PIPPI VA A LA FERIA
Una vez al año se celebraba una feria en la pequeña ciudad, y todos los niños saltaban alborozados ante la perspectiva de una fiesta tan hermosa. La población se transformaba por completo durante la feria. Las calles estaban abarrotadas de gente; mil banderas y banderines ondeaban al viento; en la plaza del mercado se montaban puestos donde podían comprarse las cosas más bonitas. Era emocionante pasear por las calles, repletas de una bulliciosa muchedumbre. Lo mejor de todo era el parque de atracciones que instalaban a la entrada de la ciudad, con su tiovivo, sus puestos de tiro al blanco, su pabellón de exposiciones y toda clase de pasatiempos. Había también una casa de fieras con toda clase de animales salvajes: tigres, serpientes gigantes, monos, focas amaestradas… Desde fuera se oían los más raros gruñidos y bramidos, y el que tenía dinero podía entrar y ver a los animales, además de oírlos.
No es, pues, de extrañar que hasta el lazo del cabello de Annika temblara de emoción cuando terminó de vestirse la mañana del primer día de feria. Ni que Tommy se tragara casi entero su bocadillo de queso. Su madre les había preguntado si querían ir con ella a la feria, y ellos le respondieron balbuceando que, si no le importaba, preferirían ir con Pippi.
—Creo que será más divertido ir con Pippi —dijo Tommy a Annika mientras entraban a todo correr en el jardín.
Annika fue de la misma opinión.
Pippi estaba ya vestida del todo y los esperaba en la cocina. Al fin había encontrado su sombrero, grande como una rueda de molino, en la leñera.
—No me acordaba de que lo usé el otro día para transportar leña —dijo mientras se echaba el sombrero sobre los ojos—. ¿Estoy bien?
Annika y Tommy tuvieron que admitir que lo estaba. Se había pintado las cejas con un trozo de carbón, y los labios y las uñas de rojo. Luego se había puesto un traje de noche que le llegaba hasta el suelo. Por el gran escote de la espalda se le veía la camisa de franela. Por debajo de la falda le asomaban los grandes zapatos negros, más vistosos que nunca, pues había atado en ellos unas borlas verdes que solo lucía en las grandes ocasiones.
—Yo creo que hay que vestirse como una verdadera dama para ir a la feria —dijo.
Ya en el camino, dio unos pasos tan airosos como le permitían sus enormes zapatos. Luego se levantó el borde de la falda y, manteniéndolo apartado de ella, dijo con voz fingida:
—¡Deslumbrrrante!
—¿Qué es lo deslumbrante? —preguntó Tommy.
—¡Yo! —repuso Pippi alegremente.
Annika y Tommy se dijeron que todo era hermoso en un día de feria. Les pareció delicioso mezclarse con la multitud y recorrer los puestos de la plaza, contemplando lo que se exhibía en ellos.
Pippi compró un pañuelo de seda encarnado para Annika, como recuerdo de la feria, y para Tommy una gorra de visera, pues sabía que siempre había deseado tenerla, sin conseguirlo porque a su madre no le gustaba que la llevase. En otro puesto compró dos campanas de vidrio llenas de dulces blancos y de color de rosa.
—¡Oh, qué generosa eres, Pippi! —exclamó Annika acariciando su campana.
—¡Oh, sí, soy encantadora! —repuso Pippi—. Verdaderamente encantadora —repitió, alzando con donaire su falda.
Una multitud se dirigía desde la plaza hacia el improvisado parque de atracciones. Y allí se encaminaron también Pippi, Tommy y Annika.
—¡Esto es magnífico! —exclamó Tommy.
Se oía un organillo, el tiovivo daba vueltas y más vueltas y el público reía alegremente. Los tiros al blanco tenían gran éxito. El público se apiñaba en ellos para demostrar su puntería.
—Me gustaría ver eso de cerca —dijo Pippi.
Y arrastró a Annika y a Tommy a una de las barracas de tiro.
