PIPPI VA DE MERIENDA CON LOS ALUMNOS DEL COLEGIO

Los niños charlaban, reían, pataleaban de gozo. Allí estaba Tommy con su mochila a la espalda, y Annika, que lucía un flamante traje de algodón, y la maestra, y todos los alumnos, excepto un pobre niño que había tenido la desgracia de coger unas anginas precisamente el día de la merienda. Y frente a todos iba Pippi, montada en su caballo. A su espalda se veía al Señor Nelson, con un espejito en la mano que exponía al sol, dando muestras de júbilo si lograba enfocar un ojo de Tommy.

Annika había dado por seguro que llovería el día de la merienda, y tan convencida estaba de ello que casi se había enfadado con el tiempo por adelantado. Pero, como para demostrar que a veces puede tenerse suerte, el sol brillaba aunque fuese día de merienda campestre, y Annika sentía que el corazón le saltaba de gozo, mientras iba camino adelante con el flamante vestido de algodón. Por el mismo motivo, todos los niños se mostraban radiantes y felices. La carretera discurría entre espigas de sauce en flor, y en cierto momento de su marcha se toparon con un auténtico prado de florecillas silvestres. Los niños decidieron hacer grandes ramos de espigas de sauce y ramilletes de florecillas silvestres de color amarillo cuando regresaran de la excursión.

—¡Qué día tan hermoso! —exclamó Annika alzando la mirada hacia Pippi, que iba en su caballo, erguida como un general.

—Un día espléndido. Desde que luché con el campeón de boxeo de San Francisco, nunca me había sentido tan feliz —repuso Pippi—. «¿Te gustaría montar un poco?

¿Cómo no le iba a gustar? Pippi la alzó y la sentó delante de ella, en la grupa del caballo. Al verla cabalgar, los demás niños quisieron montar también, como es lógico, y Pippi los fue izando por turnos. Pero a Tommy y a Annika los llevó con ella más tiempo que a los otros. Sin embargo, a una niña que tenía una llaga en un talón la llevó todo el camino sentada a su espalda. El Señor Nelson le tiraba de las trenzas cada vez que podía atraparlas.

La merienda se celebraría en un bosque llamado el Bosque de los Monstruos (Pippi pensó que quizá sería porque era monstruosamente bello). Cuando estaban a punto de llegar, Pippi saltó del caballo, le dio unas cuantas palmadas cariñosas y le dijo:

—Nos has llevado durante tanto tiempo que debes de estar cansado. No es justo que uno solo trabaje para todos los demás.

Y alzó el caballo con sus fuertes brazos y así lo llevó hasta que llegaron a un claro del bosque y la maestra dijo:

—Nos detendremos aquí.

Pippi miró a su alrededor y exclamó:

—¡Salid, monstruos, y medid vuestras fuerzas conmigo!

La maestra le dijo que no había monstruos en el bosque, y Pippi se sintió muy decepcionada.

—¡Un bosque de monstruos sin monstruos! ¡Qué cosas se le ocurren a la gente! Pronto inventarán los fuegos sin fuego y las fiestas de Navidad sin Navidad… ¡Qué vida esta! Pero el día que empiece a ver pastelerías sin pasteles, le ajustaré las cuentas a más de uno. En fin, tendré que hacer yo de monstruo: no veo otra solución.

Y lanzó un alarido tan tremendo que la maestra tuvo que taparse los oídos y varios niños quedaron sobrecogidos de espanto.

—¡Eso! Jugaremos a que Pippi es un monstruo —exclamó Tommy, aplaudiendo con entusiasmo.

A todos los niños les pareció excelente la idea. El monstruo penetró en una profunda grieta que había entre las rocas —su guarida—, y todos los niños empezaron a pasar por delante de la entrada, gritándole para enfurecerlo.

—¡Monstruo bobalicón! ¡Monstruo de pacotilla!

Entonces el monstruo salió de la grieta bramando y empezó a perseguir a los niños, que corrían en todas direcciones, buscando donde esconderse. El monstruo capturó a varios y se los llevó a rastras a su guarida diciendo que los iba a guisar para comérselos.

Los capturados lograban escaparse mientras el monstruo salía a cazar más niños. Salir no era cosa fácil, pues había que trepar por una roca escarpada, sin más asidero que un pequeño pino, y no sabía uno dónde poner los pies. Pero era emocionante, y los niños decían que aquel juego era el mejor del mundo.

