PIPPI SE EMBARCA
Pippi cerró con todo cuidado la puerta de Villa Mangaporhombro y colgó la llave en un clavo junto a la puerta. Luego levantó al caballo y lo bajó del porche… por última vez. El Señor Nelson estaba ya sentado en su hombro, la mar de serio. Tal vez comprendiera que algo importante iba a suceder.
—Bueno; me parece que ya está todo —dijo Pippi.
Annika y Tommy asintieron.
—Sí, ya está todo.
—Todavía es temprano —dijo Pippi—. Demos un paseo, ¿no os parece?
Annika y Tommy asintieron de nuevo, pero no dijeron nada más. Salieron de paseo hacia la ciudad, hacia el puerto, hacia la Hoptoad. El caballo andaba despacio tras ellos.
Pippi volvió la cabeza para echar una mirada a Villa Mangaporhombro.
—¡Qué casita tan bonita! —exclamó—. No tiene pulgas; es limpia y acogedora, y esto es más de lo que encontraré en la choza de barro donde viviré de ahora en adelante.
Tommy y Annika no dijeron nada.
—Si hay muchas pulgas en mi cabaña —continuó Pippi—, las domesticaré, las guardaré en una caja de puros y por las noches jugaré con ellas a «Corre, ovejita, corre». Les ataré lacitos en las patas, y a las dos más fieles y cariñosas las llamaré Tommy y Annika y dormirán conmigo.
Ni siquiera esto desató la lengua a sus amigos.
—¿Qué demonios os pasa? —preguntó Pippi, irritada—. Os advierto que es muy malo estar callado mucho tiempo. La lengua se seca si no se usa. Una vez, en Calcuta, conocí a un alfarero que nunca decía nada. Y una vez que quiso decirme: «Adiós, querida Pippi. Feliz viaje y gracias por todo», abrió la boca y ¿sabéis lo que dijo? Primero hizo unos gestos horribles, pues las comisuras de los labios se le habían oxidado tanto que tuve que engrasárselas con un poco de aceite de máquina de coser, y al fin emitió estos sonidos: «los, Pip». Le miré la boca y, ¡horror!, allí estaba la lengua como una hoja marchita. Aquel alfarero, mientras vivió, ya no pudo decir nada más que: «los, Pip». Sería terrible que os sucediera lo mismo a vosotros. ¡Vamos! Quiero convencerme de que podéis decir mejor que el alfarero aquello de «Adiós, querida Pippi. Feliz viaje». ¡Hala! ¡Decidlo!
—Adiós, querida Pippi. Feliz viaje —dijeron dócilmente Annika y Tommy.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Pippi—. Me habéis dado un buen susto. Si hubierais dicho: «los, Pip», no sé lo que me habría sucedido.
El puerto estaba allí, y allí estaba la Hoptoad. El capitán Calzaslargas daba órdenes en la cubierta, y los marineros corrían de un lado a otro, preparándolo todo para zarpar. Toda la población se había congregado en el muelle para despedir a Pippi, que llegaba en aquel momento acompañada por Annika, Tommy, el caballo y el Señor Nelson.
—¡Aquí viene Pippi Calzaslargas! ¡Paso a Pippi Calzaslargas! —gritaba la muchedumbre al tiempo que se apartaba para que Pippi pudiera pasar.
Pippi saludaba con inclinaciones de cabeza y sonreía a derecha e izquierda. Levantó el caballo y lo subió por la plancha. El pobre animal miró inquieto a un lado y a otro, pues a los caballos no les gustan los paseos en barco.
—¡Al fin has llegado! —exclamó el capitán Calzaslargas interrumpiendo sus voces de mando.
Rodeó con sus brazos a Pippi, y se abrazaron con tal fuerza que a ambos les crujieron las costillas.
Annika había estado toda la mañana con un nudo en la garganta, y al ver a Pippi transportar al caballo a bordo, el nudo se le deshizo. Empezó a llorar acurrucada contra una caja de mercancías, primero en silencio y luego cada vez más fuerte y con mayor desconsuelo.
—¡No armes escándalo! —exclamó Tommy malhumorado—. Vas a avergonzarme delante de todo el mundo.
El resultado de la amonestación fue que Annika comenzó a derramar un verdadero torrente de lágrimas. El llanto la estremecía. Tommy dio un puntapié a una piedra, que rodó por el muelle y fue a caer al agua. En realidad, le hubiera gustado arrojarla a la Hoptoad, aquel viejo barquichuelo que se llevaba a Pippi. Si nadie lo hubiese visto, se habría echado a llorar también, pero era un chico y no podía consentir que le vieran llorar. Dio un puntapié a otra piedra.
