LOS NAUFRAGIOS DE PIPPI
Todos los días, al salir del colegio, Annika y Tommy se trasladaban inmediatamente a Villa Mangaporhombro. Ni siquiera querían hacer los deberes en su casa, y se llevaban los libros a la de Pippi.
—Eso está muy bien pensado —decía Pippi—. Sentaos aquí a estudiar, y quizá se me pegue algún conocimiento. La verdad es que no creo necesitarlo, pero me parece que nunca seré una señora elegante si no sé cuántos hotentotes hay en África.
Annika y Tommy se sentaban a la mesa de la cocina y abrían el libro. Pippi se sentaba sobre la mesa, con las piernas dobladas debajo del cuerpo.
—Pero oíd una cosa —dijo Pippi, pensativa, mientras se oprimía con el dedo la punta de la nariz—. Suponed que aprendo cuántos hotentotes hay en Africa, y entonces va uno de ellos, coge una pulmonía y se muere. Entonces todo se vendría abajo: habría trabajado en balde y no sería en absoluto una señora elegante.
Meditó durante unos minutos y continuó:
—Alguien debería enseñar a comportarse a los hotentotes de modo que no fuesen posibles los errores en los libros de estudio.
Cuando Tommy y Annika terminaban los deberes, empezaba la diversión. Si el tiempo era bueno, jugaban en el jardín: montaban un poco a caballo, o se subían gateando al tejado del lavadero y allí se sentaban a tomar café, o trepaban a lo alto del viejo roble, cuyo tronco estaba hueco, y se dejaban caer por su interior. Pippi decía que aquel árbol era muy singular, pues dentro brotaban refrescos de soda. Esto parecía ser verdad, ya que cada vez que los niños bajaban por el tronco hueco del roble encontraban, como esperándolos, tres botellas de refrescos. Annika y Tommy no podían comprender qué se hacía luego de las botellas vacías, y Pippi les decía que se marchitaban tan pronto como se vaciaban.
Annika y Tommy no dudaban de que aquel árbol era muy raro. A veces también crecían en él barras de chocolate, y Pippi les había dicho que eso ocurría únicamente los jueves. Tommy y Annika no se olvidaban de ir un solo jueves a comer chocolate en el árbol. Pippi afirmaba que si regase aquel árbol como era debido, no cabría duda de que habría dado también pan francés e incluso algún trozo de ternera asada.
Si llovía, tenían que quedarse en casa, donde tampoco lo pasaban mal. Podían mirar las preciosidades que contenía el cofre de Pippi, o reunirse en la cocina, donde Pippi freía manzanas o hacía barquillos, o encaramarse de un salto en la leñera y desde allí escuchar los emocionantes relatos de Pippi sobre la época en que cruzaba los mares.
—¡Dios mío, qué tempestad! —contaba Pippi—. Hasta los peces se mareaban y querían saltar a tierra. Vi un tiburón con la cara completamente verde y un pulpo que se había sentado y se sostenía la cabeza con sus múltiples brazos. ¡Fue una tempestad de ordago!
—¿Y tú no estabas asustada? —preguntó Annika.
—Eso mismo iba a decir yo. Podías haber naufragado —dijo Tommy.
—¡Bah! —repuso Pippi—. He naufragado tantas veces que sufrir otro naufragio no podía asustarme. Por lo menos, no me asusté al principio. Al ver que las pasas se salían de la ensalada de frutas y que al cocinero le saltaba de la boca un diente postizo, me quedé tan tranquila. Pero cuando me di cuenta de que del gato solo quedaba la piel, y el cuerpo salía volando, completamente desnudo, hacia el lejano Oeste, empecé a sentir cierto malestar.
—Tengo un libro que habla de un naufragio —dijo Tommy—. Se llama Robinson Crusoe.
—¡Ah, sí, es estupendo! —dijo Annika—. Robinson llegó a una isla desierta.
—¿Has naufragado alguna vez —preguntó Tommy buscando una postura más cómoda— y llegado a una isla desierta?
—¡Pues claro! —exclamó Pippi con arrogancia—. Tendrías que buscar como un negro para hallar un náufrago más náufrago que yo. Robinson no me gana. No creo que queden más de ocho o diez islas en el Atlántico y en el Pacífico a las que yo no haya llegado después de mis naufragios. Todas figuran en una lista negra especial en las guías turísticas.