Era la única que estaba vacía en aquellos momentos. La mujer que entregaba los rifles y cobraba parecía estar de mal humor. Debió de decirse que los niños no eran nunca buenos clientes, y por eso no les prestó la menor atención. Pippi miró el blanco con gran interés. Era un hombre de cartón con la cara redonda y chaqueta azul. En el centro exacto de la cara tenía una nariz roja, que era el blanco. Había que colocar el tiro en la nariz o lo más cerca posible. Los disparos que no daban en la cara no tenían ningún valor.
A la malhumorada mujer no le hizo ninguna gracia la llegada de los tres niños. Quería clientes que pudieran disparar y pagar.
—¿Todavía rondando por aquí? —les preguntó con malos modos.
—No —contestó Pippi, muy seria—; estamos sentados en medio de la plaza comiendo nueces.
—¿Qué miráis? —siguió preguntando, cada vez más enojada—. ¿Esperáis que venga alguien a disparar?
—No —repuso Pippi—; estamos esperando que empiece usted a dar saltos mortales.
En este preciso instante llegó un cliente, un señor muy elegante que llevaba una gran cadena de oro cruzada sobre el estómago. Cogió un rifle y lo sopesó.
—Voy a disparar unas cuantas veces, solo para demostrar cómo se hace —dijo.
Miró alrededor para ver si tenía espectadores, y al advertir que solo Pippi, Annika y Tommy le miraban, les dijo:
—Venid, niños. Miradme y recibiréis la primera lección en el arte del tiro al blanco.
Alzó el rifle hasta su mejilla. El primer disparo fue bastante lejos; el segundo, igual; el tercero y el cuarto, más lejos aún. El quinto alcanzó al hombre de cartón en la punta de la barbilla.
—¡Este rifle está averiado! —exclamó, dejando el arma en el mostrador.
Pippi lo cogió y lo cargó.
—¡Qué puntería tiene usted! —exclamó—. En otra ocasión dispararé como usted nos ha enseñado; pero ahora voy a hacerlo así.
¡Pam, pam, pam, pam, pam! Los cinco disparos alcanzaron al hombre de cartón en medio de la nariz. Pippi entregó a la mujer una moneda de oro y se marchó.
El tiovivo era tan maravilloso que Tommy y Annika se quedaron sin respiración al verlo. Había en él caballos de madera negros, blancos y alazanes. Tenían crines de verdad y casi parecían animales vivos. También tenían sillas y riendas. Podía elegirse el que se quisiera. Pippi compró todos los boletos que pudo por una moneda de oro, y fueron tantos que casi no había espacio para ellos en su gran bolso.
—Si les hubiese dado dos monedas de oro, creo que me hubiera llevado todo este «comosellame» giratorio —dijo a Tommy y a Annika, que la estaban esperando.
Tommy se decidió por un caballo negro, y Annika escogió uno blanco. Pippi colocó al Señor Nelson en un caballo negro de aspecto salvaje. El Señor Nelson comenzó inmediatamente a hurgar en las crines para ver si tenía pulgas.
—¿También monta el Señor Nelson en el tiovivo? —preguntó Annika, sorprendida.
—¡Claro! —repuso Pippi—. Y lo que siento es no haberme traído también al caballo. Necesita un poco de diversión. Además, un caballo montado en un caballo habría sido una cosa muy caballuna.
Pippi se plantó de un salto en la silla de un caballo alazán, y un segundo después el tiovivo se puso en movimiento, mientras la música empezaba a dejar oír las notas de la canción «¿Recuerdas nuestros días de niños, con sus alegres diversiones?».
Annika y Tommy se dijeron que era maravilloso dar vueltas en un tiovivo, y Pippi parecía divertirse también. Se puso cabeza abajo sobre el caballo, con las piernas en el aire. El largo traje de noche le cayó hasta el cuello. El público veía solamente una falda de franela roja, un par de bombachos verdes, las largas y delgadas piernas de Pippi, con una media negra y otra de color castaño, y sus grandes zapatos, que se agitaban juguetones en el aire.
