PIPPI ESCRIBE UNA CARTA Y VA UN RATO A LA ESCUELA

—Hoy —dijo Tommy—, Annika y yo hemos escrito una carta a nuestra abuela.

—¿De verdad? —exclamó Pippi mientras removía algo en una cazuela con el mango del paraguas—. Va a ser una cena estupenda —añadió metiendo la nariz en la cazuela para oler el contenido—. Hiérvase durante una hora, remuévase y sírvase inmediatamente, sin jengibre… ¿Qué me decías? ¿Que habéis escrito a vuestra abuela?

—Sí —repuso Tommy, que estaba sentado en la leñera de Pippi, balanceando las piernas—, y muy pronto recibiremos contestación.

—Yo nunca recibo cartas —se lamentó Pippi.

—Tampoco escribes ninguna —dijo Annika—. Para recibir cartas, hay que empezar por escribirlas.

—Y eso te pasa por no querer ir al colegio —dijo Tommy—. Nunca aprenderás a escribir si no vas.

—Yo sé escribir —le repuso Pippi—. Conozco muchas letras. Fridolf, un marinero del barco de mi padre, me las enseñó. Y cuando se me acaban las letras, pongo números. Sí, señor; yo sé escribir. Lo que pasa es que no sé qué escribir. ¿Qué decís vosotros en las cartas?

—¡Oh! —exclamó Tommy—. Pues yo empiezo por preguntarle a la abuela cómo está, y luego le digo que yo estoy bien, y después suelo hablar un poco del tiempo y de cosas así. Hoy le he dicho también que había matado una rata muy grande en la bodega.

Pippi reflexionó. Luego dijo:

—Es una vergüenza que yo no reciba nunca cartas. Todos los niños las reciben. Esto no puede continuar. Ya sé que no tengo abuela que me escriba, pero esto tiene arreglo, pues puedo escribirme yo misma. Voy a hacerlo ahora mismo.

Abrió la puerta del horno y miró al interior.

—Aquí tenía que haber un lápiz, si no me equivoco.

Sí, había un lápiz. Pippi lo sacó. Luego partió en dos una gran bolsa de papel blanco y se sentó a la mesa de la cocina. Con el ceño fruncido, empezó a morder el extremo del lápiz.

—¡No me molestéis! Estoy pensando —dijo.

Tommy y Annika decidieron ponerse a jugar con el Señor Nelson mientras Pippi escribía. Empezaron a ponerle y quitarle disfraces. Annika tuvo la ocurrencia de acostarlo en la verde camita de muñecas, y el mono se quedó dormido. Annika quería jugar a las enfermeras. Tommy haría de doctor, y el Señor Nelson, de niño enfermo. Pero el mono ya no quería estar acostado: a cada momento se levantaba, empezaba a dar saltos y se colgaba de la lámpara con el rabo.

Pippi levantó la cabeza, dejando de escribir.

—¡Qué tonto eres, Señor Nelson! —exclamó—. Los niños enfermos no se cuelgan de las lámparas con el rabo. Por lo menos en este país. He oído decir que lo hacen en África del Sur. Allí cuelgan a los niños de una lámpara en cuanto tienen un poquitín de fiebre, y allí lo dejan hasta que se pone bien. Pero no estamos en Africa del Sur, deberías entenderlo.

Entonces Annika y Tommy dejaron al Señor Nelson y salieron al porche a cepillar al caballo. El animal se alegró mucho al verlos y les olfateó las manos para ver si le llevaban azúcar. No habían pensado en ello, pero Annika entró corriendo en la casa y cogió un par de terrones.

Pippi no cesaba de escribir. Por fin terminó la carta. No tenía sobre, pero Tommy fue a su casa por uno. Y, de paso, cogió un sello. Pippi escribió con todo cuidado su nombre y su dirección en el sobre: «Señorita Pippilotta Calzaslargas. Villa Mangaporhombro».

—¿Qué dice la carta? —preguntó Annika.

—¿Cómo quieres que lo sepa si ni siquiera la he recibido todavía?

En ese preciso instante pasaba el cartero por delante de Villa Mangaporhombro.

—A veces una tiene suerte —comentó Pippi— y encuentra al cartero cuando lo necesita.

Salió corriendo a la calle.

—¿Tiene usted la amabilidad de entregar esto a la señorita Pippi Calzaslargas? —dijo al cartero—. Es muy urgente.

