PIPPI LLEGA A LOS MARES DEL SUR
Una mañana, Pippi gritó desde el puente de mando:
—¡Tierra a la vista!
Habían estado navegando días y días, con tormentas y con tiempo apacible, bajo el cielo oscuro y amenazante y bajo el fulgor del sol. Había transcurrido tanto tiempo que Tommy y Annika casi ya no se acordaban de su casa en la pequeña ciudad sueca.
Si su madre hubiese podido verlos ahora, habría estado muy contenta. Ya no estaban pálidos ni delgados. Ahora tenían un bonito color moreno y sus caritas resplandecían de salud. Sabían trepar por las cuerdas, como hacía Pippi. A medida que el tiempo se volvía más cálido iban quitándose camisetas de lana y jerseys, hasta que no llevaron más que un breve bañador.
—¡Qué tiempo tan maravilloso! —decían los niños cada mañana cuando se asomaban a la puerta del camarote que compartían con Pippi.
Generalmente, Pippi estaba ya levantada y al timón.
El capitán Calzaslargas decía:
—No encontraría en los siete mares mejor marinero que mi hija.
Y tenía razón. Pippi gobernaba la nave con mano segura a través de las aguas más peligrosas.
El viaje tocaba a su fin.
Pippi volvió a gritar:
—¡Tierra!
¡Y allí estaba! Cubierta de verdes palmeras y rodeada del agua más azul que pueda uno imaginarse.
Dos horas más tarde, la Hoptoad entraba en una pequeña ensenada de la isla de Kurrekurredutt. Todos los habitantes, hombres, mujeres y niños, bajaron a la playa para recibir al rey y a su hija. Cuando descendieron por la pasarela de embarque, se levantó un rugido de la multitud.
—Ussamkura! Kussomkara! —gritaban. Lo cual quiere decir ‘Bienvenido, gran rey blanco’.
El rey Efraín bajó majestuosamente por la pasarela. Iba vestido con el uniforme azul, y Fridolf tocaba en su acordeón el himno de Kurrekurredutt:
Sonad, trompetas; sonad, tambores,
que viene un rey de los mejores…
El rey levantó la mano para saludar y dijo:
—Muoni manaría —que significa ‘Me alegro de volver a veros’.
Le seguía Pippi, que llevaba en brazos al caballo.
Una exclamación de asombro surgió de entre los isleños. Todos ellos habían oído hablar de la fuerza extraordinaria de Pippi, pero era muy diferente verlo con sus propios ojos. Tommy y Annika también desembarcaron, pero los habitantes de Kurrekurredutt solo miraban a Pippi. El capitán la levantó por encima de su cabeza para que todos pudieran verla bien, pero Pippi agarró a su padre y se lo colocó en el hombro derecho, mientras en el izquierdo sostenía al caballo.
La multitud rugía entusiasmada.
En la isla solo había ciento veintiséis habitantes.
—Si hubiese más —dijo el rey Efraín—, no podría ocuparme de ellos.
Vivían en pequeñas y agradables chozas rodeadas de palmeras. La más grande y la más bonita pertenecía al rey Efraín. También había otras para la tripulación de la Hoptoad. A veces se trasladaban todos a una isla a cincuenta kilómetros al norte, en donde había un gran almacén donde el capitán Calzaslargas compraba rapé.
Para Pippi, Tommy y Annika los nativos construyeron una linda cabaña bajo los cocoteros.
El capitán los llamó a los tres y dijo que quería enseñarles algo. Los llevó a la playa y, señalando con su grueso dedo, dijo:
—Este es el sitio donde el mar me arrojó cuando naufragué.
Los habitantes de la isla habían erigido en aquel lugar un monumento conmemorando tan extraordinario suceso. En la piedra podía leerse una inscripción escrita en lengua indígena que quería decir más o menos esto:
Por este ancho mar vino nuestro gran jefe blanco
y en este lugar lo dejaron las olas cuando
el árbol del pan florecía y era primavera,
y queremos que siempre permanezca en esta tierra.
Con voz trémula de emoción, el capitán leyó la inscripción a Pippi y a sus amigos, y acto seguido se sonó ruidosamente.
Cuando el sol empezaba a esconderse en el horizonte y estaba a punto de ser tragado por el mar, los tambores de Kurrekurredutt redoblaron llamando a todo el mundo para que se reunieran en la plaza que estaba situada en medio del poblado. En aquella plaza se hallaba el trono del rey Efraín. Era de bambú y lo habían adornado con flores. A su lado construyeron otro más pequeño para su hija Pippi y también dos sillas: una para Tommy y otra para Annika.
El redoble de los tambores fue en aumento hasta que el rey Efraín, con gran dignidad, se sentó en el trono. Se había quitado el uniforme y puesto sus vestiduras reales: una corona, una falda de hierbas, un collar de dientes de tiburón y, en los tobillos, grandes y pesados brazaletes de oro. Pippi y Annika llevaban en el pelo flores blancas y rojas. Tommy, no. Nadie pudo convencerle de que se pusiera flores en el cabello.
El rey Efraín había abandonado a sus súbditos durante un largo tiempo y ahora tenía que darles muchas órdenes y dictar severas leyes.
Los niños nativos rodeaban a Pippi y no dejaban de contemplarla. Se postraron de rodillas delante de su trono, tocando el suelo con la frente.
Al ver esto, Pippi se levantó y dijo:
—¿Qué os pasa? ¿Estáis jugando a los buscadores de tesoros? Esperad, que voy a jugar con vosotros. —Y también se arrodilló y empezó a olisquear el suelo.
—Me parece que por aquí han estado ya otros buscadores.
Volvió a sentarse en el trono y de nuevo todos los niños se inclinaron hasta el suelo.
—¿Habéis perdido algo? —les preguntó Pippi—. En todo caso, no está aquí, y será mejor que os levantéis.
El capitán Calzaslargas había enseñado a los nativos su idioma, y poco o mucho podían entenderse con Pippi. Así que, a su manera, le explicaron que le rendían vasallaje.
Los que mejor sabían hablar el idioma de Pippi eran un muchacho que se llamaba Momo y una chiquilla que se llamaba Moana.
—Tú ser muy linda princesa —dijo Momo.
—Yo no ser muy linda princesa —contestó Pippi—. Yo ser Pippi Calzaslargas. —Y bajó del trono de un salto, seguida por el rey Efraín, que por aquel día había concluido los asuntos de gobierno.
El sol parecía una bola de fuego que se hundiera en el mar. Por la noche, el cielo estaba cuajado de estrellas. Los isleños hicieron un gran fuego de campamento, y el rey Efraín, Pippi, Tommy, Annika y los tripulantes de la Hoptoad se sentaron en la hierba para ver danzar a los nativos alrededor de las llamas.
El retumbar de los tam-tams, la danza excitante, el enervante perfume de miles de exóticas flores, el resplandor de las estrellas… todo esto hizo que Tommy y Annika se sintieran plenamente felices.
Cuando se fueron a dormir a su choza bajo los cocoteros, Tommy exclamó entusiasmado:
—Creo que esta isla es la más bonita del mundo.
—Yo también lo creo así —añadió Annika—. ¿Y tú, Pippi?
Pippi, que estaba echada en la cama con los pies sobre la almohada, como era su costumbre, contestó con voz soñolienta:
—¡Hummm! Me gusta tanto que me parece que me quedaré aquí para siempre.