PIPPI EN EL CIRCO
Había llegado un circo a la pequeña ciudad, y todos los niños se apresuraron a pedir permiso a sus padres para ir a verlo. Annika y Tommy también lo hicieron, y su padre les dio enseguida tres relucientes coronas.
Con el dinero en la mano y esta bien cerrada, corrieron a casa de Pippi. La niña estaba en el porche, tejiendo la cola del caballo en diminutas trenzas, que luego ataba con cintas rojas.
—Creo que hoy es su cumpleaños —dijo—, y por eso lo acicalo.
—Pippi —dijo Tommy, que aún jadeaba por efecto de la carrera—, ¿puedes venir con nosotros al circo?
—Yo puedo hacer lo que quiera —repuso Pippi—; pero no sé si podré ir al circo, porque no sé lo que es eso. ¿Hace daño?
—¡Qué tontería! —exclamó Tommy—. ¿Cómo va a hacer daño? Es una cosa la mar de divertida. Hay caballos, payasos, hermosas mujeres que andan por una cuerda…
—Pero cuesta dinero —advirtió Annika abriendo la mano para ver si todavía estaban allí las tres brillantes coronas.
—Soy más rica que Creso —dijo Pippi—; de modo que, si quisiera, podría comprar el circo. Pero ¿qué haría con los caballos? A los payasos y a las mujeres hermosas podría tenerlos en el cuarto de lavar, pero a los caballos no sabría dónde meterlos.
—¡Qué tonta! —dijo Tommy—. No te hemos dicho que compres el circo. Lo que cuesta dinero es verlo.
—¡Cielos! —exclamó Pippi cerrando con fuerza los ojos—. ¿Es posible que se tenga que pagar solo por ver? ¡Y yo que he estado viendo todos los días y a todas horas! ¡Cuánto dinero habré gastado ya!
Después abrió un ojo, poquito a poco, y empezó a hacerlo girar.
—Cueste lo que cueste —dijo—, quiero mirar.
Annika y Tommy lograron, al fin, hacerle entender lo que era un circo, y entonces Pippi entró a coger unas monedas de oro de su caja de dulces. Luego se puso el sombrero, que era tan grande como una rueda de molino, y los tres partieron para el circo.
En torno a él había una gran multitud, y una larga cola ante la taquilla. Poco a poco, Pippi fue acercándose a la venta de localidades y, cuando le tocó el turno, introdujo la cabeza por la ventanilla, miró fijamente a la amable anciana que había en el interior y preguntó:
—¿Cuánto vale verla a usted?
La anciana, que era extranjera, no entendió lo que Pippi le decía, y repuso:
—Cinco cogronas las primeras filas, tres cogronas las de atrás y una cogrona los pasillos.
—Bien —dijo Pippi—, pero ha de prometerme que también usted andará por la cuerda.
Tommy se acercó a Pippi y le dijo que sacara un asiento de las últimas filas. Pippi entregó una moneda de oro a la anciana, y esta la examinó con gesto de desconfianza. Incluso la mordió para ver si era verdaderamente de oro. Al fin se convenció y entregó a Pippi su modesta localidad, más una cantidad considerable de monedas de plata.
—¿Para qué quiero yo esas menudencias? —dijo Pippi despectivamente—. Quédese con ellas. En vez de cambio, prefiero mirarla a usted dos veces desde mi asiento.
Al ver que Pippi no quería lo que sobraba de la moneda de oro, la taquillera le cambió la localidad por una de primera fila y dio a Tommy y a Annika los asientos de al lado sin que tuvieran que abonar nada. Por tanto, Pippi, Tommy y Annika se sentaron en cómodas sillas tapizadas de rojo, al lado mismo de la pista. Tommy y Annika se volvieron varias veces para saludar a sus compañeros de colegio, que estaban mucho más atrás.
—¡Qué cabaña tan rara! —dijo Pippi mirando asombrada a su alrededor—. Además, veo que han esparcido serrín por el suelo. No soy muy escrupulosa, pero no me parece bien que se tape la suciedad con serrín.