El cartero miró primero la carta y después a Pippi.

—¿No es usted misma Pippi Calzaslargas? —le preguntó.

—Desde luego. ¿Quién quiere usted que sea, la emperatriz de Abisinia?

—Entonces, ¿por qué no se queda usted con su carta?

—¿Que por qué no me quedo con mi carta? —repuso Pippi—. ¿Pretende usted que me la entregue yo misma? Eso es pedir demasiado. ¿Acaso se ha puesto de moda que la gente se entregue ella misma cartas? Entonces, ¿qué pintan los carteros? Podrían ustedes irse a casa. Nunca he oído una tontería tan grande. Si esta es su manera de trabajar, no llegará usted a administrador de correos, se lo aseguro.

El cartero se dijo que lo mismo le daba hacer lo que aquella niña quería, y dejó caer la carta en el buzón de Villa Mangaporhombro. Apenas estuvo dentro, Pippi la volvió a sacar.

—¡Oh, qué impaciente estoy! —dijo a Tommy y a Annika—. Es la primera carta que recibo en mi vida.

Los tres niños se sentaron en las gradas del porche, y Pippi rasgó el sobre. Tommy y Annika miraron por encima del hombro de su amiga y leyeron:

QUERIDA PIPPI

ES PERO QUESTES VUON VUENA.

SERA I PENA QUE TE ECUEN3 MAL.

YO ESTOY VUENA.

EL TIEMPO ES MALO TAN VIEN.

AYER TOMMY MATO I RRATA.

SI. ESO HISO.

SALUDOS MUI CARIÑOSOS DE PIPPI

—¡Oh! —exclamó Pippi, extasiada—. Mi carta dice exactamente lo mismo que tú le dijiste en la tuya a tu abuela, Tommy. De modo que podéis estar seguros de que es una carta de verdad. La conservaré toda mi vida.

Guardó la carta en el sobre y este en uno de los cajones de la cómoda que tenía en el recibidor. A Annika y Tommy les encantaba contemplar los tesoros de la cómoda de Pippi. De vez en cuando, Pippi les regalaba alguna de las cosas que iba sacando de los cajones y, sin embargo, estos continuaban tan llenos como antes.

—Pero en esa carta —dijo Tommy cuando Pippi la hubo guardado— hay muchas palabras mal escritas.

—Es verdad, Pippi; te convendría ir al colegio para aprender a escribir un poco mejor —opinó Annika.

—Gracias —repuso Pippi—. Una vez fui un día entero, y aprendí tanto que todavía estoy mareada.

—Un día de estos vamos a ir de merienda todos los alumnos —dijo Annika.

—¡Oh, qué pena! —exclamó Pippi mordisqueándose una de las trenzas—. Yo no puedo ir a la merienda porque no voy al colegio. La gente se cree con derecho a tratar de cualquier modo a los que no han ido a la escuela para aprender a plutificar.

—Multiplicar —corrigió Annika dándose importancia.

—Pues eso he dicho: plutificar.

—Nos adentraremos unas siete millas en el bosque. Y allí jugaremos —dijo Tommy.

—¡Qué pena! —exclamó de nuevo Pippi.

El día siguiente amaneció tan templado y despejado que para los colegiales era un verdadero fastidio tener que permanecer encerrados en el colegio. La maestra abrió todas las ventanas y dejó que el sol entrara a raudales. Cerca de una de las ventanas había un abedul, y en él un estornino. El pájaro cantaba tan alegremente que los niños le escuchaban embelesados, sin que les importara lo más mínimo que nueve por nueve fueran ochenta y uno.

En esto, Tommy dio un salto de asombro.

—¡Mire, señorita! —exclamó señalando la ventana—. ¡Ahí está Pippi!

Todos los niños se volvieron y vieron que, efectivamente, Pippi estaba allí, sentada en una rama del abedul. Se la veía muy cerca de la ventana, pues la rama llegaba casi hasta el alféizar.

—¡Hola, profesora! —gritó—. ¡Hola, muchachos!

—¡Hola, Pippi, buenos días! —dijo la maestra.

Pippi había ido un día, uno solo, a la escuela. Por eso la profesora la conocía. Las dos habían acordado que Pippi volvería a la escuela cuando fuese un poco mayor y más juiciosa.

