PIPPI PREPARA UNA EXCURSIÓN

—Hoy no tenemos que ir al colegio —dijo Tommy a Pippi—. Lo han cerrado para hacer una buena limpieza.
—¡Vaya! Injusticia tras injusticia. Yo no tengo ningún día libre, aunque lo necesito urgentemente. ¡Fijaos cómo está el suelo de esta cocina! Pero, ahora que lo pienso, podría limpiarlo aunque no sea mi día libre. Por tanto, me quedaré y lo limpiaré. ¿No os parece? Si os sentáis en la mesa de la cocina, no me estorbaréis.
Tommy y Annika, obedientes, se sentaron en la mesa. El Señor Nelson subió a ella también, para echarse a dormir en el regazo de Annika.
Pippi calentó agua en una cacerola y la derramó resueltamente por el suelo de la cocina. Luego se quitó los grandes zapatos y los depositó con todo cuidado en el estante del pan. A continuación se ató dos cepillos a los pies desnudos y empezó a patinar; daba la impresión de que estaba arando el suelo de la cocina.

—Yo podría ser la reina del patín —dijo levantando de tal modo la pierna izquierda que el cepillo de este pie tropezó con la lámpara que pendía del techo—. Gracia y agilidad no me faltan —añadió saltando por encima de una silla—. Bueno, me parece que esto está ya limpio.
Y se quitó los cepillos.
—El suelo está chorreando. ¿Por qué no lo secas? —le preguntó Annika.
—Ya se secará solo. No creo que se constipe.
Tommy y Annika bajaron de la mesa y cruzaron la cocina con el mayor cuidado, a fin de mojarse los pies lo menos posible.
Fuera brillaba el sol en un cielo intensamente azul. Era uno de esos días dorados de septiembre en que resulta maravilloso andar por los bosques. Pippi tuvo una idea.
—¿Y si cogiéramos al Señor Nelson y nos fuésemos de excursión?
—¡Magnífico! —exclamaron, llenos de júbilo, Tommy y Annika.
—Pues id a avisar a vuestra madre mientras yo preparo la comida.
A Tommy y a Annika el plan les pareció de perlas. Corrieron a su casa y enseguida estuvieron de vuelta. Pippi los esperaba ya a la puerta con el Señor Nelson al hombro, un bastón en una mano y una vieja cesta en la otra.
Los niños anduvieron un trecho por la carretera y luego tomaron un sendero que atravesaba un campo poblado de abedules y avellanos. Anda que andarás, llegaron a una valla tras la que se extendía un paraje de cautivadora belleza. Junto a la valla, cortándoles el paso, había una vaca que no parecía tener intención de moverse. Annika le dijo algo, y Tommy se acercó a ella valientemente e intentó espantarla, pero el animal no hizo el menor movimiento, sino que se quedó mirando a los niños fijamente, con ojos bovinos. Para terminar de una vez, Pippi dejó la cesta en el suelo, se acercó a la res, la levantó en vilo y la apartó. La pobre vaca se fue, avergonzada, caminando pesadamente entre los árboles.
—Las vacas son tan testarudas como los cerdos —dijo Pippi, al mismo tiempo que saltaba la valla con los pies juntos—. ¿Y cuál es el resultado? Que los cerdos son tan testarudos como las vacas. Solo de pensarlo dan ganas de llorar.
—¡Qué campo tan precioso! —exclamó Annika entusiasmada mientras saltaba de piedra en piedra.
Tommy sacó su cortaplumas —el regalo de Pippi— y, con dos ramas, empezó a hacer dos bastones, uno para Annika y otro para él. Se hizo algunos cortes, pero no les dio importancia.
—Podríamos coger setas —dijo Pippi, mientras arrancaba a pedazos una preciosa, de color rojo—. No sé si estas se podrán comer —añadió—; pero sí sé que no se pueden beber. Por tanto, no hay más solución que comérselas. A lo mejor son buenas.
Se comió un buen trozo.
—¡Es buena! —exclamó alegremente—. Deberíamos guisarlas alguna vez —añadió, arrojando el resto de la seta por encima de los árboles.
—¿Qué llevas en la cesta, Pippi? —preguntó Annika—. ¿Algo bueno?
—No te lo daría por todo el té de China —contestó Pippi—. Primero buscaremos un sitio donde poner las cosas.
Empezaron a buscar un sitio alegremente. Annika descubrió una piedra plana y espaciosa, que le pareció bien. Pero estaba infestada de hormigas rojas.
—No quiero sentarme con ellas —dijo Pippi— porque no las conozco.
—Además, muerden —agregó Tommy.
—Pues si te muerden —dijo Pippi—, muérdelas tú.
Tommy divisó entonces un pequeño claro entre dos avellanos y juzgó que aquel era el mejor sitio para sentarse.
—Allí no hay bastante sol para que me salgan pecas —dijo Pippi—, y a mí me gusta tener pecas.
