PIPPI CONOCE A TÍA LAURA

Pippi estaba jugando en su jardín esperando a Tommy y a Annika, pero, en vista de que no llegaban, decidió ir a buscarlos. Los encontró en su casa, con su madre, la señora Settergreen, y una señora anciana que estaba de visita. Se hallaban sentadas bajo un árbol del jardín tomando una taza de café. Annika y Tommy bebían refrescos de fruta. Cuando vieron a Pippi se levantaron y corrieron a su encuentro.

—Ha venido tía Laura. Por eso no hemos podido ir a tu casa —explicó Tommy.

—Parece simpática —dijo Pippi atisbando a través del seto—. Me gustaría hablar con ella.

Annika la miró un poco preocupada.

—Es… es… es mejor que no hables mucho —dijo, recordando una vez que Pippi había ido de visita y había hablado tanto que la madre de Annika se enfadó con ella. Annika quería demasiado a Pippi y no podía soportar que alguien se enfadara con ella.

Pippi se ofendió.

—¿Por qué no puedo hablar con ella? —preguntó—. Cuando alguien me visita, soy amable y educada. Si no digo ni una palabra, puede pensar que tengo algo contra ella.

—Pero ¿estás segura de que sabes hablar a las señoras ancianas? —objetó Annika.

—Claro que sí. Necesitan que las animen —dijo Pippi con énfasis—. Y eso es lo que voy a hacer ahora mismo.

Anduvo a través del césped hasta donde estaban las dos señoras. Primero saludó a la señora Settergreen y después miró a la anciana y empezó a aplaudir.

—¡Miren a tía Laura! ¡Más guapa que nunca! —Se volvió hacia la madre de Tommy y Annika y pidió—: Por favor, ¿tiene un poco de jugo de frutas? Lo necesito para que no se me seque la garganta cuando empiece a hablar.

La señora Settergreen llenó un vaso, se lo entregó a Pippi y le dijo:

—Los niños deben verse, pero no oírse.

—¡Qué bien! —exclamó Pippi, muy contenta—. Es estupendo que la gente se sienta feliz solo mirándome. Deberían usarme como elemento decorativo.

Se sentó en la hierba y miró fijamente hacia el frente como si fueran a hacerle una fotografía.

La señora Settergreen no le prestó atención y empezó a hablar con tía Laura.

—¿Cómo se encuentra usted?

—¡Malísima! —exclamó la anciana señora—. Todo me pone nerviosa.

Pippi dio un brinco.

—Igual que mi abuela —dijo—. Se ponía nerviosa por la cosa más insignificante. Si andando por la calle le caía un ladrillo en la cabeza, armaba tal escándalo que todo el mundo pensaba que le había ocurrido algo malo.

»Una vez fue al baile con mi padre y bailaron juntos una habanera. Mi padre es muy fuerte y hacía girar a mi abuela tan rápido que, de pronto, mi abuela cruzó la sala por el aire y fue a aterrizar con estrépito en medio de los músicos. Mi abuela armó tal alboroto que mi padre perdió la paciencia, la levantó del suelo y la sostuvo colgando fuera de la ventana (había una altura de cuatro pisos), y como a ella esto no le gustó ni pizca, empezó a gritar: «¡Suéltame enseguida!». Mi padre la soltó y dijo que nunca había visto a nadie tan enfadado como lo estaba mi abuela, y total por nada. Ciertamente es mala cosa cuando la gente tiene problemas con sus nervios —acabó Pippi alegremente, y volvió a su jugo de frutas.

Tommy y Annika se sentían bastante incómodos. Tía Laura estaba completamente aturdida. La señora Settergreen dijo precipitadamente:

—Esperamos que pronto se sienta mejor, tía Laura.

—¡Oh, sí! Estoy segura de que se sentirá mejor —la tranquilizó Pippi—. A mi abuela le ocurrió así. Mejoró enseguida. Se volvió más fresca que una lechuga. Si le caían ladrillos en la cabeza, se sentaba en el suelo y se reía. Estoy convencida de que tía Laura pronto se sentirá mejor.

