PIPPI RECIBE UNA VISITA INESPERADA

Una tarde de verano, Pippi, Tommy y Annika estaban sentados en las gradas del porche y comían fresas que habían cogido aquella misma mañana. Era una tarde hermosa. Los pájaros cantaban; las flores despedían un aroma embriagador. Y ¡qué fresas tan ricas!

Los niños comían en silencio. Annika y Tommy pensaban en lo maravilloso que era el verano y se alegraban al recordar que aún faltaba mucho tiempo para que empezaran las clases. Lo que pensaba Pippi nadie lo sabía.

—Pippi, hace ya un año que vives en Villa Mangaporhombro —dijo de pronto Annika cogiéndola del brazo.

—Sí, el tiempo vuela y nos hacemos viejos —repuso Pippi—. Este otoño cumpliré diez años, y creo que entonces mis mejores días habrán pasado ya.

—¿Vivirás siempre aquí? —preguntó Tommy—. Es decir, hasta que seas lo bastante mayor para ser pirata.

—Eso nadie lo sabe —contestó Pippi—. No creo que mi padre se pase toda la vida en la isla donde está ahora. Tan pronto como haya construido un barco, vendrá a recogerme, estoy segura.

Annika y Tommy lanzaron un suspiro.

De pronto, Pippi se levantó.

—¡Miradlo! ¡Ahí viene! —exclamó señalando la puerta de la cerca.

En tres pasos atravesó el jardín. Annika y Tommy la siguieron, indecisos, y la vieron arrojarse al cuello de un señor grueso, que lucía un bigotillo rojo y llevaba unos pantalones azul marino.

—¡Papá! —exclamó Pippi. Y saltaba y agitaba las piernas en el aire con tanto entusiasmo que los grandes zapatos se le desprendieron de los pies—. ¡Papá, cómo has crecido!

—¡Pippilotta Delicatessa Windowshade Mackrelmint, hija de Efraín Calzaslargas! ¡Mi querida hija! Precisamente iba a decirte que has crecido mucho.

—Me lo he figurado —dijo Pippi—. Por eso lo he dicho yo primero. Ja, ja!

—¿Eres tan fuerte como antes, hijita?

—Más fuerte aún —repuso Pippi—. ¿Vamos a echar un pulso?

—¡Vamos! —exclamó Efraín.

En el jardín había una mesa. A ella se sentaron Pippi y su padre para echar un pulso mientras Annika y Tommy los contemplaban. Solo había una persona en el mundo tan fuerte como Pippi: su padre. Forcejearon hasta enrojecer, pero ninguno de los dos conseguía doblar el brazo del otro.

Al fin, el brazo del capitán Calzaslargas comenzó a temblar un poco y Pippi dijo:

—Cuando cumpla los diez años, te ganaré, papá.

El capitán opinaba lo mismo.

—¡Cielos! —exclamó Pippi—. Perdonad que no os haya presentado… Tommy y Annika. Mi padre, el capitán y su majestad Efraín Calzaslargas… Porque eres rey de los caníbales, ¿verdad, papá?

—Sí —repuso el capitán Calzaslargas—. Soy el rey de los nativos de Kurredutt, que viven en una isla llamada Kurrekurredutt. Llegué a nado a la playa de la isla cuando, como recordarás, me caí al mar.

—Así lo he creído siempre. Nunca me imaginé que te hubieses ahogado.

—¡Ahogado! ¡Claro que no! Para mí es tan difícil ahogarme como para un camello pasar por el ojo de una aguja. Mi corpachón flota siempre.

Annika y Tommy contemplaron con admiración al capitán Calzaslargas.

—¿Por qué no va usted vestido de rey de los caníbales? —le preguntó Tommy.

—Llevo mi indumentaria real en el maletín —dijo el capitán.

—¡Pues anda, póntela! —exclamó Pippi—. Quiero ver a mi padre vestido de rey.

Entraron todos en la cocina. El capitán Calzaslargas pasó al dormitorio de Pippi, y los niños se sentaron en la leñera a esperar.

—Lo mismo que en el teatro —dijo Annika, entusiasmada.

Y entonces la puerta se abrió y apareció ¡el rey de los caníbales! Llevaba una falda de hierbas sujeta a la cintura, y en la cabeza… ¡una corona de oro! Alrededor del cuello lucía un collar de cuentas de colores de muchas vueltas. Con una mano empuñaba una espada y con la otra sostenía un escudo. Bajo la falda de hierbas se veían dos piernas gruesas y peludas, con brazaletes de oro macizo en los tobillos.

—Ussamkussor mussor filibussor —dijo el capitán Calzaslargas con gesto amenazador.

—¡Oh! ¡Habla el lenguaje de los nativos! —exclamó Tommy embelesado—. ¿Qué quiere decir eso, tío Efraín?