—¿Verdad que es maravilloso hallarse en una isla desierta? —preguntó Tommy—. ¡Cuánto me hubiera gustado naufragar, aunque solo hubiese sido una vez!
—Eso tiene fácil arreglo —repuso Pippi—. Hay muchas islas en el mundo.
—Yo sé de una que no está demasiado lejos de aquí —dijo Tommy.
—¿Está en un lago? —preguntó Pippi.
—Sí.
—¡Magnífico! Si hubiese estado en la tierra, no habría servido para nada.
Tommy estaba entusiasmado.
—¡Naufraguemos! —exclamó—. ¡Vamos a hacer un naufragio ahora mismo!
Las vacaciones de Tommy y Annika comenzarían dos días después, y ese mismo día, sus padres se irían fuera. ¡Esta era una ocasión excelente para jugar a ser Robinsones!
—Para naufragar, lo primero que hace falta es un barco —advirtió Pippi.
—Y no lo tenemos —se lamentó Annika.
—Yo he visto una barca de remos en el fondo del río —dijo Pippi.
—Pero esa ya ha naufragado —manifestó Annika.
—¡Mejor que mejor! —exclamó Pippi—. Así ya sabe lo que tiene que hacer.
Para Pippi fue cosa fácil sacar a flote la barca hundida.
Pasó un día entero en el río, reparando la pequeña embarcación con tablas y alquitrán, y una mañana lluviosa en la leñera, ocupada en confeccionar un par de remos.
Comenzaron las vacaciones de Tommy y Annika, y sus padres se marcharon de la ciudad.
—Volveremos dentro de un par de días —dijo la madre a los niños—. Sed buenos y obedientes, y ya sabéis que tenéis que hacer lo que ella os diga.
«Ella» era la criada que cuidaría a Annika y a Tommy mientras sus padres estuviesen fuera. Pero cuando los niños se quedaron solos con la sirvienta, Tommy le dijo:
—No tienes que preocuparte por nosotros, porque vamos a pasar los dos días con Pippi.
—Ya nos cuidaremos nosotros mismos —dijo Annika—. Pippi no tiene nunca a nadie que la cuide. ¿Por qué no podemos nosotros quedarnos solos un par de días nada más?
La sirvienta no halló inconveniente alguno en tener un par de días libres y, después de sermonear largamente a Tommy y a Annika, les dijo que se marcharía a su casa para ver a su madre. Pero Annika y Tommy tenían que prometerle que comerían y dormirían a las horas y que no saldrían por la noche sin ponerse los jerseys gruesos. Tommy le dijo que estaba dispuesto a ponerse una docena de jerseys si ella los dejaba solos.
Al fin la sirvienta se marchó y, un par de horas después, Pippi, Tommy, Annika, el caballo y el Señor Nelson salieron hacia la isla desierta.
Era una tarde apacible de principios de verano. Soplaba un aire cálido, y el cielo estaba cubierto de nubes. Tuvieron que andar un buen trecho para llegar al lago donde se hallaba la isla desierta. Pippi llevaba la barca en la cabeza. Había cargado a su caballo con un gran saco y una tienda de campaña.
—¿Qué hay en el saco? —preguntó Tommy.
—Comida, armas de fuego, una manta y una botella vacía —repuso Pippi—, porque creo que debemos tener un naufragio cómodo y agradable, por tratarse del primero. Siempre que he naufragado, he matado un antílope o una llama para comerme la carne, pero podría ser que en esta isla no hubiese ni antílopes ni llamas, y sería una pena que nos tuviéramos que morir de hambre por una cosa tan insignificante.
—¿Para qué quieres la botella vacía? —preguntó Annika.
—¿Que para qué quiero la botella vacía? ¿Cómo puedes hacer una pregunta tan tonta? Un barco es, desde luego, lo más importante para un naufragio, pero al barco le sigue en importancia una botella vacía. Mi padre me lo decía ya cuando yo aún estaba en la cuna: «Pippi, no importa que te olvides de lavarte los pies antes de presentarte en la corte, pero si te olvidas de la botella vacía antes de un naufragio, ya puedes darte por perdida».
—Pero ¿qué vas a hacer con ella? —preguntó Annika.
