PIPPI, HEROÍNA
Un domingo por la tarde, Pippi estaba en su casa sin saber qué hacer. Annika y Tommy habían ido a un té con sus padres; por tanto, no podía contar con ellos.
Había pasado un día sumamente agradable. Se había levantado temprano y había dado al Señor Nelson jugo de frutas y bollos. ¡Qué gracioso estaba en su camita con su camisa de dormir azul y el vaso entre las manos! Luego dio de comer al caballo, lo peinó y le contó una larga historia de viajes por mar. Después pasó al salón y empezó a pintar la pared. Pintó a una señora gorda vestida de rojo y cubierta con un sombrero negro. Llevaba en una mano una flor amarilla y en la otra un ratón muerto. Pippi consideró que era un cuadro magnífico y que alegraba el salón. Luego se sentó ante el armario donde guardaba las conchas y los huevos de pájaro y estuvo durante un buen rato contemplando aquel tesoro. Recordó los bellos lugares donde su padre y ella habían ido reuniendo aquella colección, las lindas tiendecitas del mundo entero donde habían comprado aquellas maravillas que ahora tenía ella guardadas en los cajones del armario. Después intentó enseñar al Señor Nelson a bailar la polca, pero este no quiso aprender. Por un momento pensó enseñársela al caballo, pero cambió de idea y se introdujo en el cajón de la leña; luego dejó caer la tapa, y así pudo imaginarse que era una sardina en conserva. ¡Lástima que Annika y Tommy no estuviesen con ella! También ellos podrían haber sido sardinas en lata.
Empezó a oscurecer. Pippi aplastó la nariz, aquella naricilla que tenía forma de patata, contra el cristal de la ventana y contempló el crepúsculo otoñal. De pronto se acordó de que hacía varios días que no había montado a caballo, y decidió hacerlo inmediatamente. Sería un bonito final para un domingo tan encantador.
Se puso su gran sombrero, cogió al Señor Nelson, que estaba sentado en un rincón, jugando a las bolas, ensilló el caballo, lo levantó en vilo, y así salieron los tres de la casa. Partieron enseguida, el Señor Nelson sentado en el hombro de Pippi y Pippi sentada en el lomo del caballo. Hacía tanto frío que las calles estaban heladas y los cascos del caballo producían un sonoro repiqueteo. El Señor Nelson, que seguía sentado en el hombro de Pippi, intentaba asir las ramas de los árboles al pasar, pero la niña cabalgaba tan velozmente que las ramas, en vez de dejarse asir por el mono, le arañaban las orejas y le obligaban a sujetarse el sombrero de paja para no perderlo. Pippi galopaba por las calles de la pequeña ciudad, y los transeúntes se alarmaban y se pegaban a las paredes al verla llegar como un rayo.
Todas las pequeñas poblaciones de la campiña sueca tienen su plaza del mercado, y aquella también la tenía. En ella estaba el ayuntamiento, edificio pintado de amarillo, y también había varias bellas casitas de un solo piso, así como un feo edificio, una casa nueva de tres pisos, a la que llamaban «el rascacielos», por ser la más alta de la ciudad.
En la noche de aquel domingo, la calma era completa en la pequeña población pero, de pronto, un grito de angustia turbó aquella paz:
—¡Fuego, fuego! ¡El rascacielos está ardiendo!
La gente corría en todas direcciones con el terror reflejado en los ojos. El coche de los bomberos cruzaba velozmente las calles, haciendo sonar con frenesí la campana, y los niños de la ciudad, que en otras ocasiones habían lanzado alegres gritos al ver la bomba de incendios, ahora se asustaron de tal modo que se echaron a llorar. Creían que también iban a arder sus casas.
La plaza del mercado estaba atestada de gente. La policía se esforzaba por abrir entre la muchedumbre un paso para la bomba de incendios.
Por las ventanas del rascacielos salían llamas, columnas de humo y cascadas de chispas que rodeaban a los bomberos, dispuestos ya a cumplir su heroica misión.
El fuego había empezado en la planta baja y se había extendido a los pisos. De súbito, la gente reunida en la plaza vio algo espantoso. En lo más alto de la casa había un desván, y en su ventana, que acababa de abrir una mano infantil, aparecieron dos niños pidiendo socorro.
—¡No podemos bajar porque está ardiendo la escalera! —gritó el mayor.
Este tenía cinco años, y cuatro su hermanito. Estaban completamente solos, pues la madre había salido. Muchos de los curiosos que llenaban la plaza no pudieron contener el llanto, y el jefe de la brigada de bomberos daba muestras de desesperación. Disponía de una escalera, pero no era lo bastante alta para llegar al desván, y entrar en la casa por la puerta para rescatar a los niños era imposible. Los espectadores se desesperaban ante su impotencia para salvar a aquellas pobres criaturas que lloraban desconsoladamente. Minutos después, el fuego llegaría al desván.
Pippi se hallaba entre la multitud, montada en su caballo. Miraba con vivo interés el coche de los bomberos y se decía que de buena gana se compraría uno igual. Le gustaba por su color rojo y porque hacía mucho ruido cuando corría por las calles. Luego dirigió su mirada al fuego crepitante y se dijo que sería muy divertido que le cayeran algunas chispas encima. Por último miró a los niños y observó, sorprendida, que no parecía gustarles el fuego. Esto era tan inexplicable para ella que no pudo menos de preguntar a las personas que estaban alrededor de ella: