PIPPI SE SIENTA EN LO ALTO DE UN POSTE Y TREPA A UN ÁRBOL
Pippi, Tommy y Annika estaban reunidos en el jardín de Villa Mangaporhombro. Pippi estaba sentada en uno de los pilares de la verja, Annika en el otro y Tommy sobre la misma verja.
Era un día cálido de fines de agosto. Un peral que crecía junto a la entrada extendía sus ramas a tan escasa altura que los niños podían sentarse en ellas y coger sin el menor esfuerzo las peras de agosto más maduras y sonrosadas. Se comían la pulpa y escupían las pepitas en la carretera.
La casa de Pippi se hallaba exactamente en el límite de la ciudad, allí donde la calle se convertía en carretera. A los habitantes de la pequeña ciudad les gustaba salir de paseo por el camino de Villa Mangaporhombro, pues aquellos lugares eran los más pintorescos.
Estaban los tres amigos comiendo peras, cuando apareció una niña que venía de la ciudad. La niña se detuvo y preguntó:
—¿Habéis visto pasar a mi padre?
—No lo sé —respondió Pippi—. ¿Cómo es tu padre? ¿Tiene los ojos azules?
—Sí.
—¿Lleva sombrero negro y zapatos negros?
¡Sí, sí! —exclamó la niña alegremente.
—Pues no, no hemos visto a ningún señor así —comentó Pippi.
La niña hizo un gesto de contrariedad y continuó su camino en silencio.
—¡Oye, tú! —le gritó Pippi—. ¿Es calvo?
—No, no es calvo —repuso la niña, enojada.
—Pues es una suerte para él —dijo Pippi, y escupió una pepita.
La niña echó a correr, pero Pippi le preguntó a voz en grito:
—¿Tiene las orejas tan grandes que le llegan a los hombros?
—No —contestó la niña.
Y se volvió con un gesto de asombro.
—Supongo que no habrás visto pasar a un hombre con unas orejas así.
—Nunca he visto pasar a nadie con las orejas. Todos pasan con los pies —repuso Pippi.
—¡Qué tonta eres! Quiero decir que si de veras has visto pasar a un hombre que tiene unas orejas tan grandes.
—No —contestó Pippi— No hay nadie que tenga unas orejas de ese tamaño. Sería un monstruo… No, no puede haber nadie que tenga unas orejas tan enormes… Por lo menos en este país —añadió después de reflexionar un momento—. En China la cosa es diferente. En Shanghai vi un chino cuyas orejas eran tan grandes que las podía utilizar como impermeable. Cuando llovía, no tenía más que envolverse en sus orejas, y así estaba bien protegido y abrigado. Y si el tiempo empeoraba, invitaba a sus amigos y conocidos a que acamparan debajo de él. Y allí se sentaban todos y cantaban canciones melancólicas, mientras fuera llovía a cántaros. Todos le admiraban por sus orejas. Se llamaba Hai Shang. Deberíais haberle visto cuando, por las mañanas, iba corriendo al trabajo. Siempre salía en el último momento, pues las sábanas se le pegaban, y no podéis imaginaros lo chocante que resultaba verlo venir corriendo desde lejos, con las orejas desplegadas tras él, como dos alas amarillas.
La niña se había detenido y escuchaba a Pippi con la boca abierta; y Tommy y Annika se habían olvidado de las peras, tan atentos estaban al relato de Pippi.
—Tenía más hijos de los que podía contar; el menor se llamaba Peter.
—Un niño chino no puede llamarse Peter —objetó Tommy.
—Eso precisamente le decía su esposa, que un niño chino no podía llamarse Peter. Pero Hai Shang era testarudo como él solo y contestaba que su niño o se llamaría Peter o no se llamaría nada. Después se sentaba en un rincón, enfurruñado, y se cubría la cabeza con las orejas. Naturalmente, la esposa tuvo que ceder y el niño se llamó Peter.
—¿De veras? —preguntó Annika.
—Era el niño más feo de Shanghai, y tan caprichoso para la comida que su madre estaba desesperada. Tal vez sepáis que en China se comen los nidos de pájaros. Bueno, pues allí teníais a la pobre madre, con un plato lleno de nidos de pájaros en la mano, tratando de alimentar a su hijito. «Anda, Peter, hijo mío», le decía, «ahora vamos a comernos un bocado de nido de pájaros por papaíto». Pero Peter apretaba los labios y movía la cabeza. Al fin, Hai Shang se enfadó tanto que dijo que no se haría más comida para Peter hasta que se hubiera comido aquel nido de pájaros. Y cuando Hai Shang decía una cosa, se hacía. El nido de pájaros estuvo saliendo y volviendo a salir de la cocina desde mayo hasta octubre. El día 14 de julio la madre preguntó al padre si podía dar a Peter una empanada, y Hai Shang contestó que no.