Tommy le explicó que en las pistas de los circos se echa serrín para que los caballos puedan correr.
Los músicos, que estaban sentados sobre una plataforma, empezaron a tocar una animada marcha. Pippi aplaudió con entusiasmo y, loca de alegría, comenzó a dar saltos en su asiento.
—¿También cuesta dinero escuchar, o es gratis? —preguntó.
En ese momento se descorrió la cortina de los vestuarios y apareció el director, vestido de negro y con un látigo en la mano. Salió a la pista corriendo, seguido de diez caballos blancos con plumas rojas en la cabeza.
El director hizo restallar el látigo, y los caballos empezaron a dar vueltas al trote por la pista. De nuevo resonó un trallazo, y todos los caballos se detuvieron y levantaron las patas, para apoyarlas en la baranda que rodeaba la pista. Uno de los caballos quedó exactamente frente a nuestros tres amigos. A Annika no le hacía ninguna gracia tener un caballo tan cerca, y se echó hacia atrás en su asiento tanto como pudo. En cambio, Pippi se inclinó hacia delante, se apoderó de una de las patas del caballo, la levantó y dijo:
—¿Cómo está su señoría? Reciba muchos saludos de mi caballo, que hoy celebra su cumpleaños. El también lleva lazos, pero en la cola, no en la cabeza.
Por suerte Pippi soltó la pata del caballo antes de que el director hiciera restallar de nuevo el látigo, con lo que los caballos bajaron de la baranda y reanudaron su carrera.
Cuando terminó el número, el director hizo una elegante reverencia y los caballos salieron de la pista al trote.
Poco después se descorrió de nuevo la cortina para dar paso a un caballo blanco como la nieve, en cuya grupa iba de pie una bella señorita. Llevaba unos pantalones de seda verde y, según decía el programa, se llamaba miss Carmencita.

El caballo empezó a dar vueltas por la pista, llevando en pie sobre la grupa a miss Carmencita, que sonreía deliciosamente. Pero entonces sucedió algo inesperado. Al pasar el caballo por delante de Pippi, se vio algo que se alzaba, silbando, por el aire. Este algo era Pippi, que quedó en pie sobre el lomo del animal, detrás de miss Carmencita. Al principio, la amazona se quedó tan atónita que casi se cayó del caballo. Luego se enfadó y empezó a dar manotazos hacia atrás para tirar a Pippi. Pero no lo consiguió.
—Cálmese —dijo la niña—. No es usted la única que tiene derecho a divertirse. También yo he pagado mis buenas coronas.
Entonces miss Carmencita quiso bajar del caballo; pero tampoco pudo hacerlo, porque Pippi se había asido fuertemente a su cintura.
El público reía de buena gana. Era verdaderamente cómico el cuadro que ofrecían miss Carmencita y aquella niña de pelo rojo que, también de pie sobre el caballo, se aferraba a la cintura de la artista. Aquella chiquilla de zapatos enormes parecía no haber hecho en toda su vida otra cosa que trabajar en el circo.

Pero el director no se reía y, por señas, ordenó a sus ayudantes de levita roja que detuvieran en el acto al caballo.
—¿Ya ha terminado el número? —preguntó Pippi, decepcionada—. ¡Qué lástima! ¡Ahora que nos estábamos divirtiendo tanto!
—¡Niña tegrible —dijo el director entre dientes—, mágchaté!
Pippi lo miró tristemente.
—¿Por qué se ha enfadado conmigo? Yo creía que aquí venía uno a pasarlo bien.
Bajó de un salto del caballo y volvió a sentarse en su sitio. Pero entonces llegaron dos ayudantes y la cogieron e intentaron levantarla para llevársela.
Pero fue inútil: Pippi estaba como clavada en su asiento y de nada servían los fuertes tirones de los ayudantes del director, quienes al fin se encogieron de hombros y se marcharon.