—Quiere decir: «¡Tiemblen mis enemigos!».

—Oye, papá —dijo Pippi—. ¿Se sorprendieron mucho los nativos cuando llegaste a su isla?

—Muchísimo —repuso el capitán Calzaslargas—. Al principio querían comerme, pero al verme derribar una palmera con las manos, cambiaron de parecer y me proclamaron rey. Entonces empecé a reinar por las mañanas y a construir un barco por las tardes. Tardé mucho tiempo en terminar la embarcación, pues todo lo tenía que hacer yo solo. Era un simple barco de vela, desde luego. Una vez terminado, dije a los nativos que tenía que dejarlos por algún tiempo, pero que no tardaría en regresar y que entonces me acompañaría una princesa llamada Pippilotta. Entonces empezaron a golpear los escudos mientras gritaban: «Ussomplussor, ussomplussor!».

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Annika.

—Pues quiere decir «¡Bravo, bravo!». Entonces estuve dos semanas enteras dando severas órdenes: así tendrían órdenes para todo el tiempo que yo estuviera ausente. Luego desplegué las velas, y los nativos gritaban: «Ussamkura kussomkara/», lo cual quiere decir «¡Regresa pronto, gordo jefe blanco!». Puse proa a Arabia del Sur, y ¿sabéis qué es lo primero que vi cuando desembarqué? A mi vieja y fiel goleta Hoptoad y a mi viejo y fiel Fridolf junto a la borda. Fridolf agitaba los brazos con todas sus fuerzas. «Fridolf», le dije, «ahora tomaré yo el mando de la Hoptoad». «Para siempre, capitán», me contestó. Y tomé el mando. Toda la tripulación estaba allí. Ahora la goleta está ahí abajo, en el puerto; de modo que puedes ir tranquilamente a ver a todos tus viejos amigos, Pippi.

Pippi se alegró tanto que se puso cabeza abajo sobre la mesa de la cocina y empezó a agitar las piernas. Pero Annika y Tommy estaban tristes: tenían la sensación de que se les llevaban a Pippi.

—¡Esto hay que celebrarlo! —exclamó Pippi, ya de pie en el suelo—. ¡Esto hay que celebrarlo hasta que se hunda la casa!

Preparó una gran cena, y todos se sentaron alrededor de la mesa de la cocina. Pippi engulló tres huevos duros con cáscara y todo. De vez en cuando daba un mordisco en la oreja de su padre, tan contenta estaba de volver a verlo. El Señor Nelson, que había estado durmiendo hasta entonces, llegó corriendo y se frotó los ojos en el colmo de la sorpresa al ver al capitán Calzaslargas.

—¡Vaya! Veo que tienes todavía al Señor Nelson —dijo el capitán.

—Y también otro animalito —dijo Pippi, y fue a buscar al caballo, que llegó a tiempo de zamparse un huevo duro.

El capitán Calzaslargas se alegró mucho al ver que su hija había vivido con tantas comodidades en Villa Mangaporhombro y más aún al advertir que tenía la maleta llena de monedas de oro, señal de que no había pasado necesidades durante su ausencia.

Cuando acabaron de comer, el capitán sacó de su maleta un tam-tam, uno de estos tam-tams que utilizan los salvajes para marcar el compás en sus danzas y sacrificios. El padre de Pippi se sentó en el suelo y empezó a tocar aquella especie de tambor. Tenía un sonido extraño y fantástico, diferente a todos los que Annika y Tommy habían oído hasta entonces.

—Música indígena —explicó Tommy a Annika.

Pippi se quitó los zapatones y bailó descalza una danza no menos fantástica. Entonces el rey Efraín ejecutó una danza guerrera salvaje que había aprendido en la isla Kurrekurredutt. Blandió la espada y agitó el escudo con gesto feroz. Sus desnudos pies golpeaban con tal fuerza el piso que Pippi exclamó:

—¡Cuidado! ¡Vas a hundir el suelo de la cocina!

—¡Eso qué importa! —repuso el capitán sin interrumpir su furiosa danza—. ¡Piensa que ahora vas a ser la princesa de los caníbales!

Pippi dio un salto y empezó a bailar con su padre. Se echaba hacia atrás y hacia delante, el uno frente al otro, entre gritos y risas, y de vez en cuando daban un gran salto en el aire.

Annika y Tommy se marearon solo de verlos. El Señor Nelson debió de marearse también, pues se había sentado y se tapaba los ojos con las manos.

Pronto se convirtió la danza en combate. El capitán Calzaslargas arrojó a su hija por el aire con tal violencia que la niña fue a parar al estante de los sombreros. Pero no permaneció allí mucho tiempo. Con un grito salvaje, atravesó de un salto la cocina y cayó exactamente sobre su papá, quien momentos después voló como un meteoro hasta acabar de cabeza en la leñera. Sus gruesas piernas se mantenían verticales en el aire. No podía salir de allí por sus propios medios, primero por la gordura y segundo porque estaba muerto de risa. Una especie de trueno continuo salía de la leñera.

