. En la otra extremidad ató a uno de los niños, y entonces, poco a poco y con gran cuidado, lo fue dejando caer hacia su madre, que lo esperaba loca de alegría y que lo recibió en sus brazos llorando de emoción.

Pippi le gritó:

—¡Desate la cuerda, que aquí queda otro y éste tampoco sabe volar!

Varias personas ayudaron a la madre a deshacer el nudo y liberar al niño. Pippi era una maestra en el arte de hacer nudos. Una vez desatado el primer niño, recogió de nuevo la cuerda y bajó al otro.

Pippi se quedó sola en el árbol. De un salto, se plantó sobre el tablón. Todo el mundo miraba, preguntándose qué iría a hacer. Y lo que hizo fue empezar a bailar y a ir y venir sobre el estrecho madero. Al mismo tiempo, subía y bajaba los brazos suavemente y cantaba, con una voz ronca que se oía perfectamente desde abajo:

Un fuego encendido,

de llamas muy altas,

brilla reluciente.

Arde para ti,

arde para mí,

arde para todos

incesantemente.

A la vez que cantaba, bailaba con creciente ardor. La mayoría de las personas reunidas en la plaza cerraron los ojos, horrorizadas, diciéndose que era seguro que Pippi acabaría por caerse. Enormes llamas se retorcían en la ventana del desván. Al resplandor del fuego se veía claramente la figura de Pippi. Esta levantó los brazos hacia el cielo oscuro y, cuando le cayó encima una lluvia de chispas, exclamó:

—¡Qué fuego tan hermoso!

A continuación dio un gran salto, se aferró con ambas manos a la cuerda y se deslizó por ella vertiginosamente, mientras gritaba:

—Jiuuuuuuuu!

—¡Tres hurras por Pippi Calzaslargas! —exclamó el jefe de la brigada de bomberos.

—¡Hurra, hurra, hurra! —gritó a coro la multitud.

Pero una voz lanzó cuatro hurras. Esta voz fue la de Pippi.