PIPPI CELEBRA SU CUMPLEAÑOS

Un día, Annika y Tommy hallaron una carta en el buzón de su casa.
«A Tommy i Anica», rezaba el sobre. Y dentro encontraron una tarjeta que decía: «Que bengan Tommy i Anica a la fiesta de cumplehaños de Pippi. Trage, el que quieran».
Annika y Tommy se pusieron tan contentos que empezaron a saltar y bailar. A pesar de las faltas de ortografía, habían entendido lo que decía la tarjeta. A Pippi le había costado trabajo escribirla. Aunque no pudo reconocer la «i» el día que visitó la escuela, sabía escribir un poco. Cuando navegaba, uno de los marineros del barco que mandaba su padre se sentaba con ella por las tardes en la cubierta e intentaba enseñarle a escribir. Pero Pippi no era una alumna paciente. Enseguida decía:
—Basta, Fridolf —que así se llamaba el marinero—; todo esto me importa un comino. Voy a subir a lo más alto del mástil para ver el tiempo que hará mañana.
Por tanto, no es de extrañar que escribir fuese para ella una ardua tarea. Toda la noche estuvo sentada a la mesa, luchando con la invitación, y cuando ya apuntaba el día y las estrellas palidecían sobre el tejado de Villa Mangaporhombro, se acercó casi a rastras a casa de Tommy y Annika y echó la carta en el buzón.
Tan pronto como regresaron del colegio, Tommy y Annika empezaron a vestirse para la fiesta. Annika rogó a su madre que le rizara el pelo, cosa que ella hizo; además, le puso una gran cinta de color de rosa en la cabeza.
Tommy se mojó el cabello, a fin de que le quedara bien estirado. ¡Él no estaba para rizos ni otras tonterías semejantes! Annika quería ponerse su mejor vestido, pero su madre no se lo permitió, ya que pocas veces regresaba limpia y con las ropas en orden de casa de Pippi. De modo que tuvo que contentarse con ponerse su vestido número dos. Tommy no se preocupó demasiado de su vestuario; le bastó con estar presentable.
Ni que decir tiene que los dos hermanos habían comprado un regalo para Pippi. Echaron mano de sus ahorros y, al regresar del colegio, entraron en una tienda de juguetes de la calle Alta y compraron una magnífica… Pero permitidnos guardar el secreto por unos instantes. El regalo estaba envuelto en papel verde y atado con varias cintas. Cuando terminaron de arreglarse, Tommy cogió el paquete y los dos salieron de casa, seguidos de una serie de advertencias sobre el cuidado de sus trajes. Annika quiso llevar el paquete un ratito; además, habían acordado que en el momento de ofrecerlo a Pippi lo tendrían cogido entre los dos.
Como estaba ya bastante avanzado el mes de noviembre, anochecía muy pronto. Al entrar en Villa Mangaporhombro, Tommy y Annika se cogieron fuertemente de la mano, pues en el jardín de Pippi la oscuridad era casi completa. Los viejos árboles perdían sus últimas hojas y suspiraban y susurraban tristemente, mecidos por el viento.
—Bien se ve que estamos en otoño —dijo Tommy.
¡Cómo se alegraron al ver brillar las luces de Villa Mangaporhombro y pensar que les esperaba una fiesta de cumpleaños!
Generalmente, Annika y Tommy entraban por la parte trasera, pero esta vez se dirigieron a la puerta principal. No se veía el caballo en el porche. Tommy llamó discretamente a la puerta. Desde dentro llegó una voz cavernosa que dijo:
—¡Oh! ¿Quién en esta noche oscura
llama a la puerta de mi casa?
¿Será un espíritu?
¿Será un sucio ratón que pasa?
—¡Somos nosotros, Pippi! —gritó Annika—. ¡Abrenos!
Pippi abrió.
—¿Por qué has nombrado a los espíritus? —dijo Annika olvidándose de felicitar a Pippi—. Me has asustado.
Pippi rio de buena gana y abrió la puerta de la cocina ¡Qué agradable fue para los dos hermanos entrar en un sitio donde había luz y calor! La fiesta de cumpleaños se celebraría en la cocina, que era el lugar más acogedor de la casa. En la planta baja solo había dos habitaciones más. Una era el salón, amueblado con un solo mueble, y la otra el dormitorio de Pippi. La cocina era espaciosa, y Pippi la había limpiado y adornado. Había extendido alfombras en el suelo, y en la mesa, un mantel nuevo confeccionado por ella misma. Las flores que había bordado en él eran un tanto originales. Pippi dijo que eran flores de Indochina, y así todo quedó arreglado. Las cortinas estaban corridas y en el hogar chisporroteaba un buen fuego. El Señor Nelson, sentado en el cajón de la leña, tocaba los platillos con dos tapaderas; el caballo estaba en un rincón. Como es natural, también él participaba en la fiesta.
Al fin, Annika y Tommy se acordaron de felicitar a Pippi. Tommy hizo una reverencia y Annika se inclinó graciosamente. Luego le presentaron el paquete verde, diciendo:
—¡Muchas felicidades!