Entretanto, había comenzado el número siguiente. Miss Elvira iba a andar sobre la cuerda. Llevaba un vestido de tul rosa y una sombrilla del mismo color. Con graciosos pasitos avanzó sobre la cuerda. Ejecutó una serie de ejercicios admirables y, además, demostró que podía andar hacia atrás por aquella cuerda tan delgada. Pero, al regresar —de espaldas— a la pequeña plataforma que había en el punto de partida y dar media vuelta, se encontró con Pippi.

—¿Qué iba usted a decir? —preguntó Pippi, a la que hizo gracia el gesto de sorpresa de miss Elvira.
Esta no dijo nada; lo que hizo fue bajar de un salto y arrojarse al cuello del director, que era su padre. Este volvió a llamar a sus ayudantes para que echaran a Pippi del circo. Esta vez fueron cinco los hombres que se dirigieron a ella. Pero el público empezó a gritar:
—¡Que la dejen! ¡Queremos ver a la niña pelirroja!
Y el pateo y los aplausos fueron ensordecedores.
Pippi echó a andar por la cuerda, y los ejercicios de miss Elvira perdieron toda la gracia ante los de la niña pelirroja. Al llegar a la mitad de la cuerda, Pippi levantó una pierna hasta que su gran zapato quedó sobre su cabeza a modo de paraguas. Entonces movió la punta del pie para rascarse detrás de la oreja.
Al director no le gustó la actuación de Pippi en su circo, y su mayor deseo era verse libre de ella. Por eso se agachó disimuladamente y soltó el mecanismo que mantenía la cuerda tirante. Creyó que así Pippi perdería el equilibrio y se caería. Pero no se cayó, sino que empezó a mecerse en la cuerda floja, yendo hacia atrás y hacia delante cada vez más deprisa. De pronto, Pippi dio un gran salto y vino a caer sobre los hombros del director, que se asustó tanto que echó a correr.
—¡Este caballo es aún más divertido! —gritó Pippi—. Pero ¿cómo es que no lleva usted borlas en las crines?
Pippi juzgó que ya era hora de volver al lado de Annika y Tommy. Bajó, pues, de los hombros del director y fue a sentarse en su sitio. Iba a empezar el número siguiente. Hubo un pequeño retraso porque el director tuvo que salir a beberse un vaso de agua y a peinarse, pero al fin reapareció, saludó a la concurrencia y dijo:
—¡Señogras y señogres: van a verg ustedes la mayorg magravilla de todos los tiempos, el hombgre más fuergte del mundo, Adolfo el Forgzudo, a quien nadie ha logrrrado vencerg!. ¡Aquí está, señogras y señogres, Adolfo el Forgzudo!
En la pista apareció un verdadero gigante. Llevaba unos pantalones de color escarlata y una piel de leopardo alrededor de la cintura. Hizo una reverencia al público. Parecía muy satisfecho de sí mismo.
—¡Migrren estos músculos! —dijo el director apretando el brazo de Adolfo el Forzudo, cuyo bíceps sobresalía como una bola—. Y ahogra, señogras y señogres, voy a hacegr una grrran ofergta. ¿Alguno de ustedes desea luchagr contra él? ¿Alguno de ustedes quiegre intentarg vencerg al hombgre más fuergte del mundo? Dagrrré cien cogronas al que logrrre vencer a Adolfo el Forgzudo. ¡Cien cogronas, señogras y cabaliegros! ¿Quién quiegrrre intentagrlo?
Nadie contestó.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Pippi—. Parece que hable en chino.
—Dice que la persona que venza a ese hombretón recibirá cien coronas —le explicó Tommy.
—Yo puedo vencerlo —dijo Pippi— Pero me da pena pegarle; ¡parece tan simpático!
—¿Tú crees que le podrías pegar? —dijo Annika—. ¡Si es el hombre más fuerte del mundo!