Pippi bajó corriendo por la plancha hasta donde estaban Annika y Tommy y los cogió de la mano.
—Faltan diez minutos —dijo.
Entonces Annika se recostó sobre la caja de mercancías y lloró tanto que parecía que su corazón iba a estallar. Ya no quedaban más piedras para los pies de Tommy. De modo que tuvo que contentarse con apretar los dientes y arrugar las cejas.
Todos los niños de la ciudad se congregaron alrededor de Pippi. Sacaron sus flautas de caña y tocaron una canción de despedida. Era una melodía tan triste que partía el corazón. Annika lloraba tan amargamente que casi no podía respirar.
En aquel momento Tommy recordó que había escrito unos versos de despedida para Pippi, y sacó un papel y empezó a leer. Le contrarió que su voz temblara tanto.
Adiós, Pippi querida. Hoy te nos vas,
y en vano mar y tierra recorrerás,
pues amigos tan fieles no hallarás en la vida
como los que hoy lloramos tu despedida.
—¡Qué bien suena! —exclamó Pippi, entusiasmada—. Me lo aprenderé de memoria y lo recitaré a los caníbales cuando nos reunamos por las noches alrededor del fuego del campamento.
Enjambres de niños acudieron a despedir a Pippi. La niña alzó la mano para imponerles silencio.
—Amigos míos —les dijo—, en adelante solamente podré jugar con unos cuantos niños salvajes. No sé cómo nos divertiremos. Quizá juguemos a la pelota con rinocerontes o serpientes, o montaremos en elefantes y nos meceremos en las palmas del cocotero que hay ante las puertas de las chozas.
Pippi hizo una pausa. Tommy y Annika sintieron un odio irreprimible contra aquellos niños nativos con que Pippi iba a jugar en el futuro.
—Pero —continuó Pippi— llegará la estación de las lluvias, y entonces los días nos parecerán tan largos que, para divertirnos, tendremos que salir a mojarnos, y luego, empapados, entraremos en mi choza de barro, a menos que el barro de la choza se haya convertido en una pasta, en cuyo caso, como es natural, haremos pasteles de barro. Pero si la choza sigue siendo una choza, nos cobijaremos en ella y los niños nativos dirán: «Anda, Pippi, cuéntanos un cuento». Y entonces les contaré algo sobre una pequeña ciudad que está lejos, muy lejos, en otra parte del mundo, y sobre los niños que viven en ella. «No podéis imaginaros lo simpáticos que son aquellos chicos», diré a los niños caníbales. «Tocan silbatos y, lo que es más importante, saben plutificar» Pero es posible que entonces los niños indígenas se desesperen por no saber plutificar, y entonces, ¿qué voy a hacer con ellos?… En fin, en un caso desesperado, echaré abajo la choza y haré pasteles de barro, aunque estemos de barro hasta el cuello. Entonces es casi seguro que se olvidarán de las plutificaciones. ¡Gracias a todos, y un adiós muy fuerte!
Los niños tocaron una canción más triste todavía con sus flautas de caña.
—¡Pippi, ya es hora de partir! —le gritó el capitán Calzaslargas.
—¡Un momento, capitán! —contestó Pippi sin apartar la vista de Annika y de Tommy.
¡Qué expresión tan singular tenía su mirada! Tommy recordaba que su madre le había mirado así una vez que había estado muy enfermo.
Annika parecía un bultito echado sobre la caja de mercancías. Pippi la levantó en sus brazos.
—Adiós, Annika, adiós —susurró—. No llores.
Annika echó los brazos al cuello de Pippi y lanzó un triste y débil gemido.
—Adiós, Pippi —sollozó.
Pippi le cogió la mano a Tommy y se la estrechó con fuerza. Luego subió corriendo por la plancha de embarque. Una gruesa lágrima rodó por la nariz de Tommy. Apretó los dientes, pero de poco le sirvió. Aún sintió rodar otra lágrima. Tomó la mano de Annika y se quedaron los dos allí con la mirada fija en Pippi. La veían sobre cubierta, pero turbia, como se ven siempre las cosas a través de las lágrimas.
—¡Tres hurras por Pippi Calzaslargas! —gritó una voz entre la multitud que llenaba el muelle.
—Recoge la plancha, Fridolf —exclamó el capitán Calzaslargas.
Fridolf la retiró. La Hoptoad estaba lista para emprender el viaje a tierras lejanas.
