PIPPI Y LA SEÑORITA ROSENBLOM
Las vacaciones se acaban cuando uno menos lo espera, y Tommy y Annika tuvieron que volver a la escuela. Pippi consideraba que sabía ya lo suficiente sin necesidad de ir al colegio, y anunció, muy resuelta, que no tenía intención de poner los pies allí hasta que llegara el día en que no pudiese soportar no saber cómo se escribe la palabra «vértigo».
—Yo nunca me mareo —dijo—. Así que no me preocupa no saber escribir esta palabra. Si algún día llego a marearme, supongo que tendré otras cosas en que pensar.
—No creo que vayas a marearte nunca —dijo Tommy, muy convencido.
Y tenía razón. Pippi había navegado con su padre por todos los mares, antes de que aquel llegase a ser rey de los caníbales y antes de que Pippi se instalara en Villa Mangaporhombro, y nunca, nunca se había mareado.
A menudo, Pippi iba a buscar a sus amigos montada a caballo para llevarlos a la escuela. A ellos les encantaba cabalgar, y ciertamente no había muchos niños que fueran al colegio montados en un caballo.
—Esta tarde ven a buscarnos, Pippi —le dijo un día Tommy.
—Sí, sí, por favor —pidió Annika—. Hoy es el día en el que la señorita Rosenblom viene a la escuela para repartir regalos a los niños que han sido buenos y estudiosos.
La señorita Rosenblom era un dama muy rica que vivía en la pequeña ciudad. Tenía fama de ser muy tacaña, pero, de vez en cuando, tenía la costumbre de ir a la escuela para distribuir obsequios a los niños. Pero no a todos. ¡Ah, no! Concedía regalos solamente a los niños que habían sido muy buenos y estudiosos. Para estar segura de cuáles eran los más aplicados, la señorita Rosenblom los examinaba antes de repartir los obsequios. Por esta razón, todos los niños de la pequeña ciudad vivían en constante temor. Si cuando iban a sus casas empezaban a jugar antes de hacer los deberes, sus padres enseguida les recordaban a la señorita Rosenblom y sus exámenes.
Era una terrible desgracia volver a casa sin ningún regalo el día que la señorita Rosenblom visitaba la escuela. Esta dama les regalaba calderilla, o una bolsita de caramelos, o también ropa interior de lana, especialmente a los niños más pobres. Pero no importaba que fuesen muy pobres si no sabían contestar cuando la señorita Rosenblom les preguntaba cuántos centímetros tenía un metro. Si no lo sabía, se quedaba sin regalo. Así no es de extrañar que todos los niños temiesen a la señorita Rosenblom.
El regalo que menos les gustaba era el plato de sopa con que la señorita premiaba a los niños que estaban delgados. Lo creáis o no, los pesaba y los medía a todos, y si había alguno falto de grasas, lo miraba como si pensase que en su casa no comía lo suficiente, y entonces lo invitaba a que fuera a la suya a la hora de comer para engullir un repugnante plato de sopa de cebada. Lo peor de todo era que la sopa estaba muy espesa y llena de grumos que se les enredaban por la boca y no podían tragar.
Había llegado el gran día en que la señorita Rosenblom debía visitar la escuela. Las clases se interrumpieron antes que de costumbre y todos los niños se reunieron en el patio del colegio. La señorita Rosenblom se sentó tras una gran mesa que colocaron en medio del patio, y a su lado se acomodaron dos asistentes que ayudaban a anotar todo lo referente a los niños: cuánto pesaban, si habían contestado a las preguntas, si necesitaban ropa, si tenían buenas notas y si tenían hermanos pequeños. La señorita Rosenblom necesitaba saber una gran cantidad de cosas. Delante de ella, sobre la mesa, había una caja con calderilla, bolsas de caramelos y grandes montones de calcetines y pantalones de lana.
—Que todos los niños se pongan en fila —dijo la señorita Rosenblom—. En primer término, que se coloquen los niños que no tienen hermanos; en segundo término, los que tengan uno o dos, y en la última fila que se pongan los niños que tengan más de dos hermanos.
