LAS VIUDAS DE QUINTELA

ERAN tres hermanas, y solamente una era viuda de Perfecto Quintela González y las otras dos eran solteras, pero eran conocidas por las viudas de Quintela, porque Quintela fuera un hombre de capital, y porque ellas no tenían apellido ni mote conocido del país, ya que Quintela trajo de León, donde casó, a su mujer y a sus dos hermanas. Las viudas de Quintela todas tres eran altas, gordas, blancas, grandes matas de pelo que amoñaban muy en lo alto, a manera maragata, y tenían las tres un mirar amistoso, y eran muy sonrientes y calladas, con mucha humildad en el trato con los vecinos y mucha caridad con los pobres. Ellas vivían bien con el capital heredado de Quintela, e iban todos los septiembres a bañarse a la playa de Cedeira. Un año apareció de visita en su casa un primo suyo, un caballero leonés muy cumplido, vestido de negro y cubierta la cabeza con una gorra visera de hule. El leonés fue presentado al cura y al maestro, y a los vecinos todos, y cuando ya tuvo algo de confianza explicó que se ganaba la vida como zahorí, buscando minas y aguas subterráneas, y que era muy apreciado en todo el reino de León, donde había muchas tierras regadas y muchas fuentes de agua fresca gracias a su varita de avellano. Y que si había alguna necesidad de agua en la parroquia, o si había sospecha de una mina de plata, por ejemplo, que bastaba con decírselo, que él salía al campo a hacer su oficio.

Por ver trabajar a don Abundio, que así dijo llamarse, más que por necesidad de aguas, que en Lourido había muchas fuentes y tres regatos que bajaban mojando un hermoso praderío, las gentes del pueblo le pidieron que hiciese una demostración. La demostración la hizo un domingo por la tarde, buscando que hubiese la mayor cantidad de público posible. Tenía la varita mágica en una caja de madera fina forrada de terciopelo azul celeste. La empuñó con las dos manos, y se puso a pasear por la falda de un otero, el único lugar de Lourido en el que no había agua, y un tal Moure había hecho un pozo muy profundo, casi veinte metros, sin dar con ella. Don Abundio fue y vino, y de vez en cuando posaba la varita en el suelo y se daba aire con la gorra de visera. Se daba aire a él y se lo daba a la varita. Llevaba una hora de paseo y maniobras, cuando se detuvo y pidió a gritos una silla. Urgentemente. Se la trajeron de la casa más próxima. Luego pidió que le trajesen una niña, y se la trajeron, y la sentó en la silla. Don Abundio se tumbo en el suelo y pegó el oído en la tierra. Se levantó, se abanicó con la visera, y abanicó a la niña, que estaba sudando, y a punto de desmayarse con el calor que sentía, eso que era un día frío con viento norte. Don Abundio mandó que le diesen una copita de vino dulce, y después se dirigió a la concurrencia:

—Aquí abajo hay agua a seis varas, y un buen caudal. Es una corriente que se abrió paso en los dos últimos años, y por eso pedí la presencia de una niña, para que el agua se confiase. No cobro nada por el trabajo, pero pido que pongan una lápida en el pozo con mi nombre, Abundio Contreras Antolín.

Efectivamente había allí abundante agua. Don Abundio se volvió al reino de León y toda la parroquia le daba a las viudas de Quintela recuerdos para su primo. Varios vecinos les preguntaban a las viudas si podrían enviar sus hijos a la escuela de don Abundio, a aprender su arte. Las viudas de Quintela recibieron proposiciones matrimoniales de algunos mozos de Lourido, quienes buscaban con el casorio influir en el primo don Abundio, que enseñase su ciencia.