AMADEO DE SABRES
SALÍA de su casa para la feria de Negreira, y se dio cuenta de que con las prisas se le olvidaba el paraguas, que solía tenerlo colgado detrás de la puerta. Mejor dicho, tenía dos paraguas uno nuevo, comprado en Santiago, en una tienda del Preguntoiro, y guardado en el armario de su habitación, y otro ya viejo y amañado varias veces, un paraguas fuerte, un catorce varillas, que era el propio para cubrirse teniendo que salir en días de lluvia. El nuevo lo usaba Amadeo de Sabres nada más que para ir a los entierros o de consulta de médico o de abogado. Descolgó el paraguas viejo, y este silbó. Amadeo entendió el silbido. El paraguas, silbando, decía:
—Creín que me deixabas!
O algo parecido. Amadeo se encogió de hombros, no dándole importancia al asunto del paraguas, y se puso en camino de la feria de Negreira. Pero aquel silbido del paraguas fue el anuncio del silbido de muchos otros objetos propiedad de Amadeo. Por ejemplo, estaba sentado a los pies de la cama dudando si en calzar los zapatos de goma o los zuecos, cuando estos silbaron. El silbido quería decir algo así como:
—¡A ver si nos das gastados!
Sentado a la mesa, dudando entre comer los callos con tenedor o con cuchara —esto era en una taberna de la rúa del Franco, en Santiago—, la cuchara le silbó a Amadeo. Amadeo tradujo:
—Con cuchara máis se acapara!
Llegó un momento en el que Amadeo no podía tomar libremente una decisión, porque todos los objetos le silbaban; le silbaba una silla diciéndole que se sentase en otra parte, y el reloj de bolsillo, diciéndole que no mirase tantas veces las horas, y un día le silbó el estómago, pidiéndole arroz con leche, y qué casualidad, se le había antojado aquella mañana a Amadeo, quien le había dicho a la mujer:
—¡Mucho tiempo hace que no me das arroz con leche!
Le silbaban a Amadeo los cajones de la mesa, que los abriese con más cuidado, y la navaja, que quería afilarse. Pensó en ir al médico, pero se dijo que él no estaba en estado anormal, que las anormales eran las cosas que le silbaban. Pero no iba a llevar él al médico el paraguas, los zuecos, el estómago, los cajones de la mesa y la cuchara de comer los callos… Ahora, además, le silbaban las personas. Estaba hablando con su mujer o con su tío Venancio, y por debajo de las palabras escuchaba, suave, suave, un silbido. Decidió taponarse los oídos, y que el que quisiese hablarle que lo hiciese por señas. Pero sucedió entonces que quien silbaba era él. Quería decir:
—¿Dónde dejaría la boina?
Y en vez de las palabras le salía de la boca un silbido, que era la respuesta de la boina a la pregunta formulada:
—Derriba da cómoda! —entendía Amadeo que decía la boina.
Tanto silbido de las cosas llegó a ponerlo nervioso, a excitarlo, y golpeaba las mesas, las sillas, tiraba al suelo la navaja y la cuchara, y tiró los zuecos, que eran unos silbadores incansables, al fondo del pozo. Y era el propio Amadeo quien más silbaba ahora, silbidos que ordenaban ¡silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!
Lo llevaron a descansar una temporada a Conxo.