Todo lo quería en un perfecto orden. A los niños que tenían muchos hermanos les daba las bolsas más grandes de caramelos.
Una vez todo dispuesto y en orden, empezaba el examen. ¡Cómo temblaban los niños! Los que no sabían contestar bien a las preguntas tenían que permanecer de pie en un rincón y después marcharse a sus casas sin ningún regalo.
Tommy y Annika tenían muy buenas notas, pero aun así, el lazo que Annika llevaba en el pelo temblaba y la carita de Tommy se ponía cada vez más blanca. Cuando ya iba a comenzar el examen, en las filas de los niños hubo una conmoción. Alguien estaba abriéndose paso atropelladamente. ¿Y quién podía ser sino Pippi? Apartó a los niños y se fue directamente hacia la señorita Rosenblom.
—Perdone —dijo—. Yo no estaba cuando empezó, así que no sé en qué fila debo colocarme.
La señorita Rosenblom la miró con desaprobación.
—De momento quédate donde estás. Pero me parece que muy pronto te irás al rincón.
Los asistentes escribieron el nombre de Pippi y la pesaron para ver si necesitaba tomarse la sopa. Pero resultó que pesaba cinco kilos más de lo normal.
—Creo que no necesitas tomar sopa —dijo la señorita, con ironía.
—Menos mal —exclamó Pippi—. Me consideraré afortunada si tampoco necesito ropa interior de lana.
La señorita Rosenblom no le prestó mucha atención, porque estaba buscando en el diccionario una palabra difícil para Pippi.
—Vamos a ver —dijo al fin—. ¿Puedes decirme cómo se escribe la palabra «vértigo»?
—Con mucho gusto —repuso Pippi—. «B-e-r-t-i-g-o».
A la señorita se le puso cara de vinagre.
—¿Estás segura? Según el diccionario, no se escribe así.
—Pues así es como la he escrito yo siempre, y a mí me parece que está bien.
—Anoten esto —dijo la señorita a sus ayudantes apretando los labios con rabia.
—Eso es —exclamó Pippi—. Tomen nota de cómo se escribe y miren de cambiarlo en el diccionario tan pronto como sea posible.
—Vamos a ver —prosiguió la señorita— si sabes contestar a esta pregunta: ¿cuándo murió el rey Carlos XII?
—¡Oh!, pero ¿es que ha muerto? ¡Hay que ver cuánta gente se muere estos días! Si hubiese conservado los pies secos, apuesto a que no le hubiera ocurrido eso.
—Tomen nota —repitió la dama a sus ayudantes con voz glacial.
—¡No faltaba más! —dijo Pippi—. Y tomen nota también de que es muy bueno ponerse sanguijuelas en la piel. Y usted debería beber un poco de petróleo caliente todas las noches antes de acostarse. Reconforta y tonifica.
La señorita Rosenblom la miró furiosa y le preguntó con voz estentórea:
—A ver si sabes por qué a los caballos se les conoce la edad por la dentadura.
—Pregúnteselo usted misma —dijo Pippi señalando a su caballo, que estaba atado a un árbol—. Menos mal que se me ha ocurrido traerlo conmigo. De otro modo, usted no sabría por qué a los caballos se les nota la edad en los dientes. Yo no tengo ni idea y, lo que es más, no me preocupa en absoluto.
La señorita tenía los labios apretados y murmuraba:
—Es increíble…, increíble…
—Yo tampoco lo creo —aseguró Pippi—. Si continúo siendo tan inteligente probablemente tendré que llevarme un par de medias de lana.
—Tomen nota —volvió a decir la señorita Rosenblom a sus ayudantes.
—No se molesten. Pero pueden tomar nota de que quiero una bolsa de caramelos.
—Voy a hacerte otra pregunta —dijo la señorita, y su voz sonó como si estuvieran estrangulándola.
—Me gusta este juego de preguntas y respuestas.
—Entonces, a ver si sabes resolver este problema: Pedro y Pablo dividen un pastel. Si Pedro se queda con una cuarta parte, ¿qué le quedará a Pablo?