—¡Así van las señoras elegantes en el tiovivo! —exclamó Pippi al final de la primera vuelta.
Los niños estuvieron una hora entera en el tiovivo. Al fin, Pippi se mareó y dijo que veía tres tiovivos en lugar de uno.
—Como no sé en cuál de los tres quedarme —añadió—, vámonos a otra parte.
Le quedaba todavía un montón de boletos y se los dio a unos niños que no habían podido subir porque no tenían dinero.
A la puerta de un barracón próximo, un hombre gritaba:
—¡La nueva representación empezará dentro de cinco minutos! ¡No desaproveche esta oportunidad de ver El asesinato de la condesa Aurora o ¿Quién se arrastra entre los matorrales?! ¡Entren, señores, entren a ver la gran representación!
—Si hay alguien arrastrándose por los matorrales, tendremos que entrar inmediatamente para ver quién es —dijo Pippi a Annika y Tommy—. ¡Hala, entremos!
Se acercó a la taquilla.
—¿Puedo entrar por la mitad de precio si prometo mirar con un solo ojo? —le preguntó al taquillera en un súbito ataque de economía.
Pero el taquillera no quiso ni escucharla.
—No veo los matorrales ni al que se arrastra entre ellos —dijo Pippi, disgustada, cuando se sentó con Tommy.
En aquel preciso momento se levantó el telón y el público vio a la condesa Aurora yendo de un lado a otro del escenario. Se frotaba las manos y parecía preocupada. Pippi seguía sin respirar todos sus movimientos.
—Debe de estar disgustada —dijo a Annika y a Tommy—. O tal vez sea que se le está clavando en alguna parte un imperdible.
La condesa Aurora estaba triste. Levantó los ojos al techo y dijo con voz plañidera:
—¿Hay otra persona tan desgraciada como yo? Me han quitado a mis hijos, mi esposo ha desaparecido, y yo estoy rodeada de villanos y bandidos que me quieren matar.
—¡Oh! Se le parte a una el corazón al oír esto —exclamó Pippi, cuyos ojos empezaban a enrojecer.
—¡Anhelo morir! —dijo la condesa Aurora.
Pippi se echó a llorar.
—¡No diga eso! Ya verá como todo se arregla. Los niños volverán a casa, y usted encontrará otro marido. Hay tantos ho… om… bres… —suspiró entre sollozos.
El director de escena —el que antes gritaba en la puerta— se acercó a Pippi y le dijo que si no guardaba silencio tendría que salir del teatro.
—Intentaré estarme callada —dijo Pippi, y se secó los ojos.
La representación era sumamente emocionante. Tommy no cesaba de retorcerse y daba vueltas a la gorra entre las manos, presa de gran nerviosismo. Annika tenía las manos fuertemente asidas a la falda.
Los vivos ojos de Pippi no se apartaban ni un instante de la condesa Aurora.
Las cosas empeoraban por momentos para la pobre condesa. Se paseaba por el jardín de su palacio, sin sospechar que la acechaban. De pronto se oyó un fuerte grito. Era Pippi. Había visto que, escondido detrás de un árbol, había un hombre que no parecía precisamente una buena persona.
La condesa Aurora debió de oír algún ruido, pues dijo, atemorizada:
—¿Quién se arrastra entre los matorrales?
—¡Yo puedo decírselo! —exclamó Pippi ansiosamente—. Es un hombre horrible, con un bigote negro. ¡Corra usted a la leñera y cierre la puerta con llave! ¡Pronto!
El director de escena se acercó a Pippi y le dijo que saliera del teatro inmediatamente.
—¿Pretende que deje a la condesa Aurora sola con ese hombre malo? —repuso Pippi—. Usted no me conoce, señor.
En el escenario continuaba la representación. De pronto, el hombre malo surgió de un salto de los matorrales y se arrojó sobre la condesa Aurora.