¡Qué tozudo! —exclamó desde la carretera la niña desconocida.
—Eso mismo dijo Hai Shang: «Es un tozudo. No hay razón alguna para que un niño no quiera comerse un nido de pájaros». Pero desde mayo hasta octubre, Peter no hizo otra cosa que apretar los labios.
—Bueno, pero ¿cómo podía vivir? —preguntó Tommy, asombrado.
—No pudo vivir —repuso Pippi—. Se murió el día dieciocho de octubre, y el diecinueve lo enterraron. El veinte entró por la ventana una golondrina y puso un huevo en el nido, que estaba sobre la mesa. Por tanto —terminó Pippi alegremente—, el nido se aprovechó.
Luego miró a la niña, que seguía en la carretera, petrificada de asombro.
—¡Qué cara pones! —le dijo Pippi—. ¿Por qué me miras así? ¿Crees acaso que lo que he contado es mentira? Si es así, dímelo —la amenazó, arremangándose.
—¡No, no! ¡De ningún modo! —dijo la niña, atemorizada—. Yo no creo que sea mentira lo que has contado, pero…
—¿De modo que no crees que sea mentira? Pues lo es. He estado diciendo embustes hasta que la lengua se me ha puesto negra. ¿Tú crees que un niño puede vivir sin comer desde mayo hasta octubre? Ya sé que uno puede resistir sin comer tres o cuatro meses, pero ¡desde mayo hasta octubre! ¡Qué disparate! Deberías saber que no es posible. No has de dejar que la gente te haga creer todo lo que quiera.
La niña continuó su camino y ya no la volvieron a ver.
—¡Qué tontos son algunos! —exclamó Pippi—. ¡Desde mayo hasta octubre! ¡Qué disparate!
Luego dijo a grandes voces a la niña:
¡No, hoy no hemos visto a ningún calvo, pero ayer pasaron diecisiete cogidos del brazo!
El jardín de Pippi era una verdadera delicia. No estaba muy bien cuidado, por supuesto, pero había en él magníficas alfombras de césped que nunca se cortaba y viejos rosales cargados de rosas blancas, encarnadas, amarillas… No eran muy finas, pero olían deliciosamente. También había bastantes árboles frutales, y —esto era lo mejor— algunos robles y olmos viejos, excelentes para trepar.
En el jardín de Tommy y Annika, por desgracia no se podía trepar a los árboles, pues la madre tenía mucho miedo de que se cayeran y se hiciesen daño. Por eso los dos hermanos habían subido a muy pocos árboles.
—¿Queréis que subamos a aquel roble? —preguntó Pippi de pronto.
Tommy saltó rápidamente al suelo, encantado de la proposición. Annika vaciló un momento, pero, al ver que en el tronco había grandes nudos, creyó también que sería muy divertido intentar la subida.
A pocos metros del suelo, el roble se bifurcaba, y en la bifurcación había como una pequeña meseta. Pronto estuvieron los tres sentados en aquella especie de plataforma. Sobre sus cabezas, el roble extendía su corona de ramas como un gran techo verde.
—Podríamos merendar aquí —dijo Pippi—. Voy en un salto a prepararlo todo.
Annika y Tommy aplaudieron y exclamaron:
—¡Hurra!
Pippi preparó el té en un instante. Precisamente el día anterior había hecho unos bollos. En pie junto al tronco del roble, empezó a lanzar tazas a Tommy y Annika. De vez en cuando era el tronco del roble el que las recibía, y las tazas se hacían añicos; pero Pippi iba corriendo a buscar otras. Luego le llegó el turno a los bollos; durante un buen rato, una verdadera nube de bollos flotó en el aire.
Pero los bollos tenían la ventaja de que no se rompían. Al fin Pippi subió al árbol con la tetera en la mano. Llevaba la leche en una botella, y la botella en el bolsillo; el azúcar, en una cajita.

Annika y Tommy convinieron en que jamás habían tomado un té tan rico. No lo tomaban todos los días, sino solo cuando tenían invitados. Al fin y al cabo, también ahora había invitados, aunque fuesen ellos mismos. A Annika le cayó un poco de té en la falda. Al principio notó algo caliente y húmedo; después, una humedad fría. Pero dijo que la cosa no tenía importancia.
Cuando terminaron de tomar el té, Pippi lanzó las tazas al césped.
—Quiero saber —dijo— la resistencia que tiene la porcelana china que se fabrica hoy.
Aunque parezca mentira, una de las tazas y los tres platos resistieron la prueba. En cuanto a la tetera, solamente se le rompió el pitón.
De pronto, Pippi decidió subir un poco más por uno de los troncos.
