PIPPI VIVE AÚN EN VILLA MANGAPORHOMBRO

Si un viajero visitase cierta pequeña ciudad sueca y un día llegara a determinado lugar de sus alrededores, tendría ante sus ojos Villa Mangaporhombro. No es que esta casa tenga nada de especial, pues está bastante vieja y la rodea un descuidado y selvático jardín; pero lo más natural será que el visitante se detenga y se pregunte quién vivirá en ella y por qué hay un caballo en el porche. Si empieza a oscurecer y ve a una niña pasear por el jardín sin la menor intención de irse a dormir, pensará: «No comprendo por qué la madre de esta niña no la ha enviado ya a la cama. Los demás niños están todos acostados a estas horas».

Y si la niña se acerca a la verja (lo que seguramente hará, pues le gusta hablar con todo el mundo), entonces podrá verla bien, y hasta es muy probable que piense: «Es la niña más pecosa y pelirroja que he visto en mi vida». Y después es muy posible que se diga: «Está muy bien ser pecosa y pelirroja cuando se tiene un aspecto tan sano y alegre como esta niña».

Seguramente el viajero querrá conocer el nombre de esta niña que vaga solitaria a la luz del crepúsculo, y le preguntará:

—¿Cómo te llamas?

Y ella responderá jovialmente:

—Pippilotta Delicatessa Windowshade Mackrelmint. Soy hija del capitán Efraín Calzaslargas, que fue el rey de los mares y hoy es el rey de los caníbales. Pero todo el mundo me llama Pippi.

Y lo dirá creyendo de verdad que su padre es rey de los caníbales, porque una vez que iba navegando en compañía de Pippi se cayó por la borda y desapareció. El padre de Pippi era muy fuerte: por eso ella estaba segura de que no se había ahogado. Era muy propio de aquella cabecita pensar que habría ido a parar a cualquier isla y que allí le habrían nombrado rey de los caníbales. Pippi estaba convencida de que era esto lo que había sucedido.

Si el viajero sigue hablando con Pippi se enterará de que la niña vive completamente sola en Villa Mangaporhombro (mejor dicho, sin más compañía que la del caballo del porche y un mono llamado Señor Nelson). Y si se trata de un hombre bonachón, es natural que se pregunte: «¿Qué vida llevará esta pobre niña?».

Sin embargo, no hay motivo para preocuparse. «Soy más rica que Creso», solía decir Pippi. Y lo era, en efecto. Terna una maleta llena de monedas de oro, regalo de su padre, y se desenvolvía muy bien sin padre ni madre. Allí no había nadie que le dijera cuándo tenía que irse a la cama; pero Pippi se encargaba de decírselo a sí misma. A veces no se lo decía hasta eso de las diez, pues nunca había podido comprender por qué los niños tenían que ir a acostarse a las siete, ya que después de esa hora es cuando uno se lo pasa mejor. No era, pues, extraño ver a Pippi vagar por el jardín después de la puesta del sol, cuando el aire refrescaba y Tommy y Annika hacía ya rato que estaban acurrucados en sus camas.

Annika y Tommy eran los compañeros de juegos de Pippi. Vivían en la casa de al lado. Tenían padre y madre, y los dos, la madre y el padre, creían que era muy conveniente para los niños estar en la cama a las siete.

Si el viajero permaneciese junto a la verja hasta que Pippi, después de darle las buenas noches, se dirigiera a la casa, y la viera subir al porche, levantar el caballo con sus fuertes brazos y sacarlo al jardín, no cabe duda de que se frotaría los ojos y se preguntaría si soñaba. «¡Qué criatura tan extraordinaria! —se diría—. ¡Levantar en vilo un caballo! En mi vida he visto una niña igual.»

Y tendría razón: Pippi era la niña más extraordinaria que existía, por lo menos en aquella población. Podía haber niñas igualmente extraordinarias en otros lugares, pero en aquella pequeña ciudad no vivía ninguna que pudiera compararse con Pippi Calzaslargas. Y en cuanto a fuerza, ninguna niña del mundo tenía ni la mitad que ella.