—¿No habéis oído hablar nunca de las cartas embotelladas? —repuso Pippi—. Se escribe una carta pidiendo socorro, se mete en la botella, se tapa esta y se tira al agua. Y entonces va flotando hasta que la ve alguien y viene a salvarnos. Si no, ¿cómo diablos creéis que nos salvarían? No se puede confiar todo a la suerte. ¡Ni mucho menos!
—¡Ahora entiendo! —exclamó Annika.
Pronto llegaron a la orilla del pequeño lago en cuyo centro se hallaba la isla desierta. El sol empezaba a asomar entre las nubes y proyectaba su cálido fulgor sobre la vegetación del naciente verano.
—En verdad —dijo Pippi—, es una de las islas desiertas más encantadoras que he visto en mi vida.
No tardó en botar la barca, a la que trasladó la carga del caballo. Annika, Tommy y el Señor Nelson saltaron a la ligera embarcación.
Pippi dio unas palmadas cariñosas al caballo.
—Caballito, por mucho que me empeñara, no podría llevarte en la barca. Pero puedes nadar. Es muy sencillo. ¡Mira!
Pippi se arrojó al lago completamente vestida y dio unas cuantas brazadas.
—Es divertidísimo, ¿sabes? Y si quieres divertirte todavía más, puedes jugar a las ballenas. Mira cómo se hace.
Pippi se llenó la boca de agua, se tendió boca arriba y echó el agua como una fuente. El caballo daba muestras de no considerar la cosa muy divertida, pero cuando vio a Pippi subir a la barca, coger los remos y partir, se arrojó al agua y la siguió a nado… pero sin jugar a las ballenas.
Ya en las proximidades de la isla, Pippi exclamó:
—¡Todos a las bombas!
Y un momento después:
—¡Es inútil! Tendremos que abandonar el buque. ¡Sálvese quien pueda!
Se puso en pie en el asiento posterior de la barca y se arrojó al agua de cabeza. Pronto volvió a aparecer, cogió una cuerda que había atado a la barquilla y nadó hacia la playa.
—Como tengo que salvar las provisiones, la tripulación puede quedarse a bordo si quiere —dijo.
Ató la cuerda a una roca y ayudó a Tommy y a Annika a desembarcar. El Señor Nelson se salvó sin ayuda de nadie.
—¡Ha sido un verdadero milagro! —exclamó Pippi—. Estamos salvados… Al menos por ahora, porque en esta isla puede haber caníbales y leones.
También llegó el caballo. Salió del agua y se sacudió las crines.
—¡Vaya! Aquí llega el primer piloto —dijo Pippi—. Le formaremos juicio sumarísimo.
De pronto sacó una pistola que había encontrado un día en un cofre del desván. Con la pistola en la mano y presta a disparar, se echó al suelo y empezó a arrastrarse, yendo y escrutando en todas direcciones.
—¿Qué sucede? —preguntó Annika, inquieta.
—Me pareció oír el gruñido de un caníbal —contestó Pippi—. Todas las precauciones son pocas. ¿De qué nos serviría salvarnos del naufragio si luego nos ponen en la mesa de un caníbal, cocidos con verduras?
No había ni un solo caníbal a la vista.
—Han retrocedido y se han puesto a cubierto —dijo Pippi—. O quizás estén consultando sus libros de cocina para estudiar el modo de guisarnos. Os advierto que si nos sirven guisados con zanahorias, se acordarán de mí, porque odio las zanahorias.
—¡No digas esas cosas! —exclamó Annika estremeciéndose.
—Ya veo que a ti tampoco te gustan las zanahorias… En fin, vamos a montar la tienda.
Pippi la levantó en un lugar abrigado, y Tommy y Annika empezaron a entrar y salir a gatas. Estaban entusiasmados. Cerca de la tienda, Pippi colocó varias piedras formando un círculo, y dentro de él, ramas y piñas.
—¡Qué estupendo! Vamos a encender fuego, ¿verdad? —le preguntó Annika.
Pippi contestó afirmativamente, y acto seguido empezó a frotar dos trozos de madera.
Tommy la observaba con gran interés.
—¡Oh, Pippi! —exclamó—. ¿Vas a encender fuego como los salvajes?
—No; es que tengo los dedos fríos, y este es el mejor modo de calentarlos. A ver, ¿dónde he puesto los fósforos?