La maestra leía tendida en la verde hierba, y observaba a los niños de vez en cuando.

—Es el monstruo más salvaje que he visto en mi vida —observó.

Lo era. Daba saltos, bramaba, se echaba de una vez tres o cuatro niños al hombro y se los llevaba a su guarida. A veces trepaba furioso a las copas de los árboles más altos y saltaba de rama en rama, como un mono. Otras, montaba de un salto en su caballo y daba caza a varios de los niños que huían entre los árboles. Con el caballo lanzado a galope tendido, el jinete se inclinaba, se apoderaba de un niño tras otro y los iba sentando delante de él. Luego galopaba hacia la guarida, profiriendo alaridos como un loco.

—¡Voy a guisaros para la cena!

Era tan divertido el juego que los niños habrían deseado que no acabara nunca. Pero de pronto todo quedó en calma. Annika y Tommy se acercaron al monstruo para ver qué ocurría, y lo hallaron sentado en una piedra, mirando con un gesto de pesar algo que tenía en la mano.

—Está muerto, mirad; está muerto —dijo el monstruo.

Lo que estaba muerto era un pajarillo recién nacido que se había caído del nido.

—¡Pobrecito! —exclamó Annika.

El monstruo asintió.

—Pippi, ¿estás llorando? —preguntó Tommy.

—¿Llorando yo? —repuso Pippi—. ¡Yo qué voy a llorar!

—Pues tienes los ojos encarnados —dijo Tommy.

—¿Los ojos encarnados? —preguntó Pippi. Y pidió prestado al Señor Nelson su espejo de bolsillo para mirarse—. ¿A esto llamas encarnado? ¡Ah, si hubieses estado con mi padre y conmigo en Batavia! Había allí un hombre con los ojos tan encarnados que la policía no le permitía andar por las calles.

—¿Por qué?

—Porque lo tomaban por una señal de stop, y se armaban unos líos tremendos en el tráfico. ¡Ojos encarnados yo! ¿Crees que puedo llorar por esta ridiculez de pajarillo?

—¡Monstruo de pacotilla! ¡Monstruo de pacotilla!

De todas partes llegaban niños para averiguar dónde se escondía el monstruo. Pippi cogió el pajarillo y lo depositó delicadamente en un lecho de suave musgo.

—Si pudiera, te devolvería la vida —dijo, y lanzó un profundo suspiro.

A esto siguió un tremendo alarido.

—¡Os guisaré para cenar! —aulló.

Y los niños, con alegres gritos, desaparecieron entre los matorrales.

Ulla, una de las niñas de la clase, vivía enfrente mismo del Bosque de los Monstruos. Su madre la había autorizado a que invitara a la maestra y a sus compañeros (y también a Pippi, naturalmente) a tomar unos refrescos en su jardín. Así, cuando los niños hubieron jugado al monstruo un buen rato, y saltado por las rocas, y paseado sus barquitas de abedul en una gran charca, y visto cuántos de ellos se atrevían a saltar desde una piedra muy alta, Ulla dijo que ya era hora de ir a su casa a tomar el ponche de frutas. La maestra, que había leído su libro de cabo a rabo, asintió, reunió a los niños y todos abandonaron el Bosque de los Monstruos.

En el camino se encontraron con un hombre que conducía un carro cargado de sacos. Los sacos eran muchos y muy pesados y el caballo estaba rendido. Una de las ruedas del carro cayó en una zanja, y Bolmsterlund, que así se llamaba el carretero, se enfureció. Creyendo que había sido culpa del caballo, echó mano del látigo y empezó a dar una serie de latigazos al pobre animal. El caballo tiraba con todas sus fuerzas, tratando de sacar el carro del atolladero, pero no podía. Bolmsterlund estaba cada vez más furioso, y los latigazos eran cada vez más fuertes. Al ver esto, la profesora se compadeció del pobre caballo.

—¿No le da vergüenza martirizar a un animal de ese modo? —dijo a Bolmsterlund.

Este dejó el látigo un momento, escupió y repuso:

—No se meta usted en lo que no le importa si no quiere que me líe a latigazos con usted y con toda su compañía.