—¡Su hora ha llegado! —dijo con voz silbante.
—¿Que ha llegado su hora? —exclamó Pippi— ¡Eso lo veremos!
De un salto subió al escenario y, asiendo al villano por la cintura, lo arrojó a la sala por encima de las candilejas. Pippi estaba todavía llorando.
—¿Cómo puede usted hacer eso? —dijo entre sollozos—. Además, ¿qué le ha hecho a usted la condesa? Recuerde que ha perdido a sus hijos y a su esposo y que está sola en el mu… u… un… do.
Se acercó a la condesa, que se había dejado caer en el banco del jardín, totalmente agotada.
—Si quiere, puede usted venirse a vivir conmigo a Villa Mangaporhombro —dijo Pippi para consolarla.
Lanzando fuertes sollozos y dando traspiés, Pippi salió del teatro, seguida de Annika, de Tommy… y del director de escena. Este sacudía el puño sobre la cabeza de Pippi, pero el público aplaudía: juzgaba que la niña les había ofrecido un divertido espectáculo.
Una vez fuera, Pippi se sonó y recobró la serenidad. Entonces dijo:
—¡Tenemos que alegrarnos! Esto ha sido muy triste.
—Vamos a la casa de fieras —propuso Tommy—. No hemos estado allí todavía.
Por el camino se detuvieron en un puesto de bocadillos, y Pippi compró seis para cada uno y tres refrescos de los grandes.
—Siempre que lloro me entra apetito —dijo a sus compañeros.
En la casa de fieras había mucho que ver: un elefante y dos tigres enjaulados, varias focas amaestradas que se arrojaban entre sí una pelota, gran número de monos, una hiena y dos serpientes gigantes. Pippi alzó al Señor Nelson hasta la jaula de los monos para que pudiera hablar con sus hermanos. Entre estos, sentado, había un viejo chimpancé que parecía muy triste.
—Anda, Señor Nelson —le dijo Pippi—, sé amable con él y dile muchas cosas. Me parece que es el sobrino de la suegra de la tía del primo de tu abuelo.
El Señor Nelson se quitó el sombrero de paja y empezó a hablar todo lo cortésmente que sabía, pero el chimpancé ni le contestó siquiera.
Las dos serpientes gigantes estaban en una gran caja. Cada hora, la bella encantadora de serpientes, mademoiselle Paula, las sacaba de la caja y hacía una exhibición. Los niños se entusiasmaron al ver que tuvieron la suerte de llegar a la hora de la representación. A Annika le dieron mucho miedo las serpientes y se cogió con fuerza del brazo de Pippi.
Mademoiselle Paula levantó una de las serpientes (un bicho grande y feo) y se la puso alrededor del cuello, como si fuese una bufanda.
—Parece una boa constrictora —susurró Pippi a sus amigos—. No sé de qué clase será la otra.
Se acercó a la caja y sacó la otra serpiente. Era todavía más grande y fea. Pippi se la puso alrededor del cuello, siguiendo el ejemplo de mademoiselle Paula. El público lanzó un grito de horror. Mademoiselle Paula arrojó su serpiente en la caja y corrió a salvar a Pippi de la muerte. La serpiente que tenía la niña en el cuello estaba asustada y enfurecida por el ruido. Además, no podía comprender de ningún modo por qué estaba en el cuello de una niña pelirroja y no en el de mademoiselle Paula, como de costumbre. Por todo esto decidió dar una lección a la niña pelirroja y enroscó su cuerpo con tanta fuerza que habría podido estrangular a un buey.
—A mí no me vengas con ese viejo truco —le dijo Pippi—. He visto serpientes mayores que tú en la lejana India.
Se quitó la serpiente del cuello y volvió a colocarla en la caja. Tommy y Annika estaban pálidos de terror.
—Esta era también una boa constrictora —comentó Pippi, mientras se subía una liga que se le había caído—. Ya me lo figuraba.