Pronto surgió un fuego resplandeciente, que a Tommy le pareció delicioso.
—Además, este fuego mantendrá apartados a los animales salvajes —dijo Pippi.
Annika contuvo el aliento.
—¿Qué animales salvajes? —preguntó con voz trémula.
—Los mosquitos —respondió Pippi, mientras se rascaba, pensativa, la picadura que uno de ellos le había dado en una pierna.
Annika lanzó un suspiro de alivio.
—¡Y los leones también, claro! —continuó Pippi—. No creo que sirva para ahuyentar a las boas ni a los búfalos americanos.
Dio una palmada a la pistola.
—Pero no te preocupes, Annika. Con esto estoy segura de que nos defenderemos incluso del ataque de un ratón.
Poco después, Pippi sacó del bolso bocadillos y café, y los tres se sentaron alrededor del fuego y comieron y se divirtieron de lo lindo. El Señor Nelson, sentado en el hombro de Pippi, participaba en el festín, y el caballo alargaba el cuello de vez en cuando para ver si le daban un trozo de pan o un terrón de azúcar. Además, tenía alrededor de él hierba verde y sabrosa en abundancia.
El cielo estaba nublado y empezaba a oscurecer. Annika se acercó a Pippi cuanto pudo. Las llamas producían extrañas sombras. Parecía que la oscuridad estaba viva fuera del diminuto círculo que el fuego alumbraba. Annika se estremeció. ¿Y si hubiese un caníbal detrás de los matorrales o un león escondido entre las rocas?
Pippi dejó la taza de café.
—«¡Ocho hombres hay en el cofre de la muerte! ¡Ay, ay, ay, la botella de ron!» —cantó con voz ruda y profunda.
Annika se estremeció más intensamente que antes.
—Tengo esa canción en otro libro, un libro de piratas —dijo Tommy, entusiasmado.
—¡Ah!, ¿sí? —exclamó Pippi—. Entonces es Fridolf el que escribió ese libro, pues él fue quien me enseñó la canción. ¡Cuántas veces me senté en la cubierta de popa del barco de mi padre, con la Cruz del Sur sobre mi misma cabeza y Fridolf, sentándose a mi lado, se puso a cantar: «Quince hombres hay en el cofre de la muerte. ¡Ay, ay, ay, la botella de ron!»!
Al entonar la canción por segunda vez, la voz de Pippi fue aún más ronca.
—¡Oh, Pippi! ¡Cómo me gusta oírte cantar así! —dijo Tommy—. ¡Es tan terrible y tan maravilloso a la vez!
—A mí me parece, sobre todo, terrible —dijo Annika—, pero también me gusta un poco.
—Me dedicaré a navegar cuando sea mayor —dijo Tommy resueltamente—. Seré pirata como tú, Pippi.
—¡Magnífico! —exclamó Pippi—. ¡«El Terror del Caribe»!: eso seremos tú y yo, Tommy. Nos apoderaremos de cuanto oro y piedras preciosas nos sea posible y tendremos un escondite para los tesoros a la entrada de una gruta, en una isla desierta del Pacífico. Tres esqueletos guardarán la boca de la gruta. Tendremos una bandera con una calavera y dos huesos en cruz y cantaremos «Quince hombres hay en el cofre de la muerte» de modo que nuestra voz llegue de un extremo a otro del Atlántico. Así todos los navegantes palidecerán al oírnos y desearán arrojarse al mar para huir de nuestra mano de hierro.
—¿Y qué voy a hacer yo? —preguntó Annika en son de queja—. Yo no me atrevo a ser pirata. ¿Qué haré yo?
—Tú puedes venir con nosotros —dijo Pippi— para desempolvar el piano.
Después de arder un rato, el fuego se apagó.
—Ya es hora de irse a dormir —dijo Pippi. Había esparcido ramas de abeto en el suelo de la tienda y extendido sobre ellas gruesas mantas.
—¿Quieres dormir en la tienda con nosotros —preguntó Pippi al caballo—, o prefieres quedarte de pie debajo de un árbol con una manta encima?… ¿Qué? ¿Que te pones enfermo cada vez que duermes en una tienda de campaña?… Bien, bien; haz lo que quieras. —Y Pippi le dio una palmada cariñosa.
