PIPPI ES UNA ENCUENTRACOSAS, Y SE PELEA CON CINCO CHICOS
Annika se despertó aquella mañana más temprano que de costumbre. Saltó de la cama y corrió hacia la de Tommy.
—¡Despierta, Tommy! ¡Despierta! —le gritó tirándole de un brazo—. Vamos a ver a esa niña de zapatos grandes que tiene tanta gracia.
Tommy se despertó inmediatamente.
—Cuando me dormí, sabía que hoy iba a pasar algo divertido, pero no sabía qué.
Los dos pasaron al cuarto de baño, se lavaron y se cepillaron los dientes más deprisa que de costumbre. Se vistieron alegre y rápidamente y, una hora antes de lo que su madre esperaba, bajaron al comedor deslizándose por la baranda de la escalera y aterrizando exactamente ante la mesa del desayuno, donde se sentaron, pidiendo a gritos que les sirvieran el chocolate.
—¿Qué tramáis? —preguntó su madre—. ¿Por qué tenéis tanta prisa?
—Es que vamos a ver a esa niña que acaba de llegar a la casa de al lado —contestó Tommy.
—Quizá pasemos todo el día con ella —dijo Annika.
Aquella mañana, Pippi estaba muy ocupada en la elaboración de pastas de jengibre. Había hecho un enorme montón de masa y la había extendido en el suelo de la cocina.

—¿Tienes idea de lo grande que debe ser una bandeja de horno para poder cocer al menos quinientas pastas? —decía la niña a su mono.
Estaba echada de bruces en el suelo y cortaba las pastas de formas muy divertidas, poniendo tanto interés en la tarea como si de ella dependiera su vida.
—¡Haz el favor de no pisar la masa, Señor Nelson! —gruñó.

Y justo en ese momento sonó el timbre.
Pippi corrió a la puerta y abrió. Estaba blanca de arriba abajo como un molinero, y al estrechar las manos a Tommy y a Annika, se vieron envueltos por una nube de harina.
—¡Cuánto os agradezco que hayáis venido a verme! —dijo Pippi sacudiendo su delantal, con lo que levantó una segunda nube de harina.
Tommy y Annika respiraron tanta harina que empezaron a toser.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Tommy.
—Pues verás —repuso Pippi—. Si digo que estoy limpiando la chimenea no me vas a creer, de tan listo que eres. Estoy haciendo pastas. Pero pronto terminaré. Mientras, podéis sentaros en esa caja de madera.
Pippi trabajaba con gran rapidez. Tommy y Annika, sentados en la caja de madera, observaban cómo recortaba la masa, echaba las pastas en las bandejas y luego arrojaba las bandejas al interior del homo. Era como estar en el cine.
—¡Se acabó! —exclamó Pippi cerrando enérgicamente la puerta del horno tras meter la última bandeja.
—¿Qué podríamos hacer ahora? —preguntó Tommy.
—No sé lo que haréis vosotros —dijo Pippi—, pero, en cuanto a mí, no voy a estar holgazaneando. Soy una encuentracosas y, naturalmente, no tengo ni un minuto libre.
—¿Qué has dicho que eres? —preguntó Annika.
—Una encuentracosas.
—Y ¿qué es eso? —preguntó Tommy.
—Pues una persona que encuentra cosas. ¿Qué, si no? —repuso Pippi mientras barría y amontonaba la harina esparcida por el suelo—. El mundo está lleno de cosas, y es realmente necesario que alguien las encuentre. Y eso es lo que hacen los encuentracosas.
—¿Qué clase de cosas? —preguntó Annika.
—Oh, de todo tipo —repuso Pippi—: pepitas de oro, plumas de avestruz, ratones muertos, bombones, tuercas y cosas así.
A Tommy y a Annika les pareció divertido y decidieron ser encuentracosas desde aquel mismo momento, pero Tommy dijo que esperaba encontrar una pepita de oro y no solo una simple tuerca.
—Ya veremos —dijo Pippi—. Siempre se encuentra algo. Pero tendremos que darnos prisa, no sea que se nos adelanten otros encuentracosas y se lleven las pepitas de oro que hay por aquí.
Los tres encuentracosas se pusieron en camino. Les pareció que lo mejor sería empezar a buscar cerca de las casas del vecindario, porque, según dijo Pippi, aunque también en lo más profundo de los bosques se encontraban tuercas, las mejores estaban cerca de los lugares habitados.
—Pero de todos modos —añadió—, también me ha pasado lo contrario. Recuerdo una vez que iba yo buscando cosas por las selvas de Borneo, cuando, en medio de la selva, allí donde jamás había dejado su huella el pie del hombre, ¿qué creéis que encontré? ¡Una hermosa pierna de madera! Luego se la regalé a un anciano que solo tenía una pierna, y me dijo que ni con dinero habría podido conseguir una pierna de madera tan magnífica.
Tommy y Annika observaban a Pippi para ver cómo operaban los encuentracosas.
Pippi corría de un lado de la calle a otro, con una mano en la frente a modo de visera, y buscaba, buscaba…
De tanto en tanto se arrodillaba, metía la mano entre las tablas de una verja y exclamaba decepcionada:
—¡Qué raro! Estoy segura de haber visto una pepita de oro.
—¿Se puede coger siempre lo que se encuentra? —preguntó Annika.
—Sí, todo lo que está en el suelo —contestó Pippi.
Un poco más lejos vieron un anciano que dormía sobre el césped, ante su casa.
—Eso está en el suelo y nos lo hemos encontrado nosotros. ¡Vamos a cogerlo! —dijo Pippi.
Tommy y Annika se asustaron terriblemente.
—¡No, Pippi, no! No debemos coger a una persona —dijo Tommy—. Además, ¿qué haríamos con él?
—¿Qué haríamos con él? Pues podríamos utilizarlo para muchas cosas. Podríamos meterlo en una jaula para conejos en lugar de un conejo y alimentarlo con hojas de diente de león. Pero si no os parece bien, lo dejaremos. Aunque me daría pena que se lo llevase otro encuentracosas.
Siguieron adelante. De pronto Pippi lanzó un grito.
—¡Mirad! —exclamó cogiendo del suelo una vieja lata oxidada—. ¡Nunca había visto nada semejante! ¡Qué hallazgo! Las latas de hojalata siempre sirven para algo.
Tommy miró la lata con cierta desconfianza y preguntó:
—¿Para qué puede servirnos?
—Para montones de cosas. Por ejemplo, para guardar pasteles. Entonces será una estupenda «lata de pasteles» y si no guardamos pasteles, será una «lata sin pasteles», que ya no nos parecerá tan bonita, pero que tampoco estará mal.
Examinó la lata, que estaba muy oxidada y además tenía un agujero en el fondo.
—Me parece que esa será una «lata sin pasteles», —dijo, pensativa—. Pero también te la puedes poner en la cabeza y jugar a que es de noche.
Y eso fue lo que hizo. Se paseó por el barrio con la lata en la cabeza, de modo que parecía una diminuta torre con el tejado de hojalata, y no se detuvo hasta que tropezó con una alambrada y se cayó de bruces. Cuando la lata golpeó el suelo, armó un terrible estrépito.

