PRÓLOGO
EL OTOÑO DEL MUNDO
Hay escritores otoñales, levemente crepusculares y melancólicos, como hubo y habrá escritores de la estirpe matinal, que celebran el esplendor del mundo y comunican al lector el escalofrío inaugural de cada cosa, como quien asiste al repetido milagro de la Creación o al secreto germinar de unas violetas. De este último grupo, podríamos nombrar a Gómez de la Serna, a Jorge Guillén, a Henry Miller, y antes a Rabelais, a Shakespeare, a un mundanal y pícaro Arcipreste de Hita. Del otro, de aquella raza de los otoñales, el XIX dio numerosos hijos, el primero de los cuales quizá fuera Chateaubriand, pues a la melancolía de la hora supo añadir el friso melancólico de un fin de época: el fin del Antiguo Régimen que muere con Luis XVI, y el nacimiento de la modernidad, que se alza sobre la faz del siglo con estrépito de guillotinas y las proclamas encendidas de la Montaña. Cunqueiro, don Álvaro Cunqueiro y Mora, pertenece a no dudarlo a la atribulada raza de los nostálgicos. Ahora bien, la nostalgia que vivaquea en su obra es una nostalgia esperanzada, una melancolía esplendente; nunca la negra sombra en la que quiso anegarse el Romanticismo, y tampoco la desesperanza, el bracear agónico, que las postrimerías del XX trajeron a un mundo en armas.
Así pues, cuando el lector se enfrente a Las Historias Gallegas de Cunqueiro, no va a encontrarse con la Galicia heráldica y pagana de Valle-Inclán, o con aquella otra de Torrente Ballester, donde asomaban ya la predación y el infortunio que anteceden, ay, a la Guerra Civil. De ningún modo. En esta colección de artículos, en esta gavilla de «retratos al minuto», lo que el lector hallará es un concepto mágico de la existencia, más una galleguidad rural y ultramundana, en la que el ser de los gallegos consiste, precisamente, en este cotidiano entremeterse de lo insólito por las veredas del hombre. Unas veces, será un mirlo hablador quien nos indique la postura más acertada en un pleito sobre lindes; otras, será un tesoro oculto quien nos diga su misterio. En todas estas historias, sin embargo, lo que apunta es una confianza, una habitualidad con lo imposible o lo sagrado. En todos estos retratos, repito («Porque lo conozco bien, he podido inventarlo», dice Cunqueiro en su «Introducción»), lo que se elucida es el vasto territorio de la ensoñación humana. Pero no aquellos sueños que desventrara Freud, genio barbado, para explicar el carácter neurótico de nuestro siglo. Sino esos otros, tan antiguos como los primeros, en los que el hombre, sus agonías y ambiciones, es quien fabula un universo abierto al azar y permeable al prodigio. En una edad remota, estos sueños monitorios dieron a luz dioses y héroes. En horas más preclaras e infelices, los nocturnos deseos se convirtieron en una niebla vagabunda que sólo Jung ha querido explicar, postulando un memorial levítico donde los mitos duermen junto a las más crudas pasiones. Quiere esto decir que Cunqueiro está más cerca de Jung que del maestro de Viena, pues la atávica predisposición al mito que sugiere el suizo, vive mucho más próxima al imaginario del gallego que el tembloroso cruce de escatologías que nos diagnosticó herr Sigmund.
Sea como fuere, los sueños de Cunqueiro —los sueños en Cunqueiro— tienen una propina de dicha y maravilla que el moderno psicoanálisis no ha sabido conservar. Asimismo, los fantasmas que aparecen en su obra son siempre fantasmas educados y ceremoniosos, fantasmas de mucha cordialidad y buen trato, que no remiten en ningún caso a la figura del padre colérico y ausente de Tótem y tabú; y tampoco recuerdan a los feroces espectros que la imaginación hodierna suministra al cine adolescente. Bien mirado, todo este mundo fantasmal y antiguo, tan a la moda, debiera otorgarle a Cunqueiro una última hora de actualidad que nunca tuvo. Y ello es por el carácter alegre de sus imaginaciones, que orillan cuanto de torvo y ominoso pudiera tener y tiene el género fantástico en nuestros días. Sin embargo, los temas son los mismos: la Historia como enigma, el mundo como cifra, la aparición del Más Allá en una existencia predecible y anodina. Ocurre, no obstante, que la fantasía moderna (aquella que nace con el siglo romántico) toma como cuerpo extraño, como amenaza cierta y sombra maléfica, lo que en otros tiempos fue realidad cordial o no, pero en cualquier caso presentísima, en el imaginario de los hombres. A esta época tan vasta como difusa, que va desde los griegos al imperio de la Sublime Puerta, de la Europa carolingia al XVIII de Cagliostro y de Montgoflier, del Santiago peregrino a los romances de ciego de posguerra; a esta época, digo, están referidas las numerosas imaginaciones de Alvaro Cunqueiro, razones todas para que el monto de su fabulación haya pasado a una posteridad sin nadie, pues a la felicidad de la obra cunqueriana, tan melancólica como iridiscente, se ha sobrepuesto el escalofrío de la imaginación actual, cuyo círculo último es el terror, una vaga extrañeza, el ejército viscoso de lo innombrable.