Poco después, los tres niños y el Señor Nelson estaban envueltos en las mantas en el interior de la tienda. Fuera, las olas lamían la playa.
—¡Oíd las rompientes del océano! —exclamó Pippi, soñadora.
Todo estaba oscuro como boca de lobo, y Annika asió la mano de Pippi, pues así sentía menos miedo. De pronto empezó a llover. Las gotas caían sobre la lona, pero dentro de la tienda la atmósfera era seca y cálida, y resultaba muy agradable estar allí oyendo el repiqueteo de la lluvia. Pippi salió para echar otra manta sobre el lomo del caballo. El animal estaba bajo un frondoso abeto, de modo que apenas se había mojado.
—¡Esto es maravilloso! —suspiró Tommy cuando volvió Pippi.
—¡Desde luego! —convino la niña—. Y mira lo que he encontrado debajo de una piedra: ¡tres barras de chocolate!
Minutos después, Annika dormía con la boca llena de chocolate y la mano enlazada con la de Pippi.
—Se nos ha olvidado cepillarnos los dientes esta noche —dijo Tommy, y enseguida se quedó dormido.
Al despertar, Tommy y Annika vieron que Pippi había desaparecido. Sin pérdida de tiempo, salieron a gatas de la tienda. Brillaba un sol espléndido. Frente a la tienda ardía el fuego nuevamente, y Pippi, en cuclillas, freía jamón y calentaba café.
—¡Felices Pascuas! —exclamó al ver a Tommy y a Annika.
—¡Pero si hoy no es Pascua! —dijo Tommy.
—¿No? Pues guarda la felicitación para cuando sea —repuso Pippi.
El grato olorcillo del jamón y el café embriagó a los niños. Se acercaron al fuego, y Pippi les dio jamón frito y huevos con patatas. Después tomaron café con bollitos de melaza. Nunca les supo tan bien el desayuno.
—Me parece que las cosas nos van mejor que a Robinson Crusoe —dijo Tommy.
—Sí, y si pudiéramos conseguir un poco de pescado fresco para la cena, creo que Robinson Crusoe palidecería de envidia —dijo Pippi.
—A mí no me gusta el pescado —confesó Tommy.
—A mí tampoco —dijo Annika.
Pero Pippi cortó una rama larga y delgada, ató un cordel en la punta, hizo un anzuelo con un alfiler, colocó en este un trocito de pan y fue a sentarse en una ancha piedra que había junto a la orilla.
—¡A ver qué pasa! —dijo.
—¿Qué quieres pescar? —le preguntó Tommy.
—Pulpos —respondió Pippi— Es un bocado que no tiene igual.
Una hora estuvo allí sentada, sin que ningún pulpo picase. Acudió un pez y olfateó el trozo de pan, pero Pippi sacó el anzuelo rápidamente.
—¡No, hijito, no! Al decir pulpos, me he referido a los pulpos, y no consentiré que robes el cebo.
Poco después, Pippi arrojó la caña al lago.
—Estáis de suerte —dijo—. Tendremos que comer pastelillos. Los pulpos están hoy muy tercos.
Tommy y Annika se alegraron.
El río resplandecía al sol, atrayéndolos con fuerza irresistible.
—¿Queréis que nademos un poco? —preguntó Tommy.
Pippi y Annika aceptaron. El agua estaba bastante fría. Tommy y Annika introdujeron en ella los dedos de los pies, y enseguida los volvieron a sacar.
—Conozco un sistema mejor —dijo Pippi.
Junto a la orilla había una roca con un árbol encima. Las ramas del árbol se extendían río adentro. Pippi subió al árbol y ató una cuerda a una rama.
—¡Ahora veréis!
Asió la cuerda, saltó y quedó balanceándose en el aire. Luego se dejó caer al agua.
—De este modo os zambulliréis de una vez —exclamó cuando su cabeza asomó por la superficie.
Annika y Tommy dudaron al principio, pero aquello parecía tan divertido que finalmente decidieron probarlo, y cuando lo hubieron probado ya no pararon de hacerlo, pues era mucho más divertido de lo que parecía. El Señor Nelson también quiso probarlo, y bajó por la cuerda. Pero antes de llegar al agua se arrepintió y volvió a subir velozmente. Repitió el intento, y el resultado era siempre el mismo, aunque los niños le llamaban y le decían que era un cobarde. Luego Pippi descubrió que podían sentarse en una tabla y deslizarse así hasta el agua, por la pendiente de la orilla. Esto resultó también divertidísimo. Al llegar la tabla al río, se producía un chasquido tremendo.
