—¡Comérosla antes de que se enfríe! —exclamó.

Tommy y Annika se la comieron y la encontraron exquisita. Después, Pippi los invitó a pasar a la sala. En ella no había más que un mueble: una cómoda enorme con infinidad de cajoncitos. Pippi fue abriéndolos uno por uno y enseñó a Tommy y a Annika todos los tesoros que guardaba en ellos. Había allí huevos de pájaros raros, conchas y piedras maravillosas, preciosas cajitas, espejitos de plata y collares de perlas, y otras muchas cosas, todo ello comprado por Pippi y su padre en sus viajes por el mundo. Pippi entregó un regalo a cada uno de sus nuevos camaradas, como recuerdo. A Tommy le dio un cortaplumas con un brillante mango de nácar, y a Annika una cajita con la tapa cubierta de conchas rosas. Dentro de la cajita había una sortija con una piedra verde.

—Si os marcháis ahora a vuestra casa —dijo Pippi—, podréis volver mañana. Si no os fuerais, no podríais volver, y eso sería una pena.

Tommy y Annika lo creyeron así también y decidieron volver a su casa. Pasaron junto al caballo, que se había comido hasta el último grano de avena, y cruzaron la verja del jardín. El Señor Nelson, al verlos pasar, se quitó el sombrero.