AURELIO Y LA GITANA

UN tal Aurelio, vecino de Boimorto, iba a primera hora de la tarde un día de diciembre a paso ligero camino de Mellid, donde había de tomar el autobús de Lugo a Santiago, cuando en el medio y medio del camino se le apareció una gitana. Está bien empleada la palabra «aparición», porque la gitana se plantó ante Aurelio como brotada de la tierra. Y no era una gitana cualquiera, que vestía como las bailarinas de tablao, y recogía la punta de la falda con la mano derecha, no se la manchase en el lodo de la carretera. La gitana, además, era muy hermosa, y llevaba collares al cuello, y pulseras en las muñecas, de plata de ley. Se plantó, digo, la gitana delante de Aurelio, y le dijo con el acento que suelen las de su raza:

—¿Te la digo, resalao?

Aurelio le respondió con un «no, señora, que llevo mucha prisa», pero la gitana se le ponía delante y no le dejaba seguir camino.

—¡Por dos pesetas, te echo un baile, precioso!

Aurelio temía perder el autobús, y apartó, quizás con malos modos, a la gitana, y siguió su camino. La gitana le gritó:

—¡Toda esta desconsideración la vas a perder en quesos!

Aurelio llegó a tiempo de tomar el coche de la empresa Freire que había de llevarlos a Santiago. Dos días después regresó a su casa. Cuento como él contaba el suceso en Mellid, al boticario Taboada Roca, o en Arzúa, al juez Raimundo Aguiar, por citar sólo personas de respeto. Regresó Aurelio a su casa, y a la puerta lo estaba esperando, llorosa, su mujer, a la que acompañaban unas vecinas. Aurelio y su mujer hacían muy buenos quesos, que los mandaban por un tratante a Vigo, a la viuda de Melchor, quesera muy afamada. Quizás los mejores tetillas que se comían en Vigo se vendían en la tienda de la viuda de Melchor, en la calle del Príncipe.

La causa de los lloros de su mujer era que teniendo preparados dieciocho quesos para mandar al día siguiente a la feria de Cuntis, entraron súbitamente en la cocina dos docenas de ratones negros, brincadores, hambrientos, y sin temor a los presentes, se echaron a los quesos y los devoraron en un santiamén. No valieron de nada gritos ni escobazos, ni echarles un caldero de agua hirviendo. Los ratones devoraron los quesos, y se fueron.

El castigo de la gitana: «¡Ya lo perderás en quesos!»…

En Boimorto, al parecer, estaban divididas las opiniones. Unos creían en la eficacia de la maldición caló y otros no. Y uno sugirió que a lo mejor la gitana era la mora guardadora del tesoro que había en un castro vecino, y que salía a probar a Aurelio, el cual por un duro que le hubiese dado, la mora disfrazada de gitana le habría echado la buenaventura, y le habría dado las señas del tesoro escondido. Esta última opinión, porque era la más mágica, por decirlo así, de todas las opiniones de Boimorto, fue la que prevaleció. Y Aurelio y su mujer quedaron inmensamente tristes. Aurelio salía de paseo en las tardes de invierno, camino de Mellid o de Teixero por ver si salía de la tierra la gitana, pero nunca más volvió.