PIPPI DA UNA FIESTA DE DESPEDIDA
A la mañana siguiente, cuando Annika y Tommy entraron en la cocina de Villa Mangaporhombro, toda la casa retemblaba por efecto de unos ronquidos atronadores. El capitán Calzaslargas no se había despertado todavía, pero Pippi estaba ya en la cocina, haciendo sus ejercicios matinales. En el momento en que aparecieron sus amigos daba su decimoquinto salto mortal.
—¡Bueno, ya no tengo que preocuparme más por mi futuro! —dijo Pippi— Voy a ser princesa de un pueblo de caníbales. Durante medio año seré princesa, y el otro medio lo dedicaré a navegar por todos los océanos del mundo en la Hoptoad. Papá cree que si gobierna de firme durante medio año, la otra mitad los caníbales podrán pasarse sin rey. Como podéis comprender, un viejo lobo de mar como mi padre solo puede pisar tierra firme de vez en cuando. Además, tiene que pensar en mi educación. Si he de ser una verdadera pirata, no podré pasar mucho tiempo en la corte; dice papá que eso debilita.
—¿Y no estarás nunca en Villa Mangaporhombro? —preguntó Tommy con voz triste.
—Sí. Vendremos cuando nos den el retiro, dentro de cincuenta o sesenta años. Entonces jugaremos y nos divertiremos horrores, ¿verdad?
Esto no resultó muy tranquilizador para Tommy y Annika.
—¡Fijaos! ¡Princesa de un pueblo de caníbales! —exclamó Pippi, soñadora—. Pocos niños llegan a tanto. ¡Qué elegante iré! Llevaré anillos en las orejas, y uno mayor en la nariz.
—¿Qué más llevarás? —preguntó Annika.
—Nada más —repuso Pippi—. Nunca llevaré nada más.
Sonrió, extasiada.
—¡La princesa Pippilotta! ¡Qué vida tan maravillosa! ¡Cuánto voy a bailar! ¡La princesa Pippilotta bailará a la luz de las hogueras y al compás de los tambores! ¡Ah, cómo tintineará el anillo de mi nariz!
—¿Cuándo… cuándo vas a marcharte? —preguntó Tommy con voz ronca.
—La Hoptoad levará anclas mañana —dijo Pippi.
Los tres niños permanecieron en silencio un buen rato. Parecía que ya no tenían nada que decirse. Pero, de pronto, Pippi dio otro salto mortal y dijo:
—Hoy daremos una fiesta de despedida en Villa Mangaporhombro. ¡Una gran fiesta de despedida! No digo más. Todo el que quiera venir a decirme adiós será bien recibido.
La noticia corrió como la pólvora entre los niños de la ciudad.
«Pippi Calzaslargas se marcha de la ciudad y da una fiesta de despedida esta noche en Villa Mangaporhombro. Todo el que quiera puede asistir.»
No fueron pocos los que quisieron ir a la fiesta: nada menos que treinta y cuatro niños. Annika y Tommy habían conseguido que su madre los autorizara a estar levantados aquella noche hasta tan tarde como quisieran, pues se hizo cargo de que se trataba de una circunstancia excepcional.
Annika y Tommy no olvidarían nunca la fiesta de despedida de Pippi. Era una de esas deliciosas noches de verano, cálidas y apacibles, en que nos decimos: «¡Ah, esto es verdadero verano!». Las rosas del jardín de Pippi refulgían en la fragante oscuridad. El viento susurraba levemente en los viejos árboles. Todo era maravilloso. Pero… pero… Annika y Tommy no se atrevían a completar este pensamiento.
Todos los niños de la ciudad se habían provisto de sus silbatos y los hicieron sonar alegremente al llegar frente al jardín de Villa Mangaporhombro. Annika y Tommy los precedían. Cuando llegaron a los escalones del porche, la puerta se abrió de repente y Pippi apareció en el umbral. Los ojos le brillaban en la pecosa cara.
—¡Bienvenidos a mi humilde morada! —exclamó, extendiendo los brazos.
Annika la vio muy de cerca, y siempre recordaría el aspecto que tenía Pippi en aquel momento. Jamás, jamás se borraría de su memoria aquella imagen de Pippi, con sus trenzas rojas, sus pecas, su sonrisa feliz y sus zapatones.
A lo lejos se oyó un redoble de tambor. El capitán Calzaslargas estaba sentado en la cocina, con su tam-tam entre las rodillas. También aquel día llevaba su indumentaria real. Pippi le había rogado encarecidamente que se la pusiera. Comprendía que a todos los niños les gustaría ver a un verdadero rey de caníbales.