Mademoiselle Paula estuvo riñéndola durante varios minutos en una lengua extraña. Pero este alivio duró poco, pues, por lo visto, aquel era uno de esos días en que ocurren grandes cosas.
Sucedió que, tras echar a los tigres grandes trozos de carne cruda, el guardián dio por seguro que había cerrado con llave la puerta de la jaula y, sin embargo, poco después se oyó un grito espantoso:
—¡Se ha escapado un tigre!
En efecto, fuera de la jaula estaba el animal de rayas amarillas, preparado para saltar. El público echó a correr en todas direcciones. Todo el mundo huyó, excepto una niña que estaba en un rincón, muy cerca del tigre.
—¡Estate quieta! —le gritaba la gente, creyendo que el tigre no le haría nada si ella no se movía.
—¿Qué podemos hacer? —exclamaban algunos, retorciéndose las manos.
—¡Llamemos a la policía! —sugirió una voz.
—¡No, a los bomberos! —dijo otro.
—¡Llamad a Pippi Calzaslargas! —exclamó Pippi.
Entonces avanzó hasta que estuvo a un par de metros de distancia del tigre, se puso en cuclillas y lo llamó:
—¡Minino, minino, minino!
El tigre gruñó ferozmente y le enseñó sus enormes colmillos.
Pippi levantó un dedo con gesto amenazador.
—Te advierto que si me muerdes, también te morderé yo. Te aseguro que lo haré.
Entonces el tigre saltó hacia ella.
—Pero ¿qué haces? ¿Es que no entiendes las bromas? —exclamó Pippi.
Y rechazó al tigre de un empujón.
Con un terrible gruñido que horrorizó a los espectadores, el tigre se lanzó sobre Pippi por segunda vez. Podía verse fácilmente que su intención era clavarle los dientes en la garganta.
—De modo que quieres guerra, ¿eh? —dijo Pippi—. Pues bien; recuerda que has sido tú el que ha empezado.
Con una mano apretó las fuertes mandíbulas del tigre. Luego levantó al animal, lo acunó en sus brazos con ternura y lo llevó a su jaula, mientras le cantaba la dulce canción «¿Ha visto usted mi gatito, mi gatito, mi gatito?».
El público dejó escapar un nuevo suspiro de alivio, y la niña que había permanecido en un rincón corrió hacia su madre y dijo que no quería volver nunca más a una casa de fieras.
El tigre había rasgado los bajos del vestido de Pippi. Esta, al ver los jirones, preguntó:
—¿Tiene alguien unas tijeras?
Mademoiselle Paula tenía unas y ya no estaba enojada con Pippi.
—Toma, niña valiente —le dijo mientras le entregaba las tijeras.
Pippi cortó el vestido unos centímetros más arriba de las rodillas.
—Ya está —dijo, satisfecha—. Ahora estoy más elegante que nunca. Mi vestido tiene un gran escote y es de falda corta. ¡El colmo de la elegancia!
Y echó a andar con tanta distinción que las rodillas le tropezaban una con otra a cada paso.
—¡Deslumbrrrante! —decía.
Podría creerse que ya habían ocurrido bastantes cosas sensacionales aquel día, pero en las ferias no hay nunca tranquilidad, y no tardó en quedar demostrado que el público había lanzado su segundo suspiro de alivio demasiado pronto.
En aquella ciudad vivía un hombre muy malo, verdaderamente pérfido. Todos los niños le tenían miedo. Y no solamente los niños, sino también las personas mayores. Incluso los agentes de policía preferían no estar presentes cuando Laban, que así se llamaba aquel hombre, buscaba problemas.
Laban no estaba siempre furioso, sino solo cuando había bebido cerveza, y aquel día de feria había bebido mucho. Apareció en la calle Mayor, agitando los enormes brazos y lanzando gritos ensordecedores.
—¡Paso libre a Laban! —decía.