¿Significa esto que Cunqueiro es un escritor a la antigua, un genio retardario? Al menos, tanto como quienes fantasean con la posibilidad de lo ominoso. Ambos, Cunqueiro y Lovecraft, por ejemplo, articulan su obra con lo remoto y lo improbable. Sin embargo, hay una radical modernidad en Cunqueiro (radical en cuanto que se encamina hacia la raíz misma del asunto), que rara vez ha sido señalada, ya sea por el apretado haz de sus admiradores, ya por los críticos de otro momento, que sólo vieron en él al escritor conservador, a la celebridad nostálgica y falta de compromiso. Y esta modernidad es doble: por un lado, su dilatada obra como articulista. Y de otra parte, la curiosidad antropológica, científica, especulativa, de la que se nutren la totalidad de sus invenciones. En cuanto al articulismo (y nadie ignora que el articulismo es, desde Larra, la modernidad, el hombre amonedado y libre, explicándonos la secreta arquitectura del mundo), Cunqueiro fue capaz de culminar una gigantesca obra, obra paciente y en taracea, como las viejas catedrales románicas que tanto amó, cuya mayor singularidad es el acopio de saberes e invenciones, de lugares y hombres, que a la vuelta nos traen una discreta, una profunda y ambarina celebración del cosmos. Y en cuanto a sus variadas y fértiles erudiciones, sería vano explicar que son la Antropología, la Historia, la Mitología, la lectura crítica de las leyendas, el quicio mismo sobre el que gira gran parte de la ciencia moderna.
De este singular modo —Cunqueiro insuperable articulista, Cunqueiro sabedor de las novedades del siglo—, nos encontramos con que la persistente incomprensión de la obra cunqueriana deriva, en parte, de su alegre avizoramiento sobre temas y cuestiones de principal importancia. Son Cunqueiro por un lado, y los hombres de lo «real maravilloso» por el otro, quienes traen nuevamente a la literatura la tropa mitológica y el componente de magia, de irracionalidad, de atropellado lirismo, que anida desde antiguo, desde aquella primera noche junto al fuego, en el pecho de los hombres. «El hombre necesita, como quien bebe agua, beber sueños», escribió alguna vez Cunqueiro. Y es toda esta magnitud inexplicada, inaprehensible, pero con los gravámenes y considerandos de la ciencia, lo que vuelve a cuestionarse el siglo XX, bien sea en la historia de Huizinga, en la antropología de Malinowski o Mircea Eliade, en la psicología de Jung, bien en los mitos glosados por Robert Graves y Raphael Patai. Por otra parte, cualquier lector de Alvaro Cunqueiro sabe que estos autores, junto a muchos otros, forman una cenefa de predilecciones que nos descubren, no al escritor antañón y vuelto sobre el pasado, sino al Cunqueiro actual que mira hacia los siglos anteriores y se pregunta, de entre todos ellos, qué es lo invariante, lo inamovible, lo radicalmente humano, en tantas horas de dicha y pesadumbre.
He aquí, pues, glosado con urgencia, cuanto de novedoso y fértil encuentra uno en la obra de Cunqueiro. Cumple ahora, sin embargo, dar noticia de Las Historias Gallegas, editadas en el 81, y que reúnen felizmente al vagamundo linaje de sus seres imaginarios. Antes quisiera señalar dos cosas: una, la fecha crucial con la que cierra la «Introducción». La otra, un vívido ejemplo de cuanto llevamos dicho en estas páginas. Cunqueiro firma su nota introductoria a Las Historias Gallegas en febrero del 81. Con lo cual, estamos ante uno de los últimos escritos del autor mindoniense, pues muere el 28 de ese mes, cinco días después de la asonada de Tejero, pero también en la misma fecha en que nació su admirado Michael Montaigne, o aquel trémulo español que fue Gutiérrez Solana. En cuanto al ejemplo citado, «Tía Gervasia de Fontes» nos cuenta la historia de un sobrino y una tía, de un sobrino enfermizo y una tía algo avara, en la que el niño muere sin haber montado en bicicleta, después de muchos años de haberle rogado a la tía Gervasia que le regalase una. Sus últimas palabras, de hecho, le recuerdan a la pariente culpable la pena del niño quebradizo que va camino ya del otro mundo: «Vou a morrer sin ter andado en bicicleta!». Entonces, Gervasia se fue a Betanzos y compró una bicicleta azul, la mejor bicicleta que encontró en Betanzos, y buscó a un amigo de Cosmiño, el sobrino, para que montara delante de su tumba. El amigo, Ruperto, dio unas vueltas, haciendo sonar el timbre a cada vuelta, y con esto tía y amigo se fueron contentos con el deseo cumplido. Ya de noche, con Gervasia en cama y la bicicleta a sus pies, el timbre sonó sin que mediara nadie, y entonces Gervasia sonrió. «La tía Gervasia volvió a dormirse, sonriendo por primera vez en muchos años». Démonos cuenta de que esta historia del timbre, sonando solitario en la noche, bien pudiera ser un episodio de terror en algún relato moderno. Sin embargo, en la imaginación de Cunqueiro, el timbre nocturno que reclama a la tía Gervasia, es una señal de gratitud, un signo de entendimiento, un cauce tierno e inocuo por el que el niño fallecido, aquel sobrino espectral, comunica a su pariente la eficacia de su regalo. Y esta, desvelada, sonríe.
Hay en Cunqueiro inesperadas luces, manos fragantes, almas benévolas, que nos llevan a pensar en una mejoría del mundo, cuyos secretos vínculos son la fantasía, la caridad, una suerte de alegría apacible ante la vasta consunción del todo. Así, los personajes de Cunqueiro gravitan inocentemente sobre sus sueños (sueños eróticos, monetarios, sueños de una brusca e infantil coquetería), y el resultado es un trasparecerse de las cosas, una locuacidad impensada de sombreros y pájaros, en la que el hombre, al fin, se halla mágicamente anudado a su tierra. En última instancia, el hombre de Cunqueiro, el agua que lo baña, son apenas dos formas volanderas de lo mismo: un nuevo Paraíso con manzanas, la promesa de una hora de perdón y de asombro.
MANUEL GREGORIO GONZÁLEZ
Marzo, 2009