Pronto se llenó la cocina de niños que contemplaban al rey Efraín, y Annika se alegró de que no hubiesen acudido más niños, pues no habría habido sitio para todos. En esto se oyó la música de un acordeón en el jardín, y toda la tripulación de la Hoptoad, precedida por Fridolf, entró en la casa. Era Fridolf el que tocaba el acordeón. Pippi había bajado al puerto aquel día para ver a sus amigos y les había rogado que acudieran a la fiesta de despedida.
La niña corrió hacia Fridolf y lo abrazó tan fuerte que su cara se puso morada. Luego lo soltó y exclamó:
—¡Música, música!
Fridolf siguió tocando el acordeón. El rey Efraín hacía sonar el tambor, y los niños, sus silbatos.
Taparon la leñera y colocaron sobre ella largas hileras de botellas de limonada. En la gran mesa de la cocina había quince pasteles de nata y en el fogón, una cazuela enorme llena de salchichas.
El rey Efraín se apoderó de ocho salchichas. Todos los demás siguieron su ejemplo, y pronto no se oyó en la cocina más que un ruido de dientes que trituraban las salchichas. Luego se permitió a los niños servirse cuantos refrescos y pasteles quisieran.
Como la cocina estaba repleta, los invitados se esparcieron por el porche y el jardín, de modo que el pastel de nata blanca brillaba en la oscuridad.
Cuando ya todos hubieron comido cuanto quisieron, Tommy sugirió que podían dejar las salchichas y el pastel y jugar a algo, por ejemplo a «¡Seguid al guía!». Pippi no conocía este juego, pero Tommy se lo explicó: uno era el guía y los demás tenían que hacer todo lo que el guía hiciese.
—¡Estupendo! —exclamó Pippi—. Me parece que ese juego debe de ser muy divertido, y creo que lo mejor será que yo haga de guía.
Empezó por subirse al tejado del lavadero. Para llegar allí tuvo que trepar primero por la valla del jardín y luego arrastrarse, apoyándose con el estómago, hasta el tejado. Pippi, Tommy y Annika habían ejecutado esta operación tantas veces que no presentó dificultad para ellos; pero a los demás niños les resultó bastante difícil. Los marineros de la Hoptoad estaban acostumbrados a subir a los mástiles, y llegaron al tejado sin dificultad, pero para el capitán Calzaslargas fue una verdadera prueba, a causa de su gordura y también de su falda de hierbas, que se le enganchaba en todas partes: se le oía jadear y resollar mientras trepaba.
—Esta falda de hierbas ya no es falda ni es nada —dijo tristemente.
Pippi saltó al suelo desde el tejado del lavadero. Algunos niños pequeños no se atrevieron a dar un salto tan grande, pero Fridolf era un buen hombre y los fue bajando. Entonces Pippi dio seis volteretas por el césped. Los demás las dieron también; pero el capitán Calzaslargas dijo:
—Alguien tendrá que empujarme por detrás, porque yo solo no puedo.
Pippi lo empujó, pero con tal ímpetu que el capitán creyó que ya no podría pararse: rodó como una pelota por el césped y dio catorce volteretas en lugar de seis.
Entonces Pippi subió corriendo los escalones del porche de Villa Mangaporhombro, trepó a una ventana y extendió las piernas de tal modo que consiguió alcanzar una escalera que había en el exterior. Subió a toda prisa la escalera, pasó al tejado de Villa Mangaporhombro, echó a correr por su parte más alta, se encaramó de un salto en la chimenea, y allí, sosteniéndose sobre una sola pierna, cantó como un gallo. Luego se lanzó de cabeza a un árbol que había cerca de la esquina de la casa, y de allí saltó al suelo. Corrió a la leñera, cogió un hacha y abrió un paso en la pared de madera. Después de salir por la estrecha abertura, saltó a la tapia del jardín, anduvo por encima de ella unos cincuenta metros, trepó a una encina y se sentó a descansar en la copa del árbol.
En la calle se había congregado una multitud de curiosos. Al regresar a sus casas, todo el mundo contó que habían visto a un rey caníbal sosteniéndose con una pierna sobre la chimenea de Villa Mangaporhombro e imitando el canto del gallo —«¡Kikirikiiiií!»— con tal entusiasmo que se le podía oír a gran distancia. Claro que nadie lo creyó.
Cuando el capitán Calzaslargas intentó pasar por la estrecha abertura de la leñera, ocurrió lo inevitable: se quedó atascado, sin poder entrar ni salir. Aquello puso fin al juego, y los niños se acercaron a observar como Fridolf ensanchaba la abertura alrededor del capitán Calzaslargas.