—El Robinson Crusoe ese también se dejaba caer de una tabla.
—Pues el libro no lo dice —repuso Tommy.
—¡Ah!, ¿no? Me parece que ese libro dice muy poco sobre los verdaderos naufragios. ¿Qué hacía el tal Robinson durante todo el día? ¿Punto de cruz? ¡Allá voy!
Pippi se deslizó por la orilla en la tabla, con sus rojas trenzas al viento.
Después de nadar un poco, los niños decidieron explorar a fondo la isla desierta. Los tres subieron al caballo y partieron a un trotecillo moderado. Subían a las colinas y bajaban a los valles a través de la maleza y de bosquecillos de abetos; cruzaban pantanos y pasaban por bellos prados de tupida hierba cuajada de flores silvestres. Pippi había cargado la pistola y, de vez en cuando, disparaba un tiro, lo que sobresaltaba al caballo, que brincaba y se estremecía.
—¡Mirad! ¡He matado un león! —exclamaba, satisfecha.
O bien:
—Ese caníbal ha sembrado su última patata.
—Creo que esta isla debería ser nuestra para siempre —dijo Tommy cuando regresaron al campamento y Pippi empezó a hacer sus famosas tortas.
Pippi y Annika se mostraron de acuerdo con Tommy.
Las tortitas estaban deliciosas si se comían calientes. No tenían platos, cuchillos ni tenedores. Annika preguntó:
—¿Podemos comérnoslas con los dedos?
—Por mí no hay inconveniente —repuso Pippi—, pero yo pienso atenerme al viejo sistema de comer con la boca.
—¡Qué tonta eres! Ya sabes lo que quiero decir.
Y Annika, riéndose, cogió una torta y se la llevó a la boca.
Llegó de nuevo la noche. El fuego se apagó. Se durmieron acurrucados uno junto a otro bajo las mantas y con las caras embadurnadas de torta. Por una grieta de la tienda se veía brillar una gran estrella en el cielo. Las «rompientes del océano», como decía Pippi, los arrullaban.
—Hoy tenemos que volver a casa —dijo Tommy tristemente cuando despertaron.
—¡Qué pena! —exclamó Annika—. Me gustaría que nos quedáramos aquí todo el verano, pero nuestros papás regresan hoy.
Después del desayuno, Tommy fue a explorar la orilla del río. De repente lanzó un grito. ¡No estaba la barca! ¡Había desaparecido!
Annika se quedó de piedra. ¿Cómo podrían regresar? Como había dicho, le habría gustado pasar allí el verano, pero la cosa cambiaba al saber que no podían volver a casa. ¿Qué diría su pobre mamá al ver que ella y su hermano habían desaparecido? Al pensar esto, los ojos de Annika se llenaron de lágrimas.
—¿Qué te pasa, Annika? —preguntó Pippi—. ¿Qué creías que era un naufragio? Tú no tienes ni la menor idea de lo que Robinson Crusoe habría hecho si hubiese llegado un barco a recogerlo cuando solo llevaba en la isla desierta un par de días. «Buenos días, señor Crusoe. Tenga usted la bondad de subir a bordo para que lo salvemos y pueda usted bañarse, afeitarse y cortarse las uñas de los pies.» Estoy segura de que el señor Crusoe habría contestado: «No, gracias», y habría corrido a esconderse entre los matorrales. Porque si uno va a parar al fin a una isla desierta, quiere estar en ella siete años por lo menos.
—¿Siete años? —exclamó Annika estremeciéndose.
Tommy estaba pensativo.
—Pero yo no creo que pasemos la vida aquí —dijo Pippi para alentarlos—. Cuando Tommy haya de entrar en quintas, tendremos que decir a la gente dónde estamos, para ver si le conceden uno o dos años de prórroga.
Annika estaba cada vez más desesperada. Pippi, al notarlo, le dijo:
—No te pongas así. Enviaremos la botella con un mensaje.