Un poco más lejos había un pequeño risco por el que se podía trepar fácilmente. En la parte superior del peñasco había un saliente soleado que parecía un balcón. Allí se sentaron los tres.
—Y ahora cerrad los ojos mientras yo saco las cosas —dijo Pippi.
Annika y Tommy cerraron los ojos y oyeron abrir la cesta y crujir papeles.
—Uno, dos, diecinueve… ¡Ya podéis mirar! —exclamó, al fin, Pippi.

Así lo hicieron, y su alegría no tuvo límites al ver las cosas exquisitas que Pippi había colocado sobre la roca desnuda. Vieron suculentos bocadillos de carne y jamón, una larga hilera de pastelillos espolvoreados con azúcar, salchichas y tres budines de piña. Pippi había aprendido todos los secretos de la buena cocina en el barco que capitaneaba su padre.
—¡Cómo me gustan los días de asueto! —exclamó Tommy con un pastelillo dentro de la boca—. Todos los días deberían ser de asueto.
—Pues a mí no me gustaría —dijo Pippi—. ¿Sabes por qué? Porque no me hace ninguna gracia limpiar la casa. Es divertido limpiar, desde luego, pero no todos los días.
Al fin, los tres quedaron tan repletos que casi no podían moverse, y estuvieron un rato sentados bajo la caricia del sol.
—No sé si será difícil volar —dijo Pippi mirando, soñadora, por el borde del saliente.
Estaban a bastante altura del suelo, y el risco, por aquel lado, era tan vertical como una muralla.
—Podríamos aprender a volar hacia abajo —continuó Pippi— Volar hacia arriba debe de ser mucho más difícil, y lo natural es empezar por lo más fácil. Voy a probarlo.
¡No, Pippi! —exclamaron Annika y Tommy—. Por lo que más quieras, no lo intentes.
Pero Pippi estaba ya de pie en el borde de la roca y dijo:
—¡Vuela, mariposa, vuela! —Y levantó los brazos y se lanzó al vacío.
Medio segundo después se oyó un golpe: el choque del cuerpo de Pippi contra el suelo. Annika y Tommy se tendieron de bruces y miraron, temerosos, hacia abajo. Pippi se puso en pie y se sacudió las rodillas.
—Se me ha olvidado aletear —dijo tranquilamente—. Además, llevo en el cuerpo demasiados pastelillos.
En este momento advirtieron que el Señor Nelson había desaparecido. Se había marchado y vagaba a su antojo de aquí para allá. Todos lo habían visto hacía unos instantes mordisqueando la cesta de la comida. Pero, al efectuar Pippi su ejercicio de vuelo, se habían olvidado de él, y después ya no lo vieron.
Pippi se enfadó tanto que arrojó uno de sus zapatos a un charco enorme y profundo que había cerca.
—¡No se puede llevar de excursión a los monos! —exclamó—. Debí dejarlo en casa, cuidando del caballo. Eso habría sido lo mejor.
Se internó en el charco para buscar el zapato, hasta que el agua le llegó a la cintura.
—Es conveniente mojarse la cabeza —afirmó. Y mantuvo la cabeza debajo del agua tanto tiempo que empezaron a aparecer burbujas—. Ya no tengo que ir a la peluquería para que me laven la cabeza —dijo alegremente cuando reapareció.
Luego salió del charco con el zapato y se lo puso. Seguidamente, los tres emprendieron la busca del Señor Nelson.
—Oíd el ruido que hago al andar —dijo Pippi, riendo—. Mi traje hace «plaf, plaf», y mis zapatos, «plif, plif». ¡Es gracioso! ¿Por qué no lo pruebas? —preguntó a Annika, que, como de costumbre, llevaba perfectamente peinados sus rubios y sedosos cabellos y lucía un vestido de color rosa y unos zapatos blancos.
—Otro día lo probaré —contestó la juiciosa Annika.
Prosiguieron su camino.
—Estoy indignada con el Señor Nelson —dijo Pippi—. Nunca cambiará. Un día se me escapó en Soerabaja y se colocó de mayordomo en casa de una anciana viuda… Bueno, esto no es verdad, ¿sabéis? —confesó tras una pausa.
Tommy sugirió que cada uno fuera en una dirección distinta. Annika, siempre tan temerosa, se opuso al principio; pero Tommy le dijo:
—Tú no eres una cobarde, ¿verdad?
Naturalmente, Annika no quiso confesar que lo era, y los tres se separaron, tomando caminos diferentes.
Tommy se internó en un prado. No vio al Señor Nelson, pero sí a otro animal: ¡un toro! Mejor dicho, el toro vio a Tommy, y Tommy no le gustó, porque era un toro de mal genio a quien no le gustaban los niños. Con un bramido espantoso y bajando la cabeza, corrió hacia Tommy, quien lanzó un grito de angustia que pudo oírse a gran distancia. Pippi y Annika acudieron corriendo y preguntándose qué significaría aquel grito. El toro había prendido ya al niño con sus cuernos y lo mantenía en el aire, a considerable altura.