—¿Veis? —dijo quitándosela de la cabeza—. Si no la hubiese llevado puesta, me habría golpeado en la cara y se me habría amoratado.
—Sí —replicó Annika—, pero si no hubieses llevado la lata en la cabeza, no habrías tropezado con la alambrada.
Aún no había terminado Annika de hablar, cuando otra exclamación salió de los labios de Pippi, que mostraba con gesto triunfal un carrete de hilo vacío.
—Me parece que hoy es mi día de la suerte —dijo—. Es un carrete estupendo para hacer pompas de jabón o para llevarlo en el cuello, colgando de un hilo. Me voy a casa a probarlo.
En ese momento se abrió la puerta de un jardín y salió un niño corriendo. Parecía asustado y no era de extrañar, pues otros cinco niños lo perseguían de cerca. Pronto le dieron alcance, lo acorralaron contra la alambrada y lo atacaron. Los cinco a la vez empezaron a golpearlo. La víctima lloraba e intentaba protegerse el rostro con los brazos.

—¡A él, compañeros! —gritó el mayor y más fuerte de los muchachos—. ¡Así no osará volver a pisar esta calle!
¡Mirad! —exclamó Annika—. Le están pegando a Willie. ¿Cómo pueden ser tan malos?
Es ese bruto de Bengt —dijo Tommy—. Siempre está metido en peleas. ¡Cinco contra uno! ¡Qué cobardes!
Pippi se acercó al grupo y dio un golpecito con el dedo en la espalda de Bengt.
—Oye, tú, ¿queréis hacerle puré, golpeándole los cinco a la vez?
Bengt se volvió y vio a una niña a la que no había visto nunca, una niña absolutamente desconocida que se atrevía a desafiarle. Al principio, de tan sorprendido que estaba, se limitó a mirarla; luego, una expresión de desprecio apareció en su rostro.
—¡Muchachos! —exclamó—. ¡Dejad en paz a Willie y fijaos en esta niña! ¡Seguro que jamás habéis visto nada igual!

Se dio una palmada en la rodilla y se echó a reír. E inmediatamente rodearon a Pippi, todos menos Willie, que, prudentemente y secándose las lágrimas, fue a colocarse al lado de Tommy.
—¿Habéis visto alguna vez unos pelos como estos? ¡Son como una hoguera en llamas! ¡Y qué zapatos! ¿Podrías prestarme uno? Me gustaría ir en barca y no tengo.
Entonces cogió una trenza de Pippi, y la soltó enseguida exclamando:
—¡Huy, cómo quema!
Los cinco chicos que rodeaban a Pippi empezaron a gritar, mientras saltaban a la pata coja:
—¡Cabeza de zanahoria, cabeza de zanahoria!
Pippi permanecía en pie en medio del corro, sonriendo amablemente. Bengt había creído que se enfadaría o que se echaría a llorar. O por lo menos, que se asustaría. Pero como no hizo nada de eso, le dio un empujón.
—No eres muy amable con las damas —le dijo Pippi.