Buscó en el saco la botella vacía y la sacó. También encontró papel y lápiz. Los puso en una piedra que Tommy tenía delante y le dijo:
—Tú sabes escribir más que yo.
—Pero ¿qué quieres que escriba? —preguntó Tommy.
—Déjame pensar.
Pippi quedó pensativa. Al fin dijo:
—Puedes escribir esto: «Socorrednos antes de que perezcamos. Llevamos dos días en esta isla desierta sin rapé».
—Yo no puedo decir eso, Pippi —exclamó Tommy en son de reproche—, porque no es verdad.
—¿Cómo que no es verdad?
—Me refiero a lo del rapé.
—¡Ah!, ¿sí? —exclamó Pippi—. ¿Acaso tienes rapé?
—No —repuso Tommy.
—¿Tiene rapé Annika?
—Tampoco, pero…
—¿Tengo yo rapé? —siguió preguntando Pippi.
—A mí me parece que no —dijo Tommy—; pero ten en cuenta que nosotros no tomamos rapé.
—Pues por eso precisamente quiero que escribas que llevamos dos días sin rapé.
—Es que si escribo eso van a creer que tomamos rapé.
—Oyeme, Tommy —dijo Pippi—. Contéstame a esto: ¿quiénes están más tiempo sin rapé: los que lo toman o los que no lo toman?
—Los que no lo toman, claro —respondió Tommy.
—Entonces, ¿a qué tanto remilgo? Escribe lo que te digo.
Y Tommy escribió: «Socorrednos antes de que perezcamos. Llevamos dos días en esta isla desierta sin rapé».
Pippi cogió el papel, lo introdujo en la botella, la tapó y la arrojó al agua.
—Pronto nos salvarán —dijo.
La botella quedó flotando, pero enseguida se enredó en unas plantas de la orilla del lago.
—Tendremos que lanzarla más lejos —dijo Tommy.
—Es la tontería más grande que podríamos hacer —replicó Pippi—, porque si la encuentran lejos de aquí, nuestros salvadores no sabrán dónde buscarnos. En cambio, si la dejamos donde está, podremos llamarlos cuando la encuentren, y nos salvarán enseguida.
Pippi fue a sentarse en la orilla.
—No hay que perder de vista la botella —dijo.
Annika y Tommy se sentaron a su lado. Diez minutos después, Pippi dijo impaciente:
—La gente, por lo visto, cree que no tenemos nada más que hacer que estar aquí sentados esperando a que nos salven. Pero ¿dónde demonios se habrán metido?
—¿Quiénes? —preguntó Annika.
—Los que han de venir a salvarnos —repuso Pippi—. No tienen en cuenta que hay en juego tres vidas humanas.
Annika empezaba a creer que verdaderamente iban a perecer en la isla. Pero de pronto, Pippi se llevó las manos a la cabeza y exclamó:
—¡Cielos, qué memoria la mía! ¿Cómo es posible que me haya olvidado?
—¿De qué? —preguntó Tommy.
—¡De la barca! —exclamó Pippi—. La saqué del río anoche, cuando ya estabais acostados.
—¿Por qué lo hiciste? —le preguntó Annika en son de reproche.
—Porque temía que se mojara.
En un instante trajo la barca, que estaba escondida tras unos abetos, la dejó en el agua y exclamó ásperamente:
—¡Ahora ya pueden venir los salvadores! Como nos vamos a salvar nosotros mismos, se quedarán con tres palmos de narices, que es lo que se merecen. Así escarmentarán y se darán más prisa otra vez.
—Espero que lleguemos a casa antes que mis papás —dijo Annika después de embarcar y cuando ya Pippi había empezado a remar enérgicamente—. Mamá se asustará si llega y no nos ve.
—No creo que se asuste —dijo Pippi.
Los señores Settergreen llegaron a su casa media hora antes que los niños. No vieron a Tommy ni a Annika, pero en el buzón encontraron un trozo de papel escrito con letra de imprenta, que decía:
POR LO QUE MAS QJERAN NO CREAN
QUE SUS NIÑOS SE AN MUERTO
O-Sí O SE AN PERDIDO. NADA DE HESO.
AN NAUFRAJADO UN POCO Y BOLBERAN
PRONTO HA CASA. SELO ASEJURO.
MUCHOS SALUDOS. PIPPI