Y entonces…
—¡No, papá! —exclamó Pippi—. ¡No puedo sufrirlo, no puedo!
—¿Qué es lo que no puedes sufrir? —preguntó el capitán.
—Que alguien en esta ciudad llore o esté triste por mi culpa… sobre todo Tommy y Annika. Que pongan otra vez la plancha. Me quedo en Villa Mangaporhombro.
El capitán Calzaslargas guardó silencio durante un minuto.
—Haz lo que quieras —dijo al fin—. Siempre lo has hecho.
Pippi asintió.
—Sí, siempre lo he hecho —dijo con calma.
Pippi y su padre volvieron a darse un abrazo tan fuerte que las costillas les crujieron, y decidieron que el capitán Calzaslargas iría muy a menudo a ver a Pippi a Villa Mangaporhombro.
—Oye, papá —dijo Pippi—, yo creo que es mejor para una niña tener un hogar como es debido en vez de ir navegando por esos mundos y vivir entre salvajes, en chozas de barro… ¿No lo crees tú también?
—Sí. Como siempre, hija mía, tienes razón —repuso el capitán—. En Villa Mangaporhombro llevas una vida más ordenada, y yo creo que eso es bueno para los niños.
—¡Claro que sí! —dijo Pippi—. A los niños les conviene llevar una vida ordenada, sobre todo si pueden ordenársela ellos mismos.
Pippi se despidió de los marineros de la Hoptoad y abrazó una vez más a su padre. Luego levantó en vilo al caballo y lo bajó por la plancha. La Hoptoad levó anclas. Pero en el último momento el capitán Calzaslargas recordó algo.
—¡Pippi! —le gritó—. A lo mejor, necesitas dinero. ¡Tómalo!
Y le arrojó otra maleta llena de monedas de oro. Pero la Hoptoad se había alejado ya demasiado, y la maleta no cayó en el muelle. ¡Plof!, y se hundió en el agua. Un murmullo de pesar salió de la multitud. Pero pronto se oyó otro ¡plof! Era Pippi, que se había arrojado al agua. Segundos después volvió a aparecer con la maleta colgando de sus dientes. Trepó al muelle y se sacudió un trozo de alga marina que llevaba detrás de la oreja.
—¡Bueno, ya soy otra vez más rica que Creso! —exclamó.
Había ocurrido todo con tanta rapidez que Annika y Tommy estaban aturdidos. Atónitos y boquiabiertos, miraban a Pippi, al caballo, al Señor Nelson, a la maleta de monedas de oro y a la Hoptoad, que se alejaba del muelle a toda vela.
—¿No estás… no estás en el barco? —preguntó Tommy, que no podía creer lo que estaba viendo.
—¿A ti qué te parece? —repuso Pippi. Y exprimió sus trenzas, para que soltasen el agua.
Subió a Tommy, a Annika y al Señor Nelson al lomo del caballo, colocó también allí la maleta y ella montó detrás.
—¡Volvemos a Villa Mangaporhombro! —exclamó en voz alta.
Annika y Tommy comprendieron al fin. Tommy estaba tan contento que empezó a cantar su canción favorita: «¡Aquí llegan los suecos entre sones y ruidos fragorosos…!».
Annika había llorado tanto que no conseguía dejar de llorar del todo: aún se sorbía las lágrimas. Pero eran ya lágrimas de felicidad que pronto terminarían. Los brazos de Pippi rodeaban su estómago con firmeza. ¡Qué segura se sentía! ¡Oh, qué maravilloso era todo!
—¿Qué haremos hoy, Pippi? —preguntó Annika cuando ya había terminado de sorber lágrimas.
—Pues… quizá jugar al croquet —contestó Pippi.
—¡Estupendo! —exclamó Annika, segura de que el croquet sería otra cosa si jugaba Pippi.
—O quizás a otro juego —dijo Pippi, pensativa.
Todos los niños de la ciudad se apiñaron alrededor del caballo para oír lo que Pippi decía.
—Sí, a otro juego… Por ejemplo, podríamos bajar al río y pasear por encima del agua.
—No se puede pasear por encima del agua, tú ya lo sabes —dijo Tommy.
—¿Que no se puede? —dijo Pippi—. Una vez, en Cuba, vi a un ebanista que…
El caballo se lanzó al galope, y los niños que se habían apiñado alrededor no pudieron oír el resto de la historia. Pero estuvieron allí un buen rato, contemplando a Pippi y a su caballo, que galopaba hacia Villa Mangaporhombro. Poco después, Pippi y el caballo parecían una manchita lejana, y al fin desaparecieron.