Pippi les dio las gracias y rasgó el paquete ávidamente. ¡Era una caja de música! Pippi creyó enloquecer de alegría. Abrazó a Tommy y a Annika, abrazó la caja de música y abrazó el papel en que había estado envuelta. Luego empezó a dar vueltas a la manivela y, entre muchos «chin, chin» y no muy claramente, se oyó una popular melodía.
Pippi estuvo un buen rato haciendo girar la manivela, con tal entusiasmo que llegó a olvidarse de todo. Pero, de pronto, se acordó de algo.
—¡Mis queridos amigos —exclamó—, vosotros también tendréis vuestro regalo de cumpleaños!
—Si hoy no es nuestro cumpleaños… —dijo Annika.
—Pero, como es el mío, yo creo que puedo haceros regalos de cumpleaños. ¿Acaso en alguno de vuestros libros de estudio se dice que esto no se puede hacer? ¿O es que la cosa tiene algo que ver con las plutificaciones y por eso no se permite?
—No es que no pueda hacerse —dijo Tommy—, pero no es costumbre. Aunque te confieso que me gustaría recibir un regalo.
—¡Y a mí también! —exclamó Annika.
Pippi corrió al salón y volvió con dos paquetes, que entregó a sus amigos. Tommy abrió el suyo y vio que contenía una original flauta de marfil. En el de Annika había un lindo broche en forma de mariposa, cuyas alas estaban cubiertas de piedras rojas, azules y verdes.
Ahora que cada cual tenía su regalo, ya podían sentarse a la mesa. Había en ella montones de pastas y bollos. Las pastas eran de forma bastante irregular, pero Pippi dijo que en China las pastas eran así.
Entonces sirvió chocolate con crema y los tres se dispusieron a sentarse. Pero entonces Tommy dijo:
—Cuando papá y mamá dan una cena, los caballeros reciben una tarjeta que dice a qué señora deben acompañar en la mesa. Yo creo que deberíamos hacerlo nosotros también.
—¡Bien pensado!
—Pero hay un inconveniente —dijo Tommy—, y es que somos dos damas y solo un caballero.
—¿Solo un caballero? —exclamó Pippi—. ¿Es que el Señor Nelson es una señora?
—Tienes razón. No me acordaba del Señor Nelson —dijo Tommy.
Y se sentó en el cajón de la leña y escribió en una tarjeta:
«El señor Settergreen tendrá el honor de acompañar a la señorita Calzaslargas.»
—El señor Settergreen soy yo —dijo muy satisfecho, mostrando la tarjeta a Pippi.
Y escribió en otra:
«El Señor Nelson tendrá el placer de acompañar a la señorita Settergreen.»
—Bueno —dijo Pippi—, pero el caballo, aunque no pueda sentarse a la mesa, ha de tener también su tarjeta.
«El caballo tendrá el gusto de quedarse en su rincón, adonde se le llevarán pasteles y azúcar.»
Pippi le puso la tarjeta ante un ojo y le dijo:
—Lee esto y dime qué te parece.
Como el caballo no objetó nada, Tommy ofreció el brazo a Pippi y se dirigieron a la mesa. El Señor Nelson no hizo movimiento alguno, en vista de lo cual Annika tuvo que cogerlo y llevarlo hasta allí.
El mono se negó a tomar asiento en una silla: lo hizo sobre la misma mesa. Tampoco quiso chocolate con crema. Sin embargo, cuando le llenaron la taza de agua, la levantó con las dos manos y se la bebió.
Annika, Pippi y Tommy empezaron a comer, y Annika dijo que si aquellos dulces eran como los que se hacían en China, se iría a vivir a China cuando fuera mayor.
Cuando hubo vaciado su taza, el Señor Nelson se la puso en la cabeza, boca abajo. Pippi, al verlo, hizo lo mismo; pero como no había acabado de tomarse el chocolate, le cayó por la frente una pequeña catarata oscura y pastosa que le llegó a la nariz. Pippi le salió al paso con la lengua, mientras decía:
—Todo hay que aprovecharlo.
Annika y Tommy rebañaron concienzudamente sus tazas antes de ponérselas en la cabeza.
Una vez quedaron todos satisfechos, —incluso el caballo, que también había recibido su ración—, Pippi cogió el mantel por las cuatro puntas y lo levantó, de modo que las tazas y los platos, chocando unos con otros, rodaron hacia el centro, donde quedaron como en el fondo de un saco. Luego guardó el mantel en el cajón de la leña.

—Me gusta poner un poco de orden cuando acabo de comer —dijo.
Acto seguido empezaron los juegos. Pippi propuso uno al que llamaba «sin pisar el suelo» y que era sumamente sencillo. Todo consistía en dar vueltas a la cocina sin poner los pies en el suelo. Pippi dio una vuelta en unos segundos, y Annika y Tommy lo hicieron casi tan bien como ella. La vuelta empezaba en el fregadero, desde donde, estirando bastante las piernas, se podía pasar a la chimenea, y de aquí al cajón de la leña. Desde este cajón se subía al estante, y desde el estante se bajaba a la mesa. De la mesa se pasaba a dos sillas, y de ellas al armario, que estaba en un rincón. Entre el armario y el fregadero había una distancia de varios metros, pero, por fortuna, allí estaba el caballo. Si uno montaba en él por la cola y, después de avanzar hasta la cabeza, daba un salto preciso, aterrizaba exactamente en el fregadero.