FUCO DE PEDROSA

A primeros de septiembre Fuco de Pedrosa se quedaba solo en su casa, cuidando por una anciana parienta, que la mujer bajaba a las Mariñas de Lugo, al mar de Foz, como canóniga es decir, como bañista. A estas señoras aldeanas, que van los días setembrinos a baños, en La Coruña les llaman catalinas. Yo iba de paseo hasta su casa y siempre llevaba conmigo un libro. Fuco me pedía que le leyese algo, lo que yo hacía complacido, sentados ambos a la sombra de la higuera miguelina, en la que ya comenzaban a madurar los pequeños higos. Fuco era pequeño, fuerte, los ojos negros, y cuidaba mucho un bigote entrecano que tenía. Se lo había dejado en Buenos Aires cuando allá andaba de amores con una asturiana. Esta, llamada Covadonga, heredó de un tío suyo dinero contante, y al salir de la Chacarita de darle nicho al finado, se llevó aparte a Fuco y le dijo que antes de un mes que ya sabía que había que celebrar matrimonio. Fuco le tuvo miedo a la asturiana, al verle de repente tan exigente, tan mandona, y encima celosa. Fuco dejó el trabajo que tenía y se escondió en casa de un paisano. La asturiana lo buscó por todas partes, y al no dar con él se embarcó para Gijón. Poco después Fuco conoció a una de Monforte, llamada Benita, muy suave y calma, muy dulce, muy blanca, muy cariñosa, y casó con ella. Antes de casarse le dijo que el bigote se lo había dejado por la asturiana, pero que si quería ella que se lo afeitaba. Benita se echó a reír como solía, y dijo que Fuco le gustaba con bigote. Lo que le gustaba a Benita era que Fuco le contase de las exigencias de la asturiana, y Fuco le contaba, exagerando.

Un día, cuando ya Fuco y Benita vivían en la casa paterna, en Galicia, llevaba yo en mi paseo un libro con historias árabes, y le leí la de Hind, hija de Utba, casada con un hombre rico que tenía una fonda para las caravanas. Un hombre entró en la fonda, vio a Hind dormida sobre una alfombra, y se fue sin despertarla. Pero el marido, que vio salir al forastero, tuvo celos, y repudió a la mujer, la cual negaba haber visto entrar a hombre alguno. Hind y su padre fueron a ver a un adivino famoso, y también fueron el marido y gentes de su tribu. El adivino le puso a Hind la mano derecha sobre la cabeza y dijo:

—¡No eres culpable de adulterio! Un día darás a luz un príncipe que se llamará Muavija.

El marido se le acercó y quiso cogerla de la mano, pero Hind le rechazó, diciendo que era su deseo tener ese hijo de otro hombre. Y lo tuvo, y el tal Muavija llegó a ser califa de los creyentes de Bagdad.

—¡Vaya! —me decía a mí Fuco—. Ahora ya puede usted ver la diferencia entre mi Benita y la asturiana Covadonga. Mi Benita, llegando el caso, me cogería de la mano, y lo pasado, pasado. La asturiana, en cambio, haría como esa Hind de su historia, e iría a tener con otro el rey Pelayo, por ejemplo. ¡Claro que el capital era suyo, en moneda nacional!

Me convidaba Fuco a leche cuajada, y los dos esperábamos que regresase morena de Foz la tranquila, cariñosa, reidora Benita.