Tommy se acercó a tía Laura y le dijo al oído:

—No hagas caso de lo que Pippi dice. Todo se lo inventa. Ella nunca ha tenido abuela.

Pippi lo oyó y dijo tristemente:

—Tommy tiene razón. Nunca he tenido abuela.

Tía Laura hablaba con la señora Settergreen, y Pippi escuchaba con la mirada fija como antes.

—Ayer me ocurrió una cosa muy extraña —dijo tía Laura.

—No sería tan extraña como la que yo vi anteayer —intervino Pippi tranquilamente—. Figúrese que iba en un tren a toda velocidad, cuando, de repente, una vaca entró volando por la ventana llevando una gran maleta colgada de la cola. Se sentó frente a mí y empezó a mirar la guía de ferrocarriles para ver a qué hora llegaríamos a Falkoping. Yo me estaba comiendo un bocadillo (tenía muchos: unos de salchichón y otros de arenque ahumado), y pensé que tendría hambre; así que le ofrecí uno. Tomó uno de arenque ahumado y se lo tragó entero.

Pippi calló y miró alrededor.

—Verdaderamente es muy extraño —dijo tía Laura.

—Desde luego. Tendrá que pasar mucho tiempo antes de que vuelva a encontrar una vaca tan rara como aquella. Imagínese —agregó—: ¡se comió un bocadillo de arenque ahumado y dejó los de salchichón!

La señora Settergreen llenó de nuevo las tazas de café y sirvió más jugo de frutas a los niños.

—Cuéntenos lo que le ocurrió ayer —le recordó a la anciana.

—¡Oh, sí! —dijo tía Laura—. ¡Fue una cosa muy extraña!

—¡Hablando de cosas extrañas! —la interrumpió Pippi—. ¿Les gustaría oír la historia de Agatón y Teodoro? Una vez, cuando el barco de mi padre ancló en Singapur, necesitamos un marinero, y contratamos a Agatón. Agatón medía dos metros y medio y era tan delgado que los huesos le sonaban como la cola de una serpiente de cascabel. Su cabello era negro como el ala de un cuervo y le llegaba hasta la cintura. Tenía un solo diente, y este era tan largo que le tocaba la barbilla. Mi padre decía que Agatón era el hombre más feo del mundo y que podía empleársele para ahuyentar a un lobo hambriento. Bueno. Nos fuimos a Hong-Kong y otra vez necesitamos a un marinero, y allí encontramos a Teodoro. Agatón y Teodoro eran tan iguales como dos gotas de agua.

—Es una extraña coincidencia —exclamó tía Laura.

—¿Extraña? —dijo Pippi—. ¿Qué es lo que encuentra extraño?

—Que se parecieran tanto.

—Pues no es extraño, porque eran gemelos desde que nacieron. ¿Es extraño que dos gemelos se parezcan? No lo podían remediar.

—Entonces, ¿por qué hablas de raras coincidencias? —preguntó tía Laura.

La señora Settergreen intentó distraer la atención de la anciana señora y dijo:

—Nos iba a explicar lo que le sucedió ayer, tía Laura.

Pero la anciana se levantó para marcharse y dijo:

—Tendrá que ser otro día. Al fin y al cabo, quizá no fuera tan extraño…

Se despidió de Tommy y de Annika, pasó la mano por la roja cabellera de Pippi y le dijo:

—Adiós, amiguita. Tenías razón. Ya no estoy nerviosa. Empiezo a sentirme mucho mejor.

—Me alegro mucho —dijo Pippi dándole un gran abrazo—. ¿Sabe una cosa, tía Laura? Mi padre estuvo muy contento de encontrar a Teodoro en Hong-Kong. Así tuvo a dos hombres para poder ahuyentar a los lobos hambrientos.