—¡Qué toro tan bruto! —dijo Pippi a Annika, que lloraba desconsoladamente—. Lo que hace ese bicho no está bien; le está ensuciando a Tommy ese traje de marinero tan blanquito que lleva. Tendré que ir a hacer entrar en razón a ese toro tan borrico.
Entonces se acercó al toro y le tiró del rabo.
—Perdone usted que le interrumpa —le dijo.
Y como los tirones de rabo eran enérgicos, el toro se volvió y se encontró ante una niña desconocida a la que decidió cornear también.
Repito que me perdone usted por la interrupción —dijo Pippi—. Y perdón también por esta rotura —añadió, rompiéndolé un cuerno—. Este año no está de moda llevar dos cuernos. Los mejores toros solo llevan uno. ¡O ninguno! —Y le rompió el otro.
Como estos animales no tienen sensibilidad en los cuernos, el toro no se enteró de que había perdido los suyos, y embistió a Pippi dispuesto a convertirla en compota de manzana.
—Ja, ja, ja! —rio Pippi—. No me des más topetazos. No puedes imaginarte las cosquillas que tengo. ¡Ja, ja, ja! ¡Basta, basta, que me voy a morir de risa!
Pero como el toro no cesaba de golpearla con la cabeza, al fin Pippi se subió a su lomo para descansar. Pero al toro no le gustó tener a Pippi encima y empezó a dar vueltas y a hacer cabriolas, con el propósito de arrojarla al suelo, cosa que no consiguió, pues la niña permanecía aferrada a su cuerpo con las piernas.
El toro corrió hacia delante y hacia atrás por el prado, y bramó de tal modo que empezó a salirle humo de la nariz. Pippi reía, lanzaba gritos y hacía señas a Tommy y a Annika, que permanecían a una prudente distancia, temblando como hojas.
Como el toro diera una vuelta en redondo, siempre con el propósito de librarse de Pippi, esta gritó, apretando la tenaza de sus piernas:
—¡Mirad cómo bailo con este buen amigo!
Al fin, el toro se sintió tan cansado que se echó en el suelo y se dijo que ojalá no hubiese en el mundo ni un solo niño. Por algo no había comprendido nunca para qué servían los niños.
—¿Vas a dormir la siesta? —preguntó Pippi—. Entonces no quiero molestarte.
Saltó del lomo del toro y se acercó a sus amigos. Tommy había llorado un poquito, pues el toro le había hecho daño en un brazo. Annika se lo vendó con su pañuelo, y enseguida dejó de dolerle.
—¡Oh, Pippi! —exclamó Annika, temblando, cuando llegó su amiga.
—No grites —susurró Pippi—, que puedes despertar al toro. Se ha dormido, y si lo despertamos se enfadará.
Sin embargo, empezó a llamar al Señor Nelson a grandes voces.
—¿Dónde demonio te has metido? ¡Nosotros nos vamos a casa!
El Señor Nelson estaba allí mismo, acurrucado en la copa de un pino, mordiéndose el rabo con cara triste. La verdad, no era nada agradable para un mono tan pequeño que lo dejasen solo en pleno campo. Así pues, saltó desde el pino hasta el hombro de Pippi y agitó en el aire su sombrero de paja, como solía hacer cuando estaba contento.
—Esta vez no te has colocado de mayordomo —dijo Pippi acariciándole la espalda—. Claro que eso era mentira. Pero ¿y si resultara que es verdad? A lo mejor, amigos míos, fue de veras mayordomo en Soerbaja. Por si acaso, desde hoy le haré servir la cena.
Emprendieron el camino de regreso. Pippi tenía aún la ropa chorreando y los zapatos llenos de agua. Annika y Tommy opinaban que habían pasado un día delicioso —dejando aparte la aventura del toro—, y empezaron a cantar una canción que habían aprendido en el colegio. Era una canción de verano y ya casi estaban en otoño, pero se dijeron que eso daba lo mismo.
En días alegres del estío cálido,
colinas y bosques me gusta cruzar;
la jornada es dura, mas todos cantamos
durante la marcha, tralaralará.
¡Muchachos, oíd!
¡Venid a cantar!
Suenan en el aire las notas alegres,
la música airosa de nuestro cantar,
que anima esta marcha que no se detiene.
¡Cantemos, muchachos! ¡Muchachos, cantad!
Pippi también cantaba esta canción, pero con letra diferente:
En días tranquilos del estío cálido,
colinas y bosques me gusta cruzar,
hago lo que quiero durante la marcha
con mis pies mojados, tralaralará,
que chorrean agua
y hacen «¡plaf, plaf, plaf!».
Cantemos, cantemos al torito tonto
que allá sobre el prado nos quiso matar.
¡Ay, cómo me gusta el pastel de pollo!
Mis pies en el suelo hacen «¡plaf, plaf, plaf!».