Pippi le cogió por un pie para ayudarlo a salir, pero él no podía hacer nada a causa de aquella risa que le ahogaba. Tenía muchas cosquillas.

—¡No me ha… gas eos… qui… llas! —gritaba, con risa histérica—. Tírame al mar, arrójame por la ventana, haz lo que quieras; pero ¡no me ha… gas eos… qui… llas!

Tan estrepitosa era su risa que Annika y Tommy temían que la leñera se viniera abajo. Finalmente consiguió salir, y apenas estuvo de pie en el suelo, se abalanzó sobre Pippi y la arrojó por el aire como una bala. La cara de la niña fue a dar contra la cocina, que estaba negra de hollín.

Pero al punto volvió Pippi a incorporarse y se arrojó sobre su padre, al que dio tal serie de golpes que la hierba de su falda se desparramó por el suelo de la cocina. La corona de oro fue a parar debajo de la mesa.

Finalmente, Pippi consiguió tirar a su padre al suelo y, sentándose encima de él, le dijo:

—¿Reconoces que he ganado?

—Sí, me has vencido —dijo el capitán Calzaslargas.

Y entonces se echaron los dos a reír de tan buena gana que se les saltaron las lágrimas. Entonces Pippi propinó a su padre un cariñoso mordisco en la nariz y le dijo:

—No me había divertido tanto desde que me enzarcé en aquella lucha de marineros en Singapur.

El rey Efraín se deslizó como un reptil por debajo de la mesa para recuperar su corona.

—¡Ah, si los caníbales hubieran visto esto! —exclamó—. ¡La corona real debajo de la mesa de la cocina de Villa Mangaporhombro!

Se puso la corona y se peinó la falda de hierbas, que era bastante corta.

—Tendrás que mandarla a la zurcidora —dijo Pippi.

—Sí, pero bien ha valido la pena —repuso el capitán Calzaslargas.

Se sentó en el suelo y se secó el sudor de la frente.

—Oye, Pippi, ¿dices mentiras todavía? —preguntó.

—Solo cuando tengo tiempo, cosa que no ocurre a menudo —repuso Pippi modestamente—. ¿Y tú? Tampoco tú te quedabas corto mintiendo.

—Pues yo suelo mentir un poco para los nativos los sábados por la noche si se han portado bien durante la semana. A veces damos una fiesta nocturna de mentiras y canciones con acompañamiento de tambores y danzas a la luz de una hoguera. Cuanto mayores son mis mentiras, con más vigor suenan los tambores.

—¿De veras? —dijo Pippi—. Pues a mí aquí nadie me toca el tambor. En esta soledad, se me llena la cabeza de mentiras de tal modo que da gusto oírme. Pero nadie toca ni siquiera un peine por mí. La otra noche, ya acostada, inventé una larga historia sobre un ternero que hacía puntillas de ganchillo y trepaba a los árboles y, aunque os parezca mentira, me creí toda la historia. A esto le llamo yo saber mentir. Y ningún tambor redobló por mí… ¡ninguno!

—Bien, pues voy a hacerlo yo —dijo el capitán Calzaslargas.

Y empezó a golpear el tambor con un largo rifle en honor de su hija.

Pippi se sentó en sus rodillas y frotó su cara, llena de hollín, contra la mejilla de su padre, cuya cara quedó tan tiznada como la de ella.

Annika reflexionaba. No sabía si debía decir lo que estaba pensando, pero no pudo callarse.

—No está bien mentir —dijo—. Mamá lo dice.

—¡Qué tonta eres, Annika! —exclamó Tommy—. Pippi no miente en serio. Lo hace por divertirse. Juega a inventar cosas, ¿entiendes?

Pippi miró pensativa a Tommy. Al fin dijo:

—A veces hablas con tanto juicio que me temo que un día te veré convertido en una persona mayor.

Se había hecho de noche. Tommy y Annika tenían que regresar a su casa. Había sido un día magnífico. ¡Qué suerte haber visto a un rey de caníbales de verdad, y cómo se habían divertido! Por otra parte, ¡qué alegría para Pippi que su padre hubiese vuelto a casa! Sin embargo, sin embargo…

Una vez en cama, Annika y Tommy no se pusieron a charlar como solían hacer. Un gran silencio reinaba en el cuarto de los niños.

De pronto se oyó un suspiro. Era Tommy.

Momentos después, otro suspiro. Era Annika.

—¿Por qué suspiras? —preguntó Tommy tristemente.

Pero no obtuvo respuesta: Annika lloraba con la cabeza debajo de la sábana.