—Si él es el hombre más fuerte —replicó Pippi—, yo soy la niña más fuerte. No olvides este detalle.
Entretanto, Adolfo el Forzudo levantaba pesas y doblaba gruesas barras de hierro para demostrar la potencia de sus bíceps.
—¡Vamos, señogras y señogres! —gritó el director—. ¿De verdad no hay nadie que quiera ganarg cien cogronas? ¿Tendgré que quedargme yo con ellas?
Y blandía un billete de cien coronas.
—No, no se quedará usted con ellas —dijo Pippi, y se plantó en la pista de un salto.
—¡Fuegra de aquí! —le dijo en voz baja el director—. ¡No quiegro ni vergte!
—¿Por qué es usted tan poco amable? —le reprochó Pippi—. Quiero luchar con Adolfo el Forzudo.
—Aquí no estamos pagra brgomas —repuso el director—. Vete antes de que Adolfo el Forgzudo oiga tus impergtinencias.
Pero Pippi pasó por delante del director, se acercó a Adolfo el Forzudo y, con sus manitas, estrechó fuertemente la manaza del gigante.
—Vamos a luchar un poquito, ¿eh? —dijo la niña.
Adolfo el Forzudo la miró sin comprender.
—Le advierto que voy a empezar —anunció Pippi.
Y así lo hizo. Cogió a Adolfo el Forzudo con la mayor naturalidad y en un santiamén lo dejó tendido en el suelo. Adolfo el Forzudo dio unos pasos a gatas y se puso en pie. Tenía el rostro como la grana.
—¡Viva Pippi! —exclamaron Annika y Tommy.
Y todo el público, al oír esta exclamación, empezó también a gritar:
—¡Viva Pippi!
El director se sentó en la baranda de la pista. Se retorcía las manos, furioso. Adolfo el Forzudo estaba más furioso todavía. En su vida le había ocurrido nada tan horrible. ¡Pero ahora sabría aquella niña pelirroja quién era Adolfo el Forzudo! Se acercó a ella y la asió fuertemente. Pero Pippi se quedó tan impasible como una roca.

—¿Esto es todo lo que sabes hacer? —exclamó.
Acto seguido se desprendió de sus manos y, segundos después, Adolfo el Forzudo estaba otra vez en el suelo. Pippi se quedó junto a él, esperando. No tuvo que esperar mucho: el gigante lanzó un grito, se levantó y avanzó hacia ella de nuevo.
—¡Rabia, rabiña, que tengo una piña! —le dijo Pippi.
El público aplaudía, lanzaba al aire sus sombreros y gritaba:
—¡Viva Pippi!
La tercera vez que Adolfo el Forzudo se arrojó sobre ella, Pippi lo levantó en vilo y, manteniéndolo en el aire, más arriba de su cabeza, lo paseó por toda la pista. Después lo depositó en el suelo, y allí lo dejó.
—Y ahora, nene —le dijo—, dejemos ya este juego. No quiero abusar de mi superioridad.
¡Pippi ha vencido! ¡Viva Pippi! —gritaba el público.
Adolfo el Forzudo se escabulló tan pronto como tuvo ocasión. Y el director hubo de entregar a Pippi el billete de cien coronas, cosa que hizo con el mismo gesto que si fuera a comérsela.
—¡Tome, señogrita! ¡Aquí tiene sus cien cogronas!
—¡Bah! —dijo Pippi, desdeñosa—. ¿Para qué quiero yo ese trozo de papel? ¡Quédeselo para envolver el pescado!
Y volvió a su asiento.
—Esto es demasiado largo —dijo a sus dos amigos—. Una siestecita no me vendrá mal. Despertadme si me necesitáis.
Se recostó en el respaldo de la silla y se durmió inmediatamente. Y allí estuvo roncando mientras los payasos, los tragadores de sables y los hombres-reptiles exhibían sus habilidades ante Tommy, Annika y todo el público.
—A mí me parece —susurró Tommy a Annika— que los mejores números han sido los de Pippi.