—¿Qué quieres, Pippi? —preguntó la maestra.

—Pues… solo quería rogarle que me tirase por la ventana una pequeña plutificación —repuso Pippi—. Así podré ir de merienda con ustedes. Y si ha descubierto más letras, puede tirármelas también.

—¿No quieres entrar un ratito? —preguntó la profesora.

—Preferiría no entrar —contestó con toda franqueza Pippi, mientras se recostaba cómodamente en la rama—, pues si entrase me marearía. La sabiduría es tan espesa ahí dentro que se puede cortar con un cuchillo. Pero ¿no cree usted que podría enviarme un poco de esa sabiduría por la ventana? Solo la que me haga falta para poder ir de merienda.

—Ya veremos —contestó la maestra, y continuó con la lección de aritmética.

Todos los niños estaban encantados de ver a Pippi sentada cerca de ellos, en la rama del abedul. A todos les había dado dulces y juguetes el día que fue de compras. Pippi llevaba consigo al Señor Nelson, naturalmente, y a los niños les divertía mucho ver al mono saltar de rama en rama. A veces saltaba al interior de la clase, y en uno de estos brincos aterrizó en la cabeza de Tommy y empezó a tirarle del pelo. Y la maestra dijo a Pippi que llamase al Señor Nelson, porque Tommy iba a dividir trescientos quince por siete a la vista de todos sus compañeros, y estas cosas no pueden hacerse con un mono en la cabeza. Las lecciones no fueron nada bien aquella mañana. El sol primaveral, el estornino, Pippi y el Señor Nelson eran demasiadas cosas para que los niños no se distrajeran.

—¡No sé lo que os pasa hoy! —exclamó la maestra.

—¿Sabe usted lo que les pasa? —dijo Pippi desde el árbol—. Pues que no está el día para plutificaciones.

—Estamos haciendo divisiones —repuso la profesora.

—En un día tan hermoso no debe poner ninguna clase de «iones» —dijo Pippi—. Bueno, solo diversiones.

La profesora se dio por vencida.

—Bien; dinos tú cómo nos podemos divertir.

—¡Yo qué sé! —exclamó Pippi mientras se colgaba de la rama con las piernas, de modo que sus rojas trenzas casi tocaban el suelo—. Pero conozco un colegio donde no hay más que diversión. «Diversiones todo el día», dice el programa escolar.

—¿Es posible? —preguntó la maestra—. ¿Dónde está ese colegio?

—En Australia —repuso Pippi—, en un pueblecito de aquel país, bajando por el sur.

Volvió a sentarse en la rama y sus ojos centellearon.

—¿Y cómo se divierten? —inquirió la maestra.

—De mil maneras —respondió Pippi—. Generalmente, empiezan a saltar por la ventana uno tras otro, y cuando ya están fuera, vuelven a entrar, lanzando gritos tremendos. Entonces se ponen a saltar por los asientos, como verdaderas furias.

—¿Y qué dice la profesora? —preguntó la maestra.

—¿La profesora? ¿Qué va a decir, si es la primera en saltar? Por cierto, que les gana a todos en rapidez… Luego los niños entablan un combate que dura una media hora, y la profesora lo presencia y los alienta. Cuando llueve, todos los alumnos se quitan la ropa y saltan y bailan bajo la lluvia. La maestra toca una marcha en el órgano, y ellos danzan al compás de la música. Algunos se ponen debajo del desagüe de la lluvia, y así pueden tomar una verdadera ducha.

—¿Eso hacen? —preguntó la maestra.

—Sí —contestó Pippi—. Y es un colegio muy bueno, uno de los mejores de Australia. Pero está muy lejos; allá en el sur.

—Ya lo sé —dijo la maestra—. Pero esas diversiones no se han hecho para este colegio.

—Pues eso no está bien —repuso Pippi—. Si al menos dejara usted saltar por los asientos, me atrevería a entrar un rato.

—Para dar saltos tendrás que esperar a que vayamos de merienda —dijo la profesora.

—¡Oh! ¿De verdad podré ir a la merienda? —exclamó Pippi. Y se puso tan contenta que dio un salto mortal desde el árbol hasta el suelo—. Escribiré a Australia y lo contaré. Y les diré que no queremos para nada sus diversiones, porque una merienda campestre es lo más divertido del mundo.