La gente, atemorizada, retrocedió hacia las paredes, y los niños lanzaban gritos de espanto. No había ningún policía a la vista. Laban se dirigió a las atracciones. Con los largos cabellos blancos cayéndole sobre las sienes, la nariz roja e hinchada y su único diente amarillo, tenía un aspecto sencillamente aterrador. Muchos se dijeron que parecía aún más feroz que el tigre de la casa de fieras.
En una barraca había un viejecito que vendía salchichas. Laban se acercó a él, dio un puñetazo en el mostrador y dijo a voz en grito:
—Deme una salchicha. ¡Pronto!
El anciano le dio la salchicha inmediatamente.
—Vale veinticinco ores —dijo con timidez.
—¿Tendría valor de cobrar una salchicha a un hombre tan distinguido como Laban? ¿No le da vergüenza? Deme otra.
El anciano le contestó que primero le pagara la que se había comido ya. Entonces Laban cogió al viejo por las orejas y lo sacudió.
—Deme otra salchicha —ordenó—. ¡Ahora mismo!
El anciano no se atrevió a desobedecerle, pero el público que había alrededor de la barraca no pudo reprimir un murmullo de desaprobación. Incluso hubo un valiente que dijo:
—Es indigno tratar a un pobre anciano de ese modo.
Laban se volvió y fijó en la multitud sus ojos encarnizados.
—¿Ha estornudado alguien? —preguntó con acento desdeñoso.
La gente se dispuso a marcharse prudentemente.
—¡Quietos todos! —gritó Laban—. Al primero que se mueva le rompo la cabeza. Quietecitos, que Laban os va a ofrecer una representación.
Cogió un puñado de salchichas y empezó a hacer juegos malabares con ellas. Las lanzó al aire y recogió unas con la boca y otras con las manos, pero algunas cayeron al suelo. El pobre viejo estaba a punto de echarse a llorar.
Entonces una niña surgió de la multitud: Pippi se plantaba frente a Laban.
—No seas malo, niño —le dijo con dulzura—. ¿Qué dirá tu mamá cuando sepa que has tirado el desayuno por el aire de ese modo?
Laban lanzó un terrible aullido.
—¿No he dicho que se esté todo el mundo quieto?
—¿Tiene usted siempre el altavoz a tanta potencia? —preguntó Pippi.
Laban alzó el puño y le gritó en son de amenaza:
—¡¡¡Mocosa!!! ¡Voy a hacerte picadillo si no te callas!
Pippi lo contemplaba atentamente, con las manos en la cintura.
—¿Qué ha hecho usted con las salchichas? Dígame: ¿qué ha hecho?
Dicho esto, lanzó a Laban por los aires y durante unos minutos estuvo haciendo juegos malabares con él. El público la aclamaba. El anciano aplaudía alegremente con sus arrugadas manos.
Cuando Pippi terminó su exhibición, Laban estaba sentado en el suelo y miraba en todas direcciones, asustado y confuso.
—Ahora el hombre malo debe irse a su casa —dijo Pippi.
Laban no puso el menor reparo.
—Pero antes de marcharse tendrá que pagar las salchichas —añadió Pippi.
Laban se levantó, pagó dieciocho salchichas y se fue sin pronunciar palabra. A partir de aquel día, Laban cambió por completo.
—¡Tres hurras por Pippi! —gritó uno del público.
—¡Viva Pippi! —vociferaron Annika y Tommy.
—En esta ciudad no necesitamos policías —dijo una voz— mientras tengamos a Pippi Calzaslargas.
—¡Cierto! —exclamó otro—. Ella se basta para reducir a los tigres y a los hombres malos.
—¡Sí que necesitamos un policía! —dijo Pippi—. Alguien tiene que cuidarse de que las bicicletas estén bien aparcadas en los lugares prohibidos.
—¡Oh, Pippi, eres fenomenal! —exclamó Annika al regresar de la feria, camino de casa.
—¡Oh, sí, y deslumbrrrante! —dijo Pippi.
Se alzó la falda, que ahora le llegaba solo a media pierna, y repitió:
—¡Verdaderamente deslumbrrrante!