—Dolor de estómago —repuso Pippi tranquilamente. Y, volviéndose a los ayudantes, les dijo—: Anoten esto. Tomen nota de que Pablo tendrá dolor de estómago.
La señorita Rosenblom consideró que Pippi había terminado el examen.
—Eres la niña más estúpida y desagradable que he visto en mi vida. ¡Vete enseguida al rincón!
Pippi, obediente, se dirigió allí murmurando:
—No hay derecho. He contestado a todas las preguntas.
Cuando había andado unos pasos se acordó repentinamente de algo y regresó junto a la señorita Rosenblom.
—Perdone —dijo—, pero he olvidado darle mis medidas, mi peso y mi altura sobre el nivel del mar. No es que yo quiera ganarme la sopa, pero sus cuadernos de notas tienen que estar en orden.
—Si no vas inmediatamente al rincón, sé de una niña que va a recibir una fuerte azotaina.
—¡Pobre niña! —dijo Pippi—. ¿Dónde está? Dígamelo y yo la defenderé.
Después de esto, Pippi se dirigió al rincón donde estaban los niños que no habían sabido responder a las preguntas que les hizo la señorita Rosenblom. Allí, los ánimos estaban muy decaídos. Muchos niños lloraban pensando en lo que dirían sus padres cuando los viesen llegar a sus casas sin ningún regalo.
Pippi miró a todos aquellos niños y tragó saliva varias veces. Al final dijo:
—Tendremos nuestro propio juego de preguntas y respuestas.
Los niños la miraron un poco más animados, pero no comprendían lo que Pippi quería decir.
—Formad dos filas —dijo—. Todos los que sepan que el rey Carlos XII ha muerto, que se pongan en primera línea, y los que no lo sepan que se coloquen detrás.
Como todos los niños sabían que Carlos XII había muerto, solo hubo una fila.
—Esto no está bien. Tenéis que formar dos hileras. De otro modo no vale. Preguntad a la señorita Rosenblom y veréis. —Se paró a pensar, y de pronto dijo—: ¡Ya lo tengo! Todos los que sepan hacer gamberradas, que formen una fila.
—¿Y quiénes formarán la otra? —preguntó una niña pequeña que ya estaba harta de que le preguntaran cosas.
—Los que sean buenos y educados.
En la mesa de la señorita Rosenblom seguía el interrogatorio.
—Y ahora viene la peor parte —dijo Pippi con tono severo—. Vamos a ver si sabéis contestar bien. —Y se volvió hacia un niño que llevaba una camisa azul—. Tú, dime quién ha muerto.
El niño la miró un poco sorprendido y repuso:
—La vieja señora Pettersson, del número cincuenta y siete.
—¿Y no ha muerto nadie más estos días?
El niño no lo sabía. Entonces Pippi puso las manos alrededor de la boca y dijo, como si le apuntara:
—El rey Carlos XII.
Después siguió preguntando a todos los niños por turno si sabían quién había muerto, y todos contestaron:
—La anciana señora Pettersson, en el número cincuenta y siete, y el rey Carlos XII.
—Este examen está saliendo mejor de lo que yo esperaba —exclamó Pippi—. Ahora voy a preguntaros otra cosa. Si Pedro y Pablo tienen un pastel y Pedro no quiere ni un pedazo y se come un mendrugo de pan seco…, ¿quién tiene que sacrificarse y comerse el pastel entero?
—¡Pablo! —gritaron todos los niños a una.
—Sois muy inteligentes. Los niños más listos que he visto en mi vida. Tendréis una recompensa.
De sus bolsillos sacó un puñado de monedas de oro y a cada niño le dio una, así como también una enorme bolsa de caramelos.
Hubo gran regocijo y algazara entre los niños castigados. Cuando se marcharon a sus casas, una vez terminado el examen de la señorita Rosenblom, los chiquillos que habían sido enviados al nefasto rincón fueron, aquel día, los más felices de todos.
—¡Gracias, querida Pippi! —gritaban alborozados—. Gracias por el dinero y por los caramelos.
—No tiene importancia. No es preciso que me lo agradezcáis. Pero no olvidéis que os habéis librado de ganaros unas estrafalarias medias de lana.