Escupió de nuevo y volvió a levantar el látigo. Al pobre caballo le temblaba todo el cuerpo. Y entonces, de repente, algo surgió como un relámpago del grupo de niños. Era Pippi. Tenía un cerco blanco alrededor de la nariz, y cuando Pippi tenía un cerco blanco alrededor de la nariz era porque estaba enfadada. Annika y Tommy lo sabían. Pippi se arrojó sobre Bolmsterlund, lo cogió por la cintura y lo lanzó al aire. Cuando llegó al suelo, lo cogió de nuevo y lo volvió a lanzar hacia arriba. Cuatro, cinco, seis viajes aéreos hizo el carretero. No sabía lo que le pasaba.

—¡Socorro, socorro! —gritaba, asustado.

Al fin quedó en el suelo tras un gran porrazo y sin el látigo, pues lo había perdido.

Pippi se plantó ante él con las manos en la cintura.

—¡No vuelvas a pegarle al caballo!, ¿oyes? Una vez, en Ciudad del Cabo, me encontré con un hombre que le pegaba a su caballo, como tú. Llevaba un bonito uniforme, y le dije que si volvía a pegarle a su caballo le pondría perdido de arañazos y le destrozaría el bonito uniforme. El no hizo caso, y una semana después volvió a pegarle al caballo. Fue una lástima de uniforme.

Bolmsterlund seguía sentado en la carretera, lleno de estupor.

—¿Adonde va usted? —preguntó Pippi.

Bolmsterlund, atemorizado, señaló a una casa de campo que había junto a la carretera.

—Allí, a mi casa.

Entonces Pippi desenganchó el caballo, que temblaba de cansancio y de miedo.

—Ven aquí, caballito —le dijo—, que otro gallo va a cantarte.

Y levantándolo con sus brazos, lo llevó a su establo. El caballo parecía estar tan asustado como Bolmsterlund.

Los niños esperaron a Pippi junto a la maestra. Entretanto, Bolmsterlund se rascaba la cabeza junto a su carro. Se preguntaba cómo podría llevar los sacos de allí a su casa.

Entonces regresó Pippi. Cogió uno de los grandes y pesados sacos y lo puso en la espalda de Bolmsterlund.

—Vamos a ver —dijo— si sabe usted acarrear tan bien como pegar. —Cogió el látigo—. En realidad, debería darle a usted unos cuantos latigazos, ya que parece tan aficionado a ellos. Pero este látigo está a punto de romperse. —Y le arrancó un pedazo—. Ya está completamente roto. ¡Qué lástima! —Y lo hizo añicos.

Bolmsterlund, cargado con el saco, echó a andar por el camino penosamente y sin pronunciar palabra. Se limitaba a dar algunos resoplidos. Y Pippi asió las varas del carro y lo llevó a casa.

—Aquí tiene sus sacos. No le cobraré ni un céntimo —dijo a Bolmsterlund después de dejar el carro ante el granero—. Lo he hecho con sumo placer. Las excursiones aéreas también han sido gratis.

Y salió. Bolmsterlund, atónito, la siguió un buen rato con la vista.

—¡Tres hurras en honor de Pippi! —exclamaron los niños cuando la vieron regresar.

La maestra quedó contentísima del gesto de Pippi.

—Ha sido un acto hermoso —le dijo—. Hemos de ser compasivos con los animales, y también con las personas, naturalmente.

Pippi montó en su caballo, visiblemente satisfecha.

—A mí me parece que he sido buena con Bolmsterlund —dijo—. Esos vuelos sin cobrarle nada…

—Así hay que proceder —dijo la maestra—: debemos ser buenos y amables con el prójimo.

Pippi se puso cabeza abajo sobre la grupa del caballo y agitó las piernas en el aire.

—¡Bueno, bueno! ¿Y el prójimo qué debe hacer?

En el jardín de Ulla había preparada una gran mesa. Estaba tan repleta de bollos y pasteles que, al verla, a los niños se les hizo la boca agua y todos corrieron a sentarse. Pippi lo hizo en un extremo de la mesa. Inmediatamente se apoderó de dos bollos y se llenó la boca con ellos. Parecía un querubín con los carrillos hinchados.

—Pippi —le reprochó la profesora—, hay que esperar a que nos inviten para empezar a comer.