Y lo levantó muy arriba con sus fuertes brazos, lo llevó hasta un abedul cercano y lo dejó colgado en una rama. Después cogió a otro chico del grupo y lo colgó en otra rama; al tercero lo sentó en un alto pilar que había ante la puerta de la casa, y al cuarto lo lanzó por encima de la verja, de modo que vino a caer sentado entre las flores del jardín. Al último lo introdujo en un carrito de juguete que había por allí. Entonces, Pippi, Tommy, Annika y Willie contemplaron a los cinco muchachos, que permanecían mudos de asombro.
Al fin dijo Pippi:
—¡Sois unos cobardes! ¡Cinco contra uno! ¡Cobardes, más que cobardes! Y, no contentos con eso, maltratáis a una pobre niña indefensa. ¡Qué vergüenza! Anda, vámonos a casa —dijo a Tommy y Annika. Y advirtió a Willie—: Si intentan pegarte otra vez, no tienes más que decírmelo.
Luego se encaró con Bengt, que se había sentado en la rama y no se atrevía ni siquiera a moverse.
—Si tienes algo más que decir de mi pelo o de mis zapatos, te agradeceré que lo digas ahora, antes de que me vaya.
Pero Bengt no tenía nada más que decir de los zapatos ni del pelo de Pippi, de modo que esta echó a andar con la caja oxidada en una mano y el carrete vacío en la otra, seguida de Tommy y Annika.

Al llegar al jardín de su casa, Pippi exclamó:
—¡Qué lástima, chicos! Yo he encontrado dos cosas magníficas y vosotros no habéis encontrado absolutamente nada. Tenéis que buscar un poco más. Tommy, ¿por qué no le echas un vistazo a ese viejo árbol? Los árboles viejos suelen ser los mejores sitios para los encuentracosas.
Tommy dijo que no creía que ni él ni Annika pudieran encontrar nunca nada. Sin embargo, para complacer a Pippi, introdujo la mano en una cavidad que había en el tronco.
—¡Oh! —exclamó en el colmo de la sorpresa, al tiempo que sacaba la mano, con la que sujetaba un precioso cuaderno de notas con las tapas de piel y un estuche con una pluma de plata—. ¡Es increíble!
¿Lo ves? —dijo Pippi—. No hay nada mejor que ser encuentracosas. Lo raro es que sean tan pocos los que se dedican a este trabajo. Abundan los carpinteros, los zapateros, los deshollinadores; pero apenas hay encuentracosas. Por lo visto, es un oficio que no gusta.
Y dijo a Annika:
—¿Por qué no vas a buscar en aquel tronco hueco? Siempre suele haber algo en esos troncos.
Annika introdujo la mano en el tronco, y al punto sacó un collar de coral rojo. Tanto ella como Tommy se quedaron boquiabiertos y decidieron que, a partir de entonces, serían encuentracosas todos los días.
Pippi había estado levantada hasta medianoche, jugando a la pelota, y ahora de pronto sintió sueño.
—Creo que me voy a echar un rato —dijo—. ¿Queréis entrar conmigo para arroparme?
Mientras se quitaba los zapatos, sentada en el borde de la cama, Pippi miró pensativa a sus amigos y dijo:
—Ese tonto de Bengt ha dicho que quería ir a dar una vuelta en barca. —Y, tras lanzar un despectivo bostezo, añadió—: Ya le enseñaré yo a remar, pero otro día.
—Dime, Pippi —dijo Tommy—, ¿por qué llevas esos zapatos tan grandes?
—Pues para poder mover bien los dedos de los pies —respondió, acostándose.
Siempre dormía con los pies sobre la almohada y la cabeza debajo de las sábanas.
—Así es como duermen en Guatemala —aseguró—. Es la mejor postura para dormir. Así puedo mover los dedos de los pies incluso cuando duermo.
De pronto preguntó:
—¿Vosotros podéis dormir sin que os canten una nana? Yo cuando me acuesto tengo que cantarme un poco, si no no puedo pegar ojo.
Tommy y Annika oyeron una especie de zumbido que salía de debajo de las sábanas. Era Pippi que se estaba cantando la nana. Echaron a andar hacia la puerta, de puntillas para no hacer ruido. Al llegar a la puerta, se volvieron y dirigieron una última mirada a la cama. Solo vieron los pies de Pippi sobre la almohada. Allí estaban, moviendo los dedos con energía.
Tommy y Annika corrieron hacia su casa. Annika apretaba el collar de coral con mucha fuerza.
—Sí que es raro —dijo—. Oye, Tommy, ¿no crees que Pippi debe de haber puesto estas cosas donde estaban, para que las encontrásemos?
—¡Quién sabe! Tratándose de Pippi, no puede estar uno seguro de nada.