—¡Nunca había visto nada semejante! —exclamó, después de gatear un poco—. Este árbol está hueco.
Había visto en el tronco un gran agujero que hasta entonces había quedado oculto por el ramaje a los ojos de los niños.
—¿Puedo subir y mirar yo también? —preguntó Tommy.
Pero no obtuvo contestación.
—¡Pippi! —la llamó, inquieto—. ¿Dónde estás?
Entonces se oyó la voz de Pippi, pero no encima de ellos, sino debajo. Sonaba como si llegase desde el fondo de la tierra.
—¡Estoy dentro del árbol! ¡Está hueco desde el boquete de arriba hasta el suelo! Por una grieta estoy viendo la tetera sobre el césped.
—Pero ¿cómo te las arreglarás para subir? —exclamó Annika.
—No podré subir de ningún modo —repuso Pippi— Tendré que estar aquí hasta que me jubilen. Y vosotros tendréis que echarme comida por el agujero cinco o seis veces al día.
Annika se echó a llorar.
—Pero ¿por qué lloras? —preguntó Pippi—. En vez de llorar, bajad los dos a hacerme compañía. Podemos jugar a presos que languidecen en la cárcel.
—¡Eso sí que no! —exclamó Annika.
Y, para estar más segura de que no lo haría, bajó del árbol.
—Annika, te estoy viendo por la grieta —dijo Pippi—. ¡Ten cuidado, no vayas a pisar la tetera! Es monísima y nunca ha hecho daño a nadie. Si ha perdido el pitón, la culpa no es suya.

Annika se acercó al árbol y vio asomar por la grieta la punta del dedo índice de Pippi. Esto la consoló un poco, pero siguió preocupada.
—Pippi, ¿puedes ponerte derecha? —preguntó Annika.
El dedo de Pippi desapareció y, en un abrir y cerrar de ojos, la niña dejó ver su cara en el agujero por el que había penetrado.
—Tal vez pueda —respondió con una sonrisita, mientras apartaba hojas con las manos.
—Ya que es fácil salir —dijo Tommy, que estaba todavía en la bifurcación del tronco—, yo quiero entrar y hacer un poco el vago.
—Bien —dijo Pippi—; pero creo que sería conveniente ir por una escalera.
Salió por el agujero y se deslizó hasta el suelo. Luego corrió en busca de la escalera, subió con ella al árbol, aunque no le fue fácil, y la introdujo por el gran boquete.
Tommy estaba impaciente y emocionado. Llegar al agujero no era cosa fácil, porque estaba muy alto, pero Tommy era un chico valiente: no le daba miedo trepar e introducirse en el oscuro interior del tronco.
Annika lo vio desaparecer y se preguntó si reaparecería. Intentó mirar por la grieta.
—Annika —oyó que le decía Tommy—, no puedes imaginarte lo maravilloso que es esto. Créeme y entra tú también. No hay ningún peligro, teniendo la escalera para subir. Si entras, tu único deseo será volver a entrar.
—¿Estás seguro?
—Completamente seguro —respondió Tommy.
Annika volvió a trepar por el tronco. Las piernas le temblaban. Pippi la ayudó en la parte más difícil. Se estremeció ligeramente cuando vio lo oscuro que estaba el interior del tronco; pero Pippi la cogió de la mano y le dio ánimos.
—No tengas miedo, Annika —le dijo Tommy desde las profundidades del tronco—. Ya veo tus piernas y estoy seguro de que podré cogerte si caes.
Annika no se cayó; llegó sana y salva hasta donde estaba Tommy. Un momento después llegó Pippi.
—¡Esto es estupendo! —exclamó Tommy.
Y Annika tuvo que admitir que Tommy tenía razón. La oscuridad no era tan profunda como había creído, ni mucho menos, pues la luz entraba por la grieta. Annika se acercó a la hendidura para comprobar que también ella podía ver la tetera que estaba en el césped.
—Este será nuestro escondite —dijo Tommy—. Nadie podrá imaginarse que estamos aquí dentro. Y si se acercan para buscarnos, podremos verlos por la grieta. ¡Lo que nos vamos a reír!
—Y podremos introducir un palito por la rendija para tocarlos —dijo Pippi—. Así creerán que hay fantasmas.
Ante esta perspectiva se sintieron tan felices que los tres se abrazaron. Pero pronto oyeron el batintín que llamaba a Tommy y a Annika a comer.
—Es una lástima que nos tengamos que ir a casa ahora —dijo Tommy—. Pero volveremos mañana tan pronto como regresemos del colegio.
—Os esperaré —dijo Pippi.
Entonces subieron por la escalera, primero Pippi, después Annika y finalmente Tommy. Y luego bajaron del árbol, primero Pippi, después Annika y finalmente Tommy.