UNA SIRIA EN RIBADEO
UN día, hace ya años, regresando de Mondoñedo a Vigo, entré en una panadería a comprar unas hogazas de pan de allá —uno de los mejores panes de la cristiandad—, y me encontré allí un compañero mío de escuela llamado Carlos Pillado, más conocido por Carlos do Herdeiro. Carlos había confiado siempre mucho en mis saberes, sin darse cuenta de que los más eran hijos de mi fantasía, y no ciencia verdadera y comprobada. Siendo como era Carlos muy curioso de la población del mundo, solía interrogarme cuando me encontraba:
—¿Y cómo son los polacos? ¿Y cómo son los canadienses? Yo le explicaba, fabulando lo más, claro es, e inventando, por ejemplo, las costumbres de los polacos:
—Lo que más le gusta a los polacos es sentarse junto al fuego, descalzarse, y limpiarse los pies con ceniza, especialmente por los entre dedos. Lo hacen aunque haya visitas de cumplido, y no beben hasta después de haber dado fin a esta limpieza.
¡Vaya con los polacos! También me preguntaba mi amigo si yo sabía alguna palabra china, quién inventó las señas del juego de la brisca, y quién sería el primero de Lugo que viajó a la Argentina. Un día me sorprendió preguntándome algo de los búlgaros, y todo lo que se me ocurrió contarle fue aquella historia de Enver Pachá, el generalísimo turco en los Dardanelos en la guerra del 14. Le trajeron un prisionero, acusado de espionaje, y el pobre aseguraba que era turco y que no espiaba nada. Enver Pachá sostuvo que era búlgaro, y como algún oficial dijese que le parecía que el presunto espía decía la verdad y era turco, el generalísimo otomano mandó que lo echasen en la caldera del buque monitor en el que tenía su cuartel general. Enver Pachá se acercó a la puerta de la caldera, y se puso a escuchar. De pronto, sonrió satisfecho, y comentó:
—¡Tenía yo razón! ¡Era búlgaro! ¡Oí perfectamente como le estallaba la cabeza!
Que esto era, al parecer, característica de los búlgaros.
Un día Carlos do Herdeiro me sorprendió en un café de Lugo, llevándome aparte, y diciéndome que yo estaba equivocado respecto a los sirios. Parece ser que yo le había contado, allá por los años treinta, que los sirios eran todos pequeñajos, casi enanos, los más jardineros y que hablaban por música, y que cuando querían salir de su país clandestinamente se disfrazaban de pájaros. Y Carlos do Herdeiro me contaba ahora que él había visto una siria de cuerpo entero. Uno de cerca de Ribadeo, empleado en Buenos Aires en una casa de empeños, se casó allá con una siria cristiana, y la trajo a conocer Galicia. Carlos, sabiendo que el matrimonio gallego-siria estaba almorzando en un restaurante, no resistió la tentación de ir a ver cómo era la extranjera.
—Estaba tomando helado de postre —me dijo—, y al terminar se limpió muy bien con la servilleta, y se levantó. Era alta, la pierna larga, mucho pecho y el pelo negro. El camarero le preguntó si había comido bien, y con acento argentino, y la voz más bien ronca, quizás por un catarro fortuito, contestó ella que todo había estado muy sabroso.
Carlos se quedó pensativo, dudando en creerme, cuando le afirmé que en la Argentina el sirio se desarrolló mucho, casi como el alemán, y también que siria que casa con gallego crece casi dos cuartas en los dos primeros años de matrimonio.