—Ha sido un juego magnífico —dijo, riendo, el capitán al verse libre—. ¿A qué vamos a jugar ahora?
—En nuestros mejores tiempos —dijo Fridolf—, el capitán y Pippi hacían demostraciones para ver cuál de los dos era más fuerte. Era divertidísimo.
—¡Buena idea! —dijo el capitán—. Pero creo que mi hija va a ganar.
Tommy estaba al lado de Pippi.
—Pippi —susurró—, temí que te metieras en nuestro escondite del roble hueco cuando jugábamos a «Seguid al guía». No quiero que nadie lo conozca, aunque no entremos nunca más en él.
—No temas: éste será nuestro secreto —dijo Pippi.
Su padre asió una barra de hierro y la dobló por la mitad, tan fácilmente como si fuera de cera. Pippi cogió otra barra de hierro e hizo lo mismo.
—¡Esto no es nada! —exclamó Pippi—. Yo me entretenía con estos sencillos juegos cuando estaba todavía en la cuna.
El capitán Calzaslargas quitó la puerta de la cocina, e hizo que Fridolf y otros siete marineros se pusieran de pie sobre ella. Entonces el capitán levantó la puerta y dio diez vueltas al jardín.
La oscuridad era ya completa, y Pippi colocó antorchas encendidas aquí y allá. Estas luces daban al jardín un aspecto impresionante y esparcían por él un mágico resplandor.
—¿Estás preparado? —preguntó a su padre cuando este terminó de dar la décima vuelta.
El capitán respondió afirmativamente, y entonces Pippi colocó el caballo sobre la puerta de la cocina y dijo a Fridolf y a tres marineros más que montaran en él, cada uno con dos niños en brazos. Fridolf sostenía a Tommy y a Annika. Pippi levantó la puerta y dio veinticinco vueltas al jardín. A la luz de las antorchas, el espectáculo era soberbio.
—Desde luego, niña, eres más fuerte que yo —dijo el capitán Calzaslargas.
Luego se sentaron todos en la hierba. Fridolf tocó el acordeón, y los demás marineros entonaron bellas canciones. Los niños bailaron al son de la música. Pippi cogió dos antorchas y bailó con portentosa agilidad.
La fiesta terminó con fuegos artificiales. Pippi lanzó cohetes y ruedas de fuego que iluminaron el cielo. Annika presenció el espectáculo sentada en el porche. Todo le parecía hermoso, encantador. No podía ver las rosas, pero percibía su aroma en la oscuridad. ¡Qué maravilloso habría sido todo si… si…! Annika sintió como si una mano fría le apretara el corazón. Al día siguiente…, ¿cómo sería el día siguiente?, ¿y las vacaciones de verano?, ¿y ya todos los días? Pippi ya no estaría en Villa Mangaporhombro; tampoco estaría el Señor Nelson, y en el porche no habría ningún caballo. Se acabó el montar a caballo, se acabaron las excursiones con Pippi, se acabaron para siempre las agradables tardes en la cocina de Villa Mangaporhombro… Ya no brotarían en el interior del árbol las botellas de refresco. El árbol seguiría allí, pero Annika tenía la certeza de que, cuando Pippi se fuera, el árbol ya no daría refrescos. ¿Qué harían Tommy y ella al día siguiente? Seguramente jugar al croquet. Annika lanzó un suspiro.
Terminó la fiesta. Los niños dieron las gracias a Pippi y se despidieron. El capitán Calzaslargas regresó a la Hoptoad con sus marineros. Propuso a Pippi que se fuera con ellos, pero Pippi dijo que quería pasar una noche más en Villa Mangaporhombro.
—Mañana, a las diez, levaremos anclas; no lo olvides —le dijo el capitán al salir.
Pippi, Tommy y Annika se quedaron solos. Se sentaron en los escalones del porche. La oscuridad y la calma eran absolutas.
—Aunque me vaya, podéis venir aquí a jugar —dijo al fin Pippi—. La llave estará colgada en un clavo junto a la puerta. Podréis coger lo que queráis de los cajones de la cómoda, y como dejaré una escalera junto al roble os será fácil entrar en el tronco. Pero quizá no dé ya tantos refrescos como antes: ha pasado el tiempo.
—No, Pippi —dijo Tommy gravemente—, no volveremos nunca más por aquí.
—Nunca, nunca —dijo Annika.
Y pensó que desde entonces cerraría los ojos cada vez que pasara por delante de Villa Mangaporhombro. ¡Villa Mangaporhombro sin Pippi! Annika volvió a sentir aquella mano fría que le oprimía el corazón.