PIPPI Y LOS TIBURONES

A la mañana siguiente, Pippi y sus amigos se levantaron muy temprano. Pero los niños de la isla de Kurrekurredutt se habían levantado más temprano aún y estaban sentados bajo el cocotero esperándolos para jugar. Entre ellos hablaban el idioma del país y se reían, y sus dientes relucían en sus oscuras caritas.

Bajaron a la playa capitaneados por Pippi. Tommy y Annika se quedaron boquiabiertos al ver la blanca arena y el mar azul, quieto como un espejo, que invitaba a darse un buen baño. Todos los niños se quitaron la poca ropa que llevaban y se quedaron en bañador y, chillando y riéndose, se sumergieron en el agua.

Después se revolcaron por la arena, y Pippi hizo un hoyo y se metió en él. Resultaba muy divertido ver solamente su cara pecosa y sus trenzas, tiesas como palos. Todos los niños se sentaron alrededor de ella y empezaron a hacerle preguntas.

—Pippi, dinos cómo son los niños de tu país.

—Son muy estudiosos. Adoran las matenméticas.

—Se dice «matemáticas» —advirtió Annika—. Además, no es verdad que las adoren.

—Los niños de mi país adoran las matenméticas —insistió Pippi obstinadamente—. Se enfurecen si no pueden estudiar matenméticas. Si ves a un niño que llora, puedes estar seguro de que no es día de escuela, o de que al maestro se le ha olvidado darles la lección. Y no hablemos de las vacaciones. Cuando se cierra la puerta de la escuela para las vacaciones de verano, todos los niños lloran desconsoladamente, y se marchan a sus casas entonando tristes canciones. Es un espectáculo digno de verse —dijo Pippi suspirando profundamente.

Momo pidió que le explicara qué eran las matemáticas. Tommy iba a hacerlo, pero Pippi se le adelantó:

—Es esto: siete veces siete es igual a ciento dos. Divertido, ¿eh?

—No es igual a ciento dos, Pippi —dijo Annika.

—Siete veces siete son cuarenta y nueve —añadió Tommy.

—Bueno, pero acordaos de que estáis en la isla de Kurrekurredutt, que tiene muy buen clima y todo crece muy aprisa. Así que siete veces siete bien pudieran llegar a ser más de cuarenta y nueve.

La lección de matemáticas fue interrumpida por el capitán Calzaslargas, que venía a anunciar que iba a marcharse por un par de días, con la tripulación de la Hoptoad y todos sus súbditos, a cazar jabalíes. Iban a ir todos los hombres y las mujeres de la isla, y esto quería decir que los niños tendrían que quedarse solos.

—Espero que no os quedaréis tristes —dijo el capitán.

—El día que yo sepa de un niño que está triste, prometo aprenderme la tabla de multiplicar al revés —aseguró Pippi muy seria.

El capitán y sus compañeros subieron a unas canoas y partieron hacia otras islas.

Pippi puso las manos junto a la boca haciendo bocina y gritó:

—¡Buen viaje! ¡Si no estáis aquí para cuando cumpla cincuenta años, os haré llamar por la radio!

Los chiquillos se miraron satisfechos. Tendrían una maravillosa isla para ellos solos durante varios días.

—¿Qué haremos ahora? —preguntaron Tommy y Annika.

—Tomaremos el desayuno de los árboles —dijo Pippi encaramándose de un salto a un cocotero.

Los demás niños cogieron el fruto del árbol del pan y bananas, mientras Pippi iba echando cocos al suelo.

Se sentaron formando corro y comieron la fruta y bebieron leche de coco.

En la isla de Kurrekurredutt no había caballos, y el de Pippi tenía mucho éxito entre los nativos, que no habían visto nunca ninguno.

Moana dijo que le gustaría ir a un país en donde hubiera tan extraños animales.

El Señor Nelson se había marchado de excursión por la selva a visitar a sus parientes.

—¿Qué haremos ahora? —preguntaron cuando se cansaron de jugar con el caballo de Pippi.

—¿Querer ver los niños blancos unas cuevas? —repuso Momo.

—Los niños blancos querer verlas —dijo Pippi.

En la isla había enormes rocas de coral que emergían del mar y que las olas habían horadado, formando maravillosas grutas. En la más grande de todas, los niños guardaban un buen surtido de cocos y otras frutas. Para ir hasta allí tenían que subir por el lado que daba al mar y quedarse colgando sobre el agua. Era una aventura arriesgada, puesto que en aquellos parajes había muchos tiburones, a quienes les gustaba mucho comerse a los niños. A despecho de este peligro, encontraban divertido y emocionante sumergirse en busca de ostras. Quedaba siempre un niño vigilando, y tan pronto como veía aproximarse una aleta de tiburón gritaba con todas sus fuerzas: «¡Tiburones!»

En aquella cueva guardaban también las hermosas perlas que sacaban de las ostras y que empleaban para jugar a las canicas. No tenían ni la menor idea de la gran cantidad de dinero que valían las perlas en Europa o América. De vez en cuando, el capitán Calzaslargas tomaba algunas para cambiarlas por rapé.

Annika se asustó mucho cuando oyó a su hermano decir que quería subir a la gruta. Al principio no era muy difícil subir, porque había un ancho borde por el que se podía andar bien, pero a medida que se iba avanzando se hacía más estrecho, y al final se tenía que subir gateando.

—Yo no subiré jamás —dijo Annika temblando de miedo.

—No seas cobarde —dijo Tommy mientras trepaba por las rocas—. Mírame.

Pero en aquel momento se oyó un grito y Tommy cayó al agua.

Annika se quedó blanca como el papel, y los niños nativos gritaron aterrados, señalando el mar:

—¡Un tiburón! ¡Un tiburón!

Efectivamente, se veía la aleta de un tiburón dirigiéndose rápidamente hacia el pobre Tommy.

Sin pensarlo un segundo, Pippi se zambulló de un salto y llegó junto a Tommy al mismo tiempo que el terrible animal.

Tommy gritaba horrorizado porque sentía los dientes del tiburón rozándole la pierna. En aquel instante, Pippi agarró a la bestia por la cola y la sacó del agua.

—¿No te da vergüenza? —le preguntó irritada.

El tiburón miró sorprendido alrededor. No podía respirar fuera del agua y lo estaba pasando francamente mal en manos de aquella niña.

—Prométeme que no volverás a hacerlo y te dejaré marchar. —Y al decir esto lo arrojó con todas sus fuerzas lejos de sí.

El tiburón no perdió mucho tiempo en decidir marcharse de allí a toda prisa.

Mientras tanto, Tommy había alcanzado nadando la playa y estaba echado sobre la arena. Tenía una pequeña herida en la pierna, causada por los dientes del tiburón. Pippi lo levantó del suelo y le dio un abrazo tan fuerte que casi le hizo perder la respiración. Después se sentó en las rocas, puso la cabeza entre los brazos y se echó a llorar.

Los niños la contemplaban asustados. ¡Pippi llorando!

—¿Lloras porque el tiburón casi se come a Tommy? —le preguntó Momo.

—No —respondió Pippi sorbiéndose las lágrimas—. Lloro porque el tiburón se ha quedado sin desayuno.