—Pues usted no tiene por qué esperar a que yo la invite —dijo Pippi con la boca llena—. No me importa que las cosas se hagan sin ceremonias.

Entonces apareció la madre de Ulla. Llevaba un tarro de ponche de fruta en una mano y una jarra en la otra.

—¿Ponche o chocolate? —preguntó.

—Ponche y chocolate —respondió Pippi—. Ponche con un bollo y chocolate con otro.

Y sin hacerse de rogar, tomó de manos de la madre de Ulla el tarro del ponche y la jarra del chocolate a la vez y echó un largo trago de cada uno.

—Se ha pasado la vida navegando —explicó la maestra en un susurro a la madre de Ulla, que miraba asombrada a la niña.

—Ya se ve —dijo la buena señora. Y decidió no hacer ningún caso de los rudos modales de Pippi—. ¿Quieres bollitos de melaza? —le preguntó, presentándole la bandeja.

—Me parece que sí —contestó Pippi riéndose de su propia respuesta—. A decir verdad, no tuvo usted mucha suerte al cortarlos, pero espero que, de todos modos, se puedan comer. —Y echó mano a la bandeja, de donde la sacó llena de bollitos.

De pronto vio unos bonitos pasteles de color rosa fuera de su alcance. Entonces dio un ligero tirón de la cola al Señor Nelson.

—Anda, Señor Nelson, ve a traerme uno de esos «comosellamen» rosa. Tú puedes tomar para ti dos o tres.

Y el Señor Nelson corrió a través de la mesa, derramando el agua de algunos vasos demasiado llenos.

—Confío en que habrás quedado satisfecha —dijo a Pippi la madre de Ulla cuando la niña fue a darle las gracias después de la merienda.

—Pues no del todo. Me he quedado con sed —dijo Pippi, rascándose una oreja.

—Lamento que te haya parecido poco —dijo la madre de Ulla.

—¡No se preocupe! ¡Algo es algo! —repuso Pippi alegremente.

Después de oír este diálogo, la maestra decidió tener una conversación con Pippi acerca de su comportamiento.

—Oye, Pippi —dijo amablemente—, supongo que querrás ser una verdadera señora cuando seas mayor, ¿verdad?

—¿Se refiere usted a esas que llevan un velito encima de la nariz y tres sotabarbas debajo de ella? —preguntó Pippi.

—Me refiero a las que siempre saben cómo deben comportarse y nunca dejan de ser correctas y bien educadas. Tú querrás ser una de esas señoras, ¿no es cierto?

—Tengo que pensarlo —dijo Pippi—. Pero oiga una cosa, profesora: yo decidí hace poco ser pirata cuando fuera mayor. —Estuvo un momento pensativa y añadió—: Dígame: ¿se puede ser pirata a la vez que señora bien educada? Porque entonces…

La maestra le dijo que no podía ser.

—¡Pues vaya un conflicto! —se lamentó Pippi—. No sabré por cuál de las dos cosas decidirme.

La maestra dijo que, decidiera lo que decidiese, no estaría de más que aprendiera a comportarse como es debido, porque el comportamiento de Pippi en la mesa era inadmisible.

—¡Qué difícil me va a ser aprender eso! —suspiró Pippi—. ¿Puede usted decirme las reglas más importantes?

La maestra lo hizo lo mejor que pudo, y Pippi la escuchó atentamente… No debemos servirnos hasta que se nos invite a hacerlo; no se debe coger más de un dulce de una vez; no se debe comer con el cuchillo; no debemos rascarnos mientras hablamos con otras personas; no se debe hacer esto ni lo otro…

Pippi asintió, pensativa.

—Me levantaré una hora antes todas las mañanas y haré prácticas —dijo—. Así me iré acostumbrando para el caso de que decida no ser pirata.

La maestra dijo entonces que ya era hora de regresar. Todos los niños se pusieron en fila, excepto Pippi, que se quedó sentada en el césped con un gesto de atención, como si escuchara algo.

—¿Qué pasa, Pippi? —preguntó la maestra.

—Profesora —dijo Pippi—, ¿a las señoras educadas puede gruñirles el estómago?

Volvió a prestar atención y añadió al fin:

—Porque si no puede ser, tendré que decidirme por la piratería.