MARÍA, A PENEIREIRA

LE llamaban a Peneireira porque estuviera casada con José o Peneireiro, un artesano muy hábil en hacer peneiras, cedazos y borteles de diversos tamaños, los mejores que se pudieran comprar en cualquier feria de la Galicia interior. El propio señor José o Peneireiro se alababa, diciendo que sus piezas eran mejores todavía que las del Peneireiro Compostelano, que nunca logré saber quién pudo haber sido tan excelente fabricante de cedazos. Muerto el marido María se dedicó a hacer asientos de rejilla para las sillas, para lo que se daba mucha maña. Era muy curiosa de vidas ajenas, y se hizo medio Celestina, contándose varias historias de su intervención en ciertos amoríos, que dieron mucho que hablar. Andaba todas las casas de la villa, y se la temía, porque se la sospechaba sabedora de muchos secretos. Cuando yo la conocí andaba por los setenta, y era una mujer encorvada, con el pelo blanco, la piel todo arrugas, pero los ojos negros muy despiertos, y siempre en la boca una sonrisa. Por entonces, una vecina suya me contó que fuera a casa de la Peneireira a llevarle el asiento de una silla para que le pusiese rejilla nueva, y que ambas se pusieron de cuentos. La visitante de pronto, se acordó de que había quedado citada a las seis con su marido en una tienda para comprarle un pantalón. La Peneireira se levantó, fue hacia la cómoda, abrió un cajón y sacó un espejo de mano, echo el aliento en él, y miró. Y dijo:

—Llegas a tiempo, que tu marido aún está en la revancha de la partida de dominó.

Y volvió a guardar el espejo, sin dar ninguna explicación sobre el asunto. Y por este caso, y por otros, se supo en la villa que la Peneireira tenía un espejo en el que podía ver lo que hacían las gentes, y no sólo en la calle, sino encerradas en lo más recóndito de sus casas. En seguida fueron solicitados sus servicios, y los más por mujeres celosas que querían saber los apaños que tenían sus hombres. Uno que trató mucho a la Peneireira me contaba que esta hacía trampa, no diciendo de la misa la media de lo que veía en su espejo. Eso sí, iba a ver al marido de una de las mujeres clientes suyas, y le decía lo que había visto en el espejo a petición de su mujer, y cómo lo callara, y que le debía cinco duros. Por si acaso, el marido pagaba, considerando que merecía la pena el estar a bien con aquella adivina. Otras veces, la Peneireira decía que lo que estaba pasando sucedía un poco lejos, y sólo veía sombras en la niebla. Presumía de no meter guerra en las familias, aunque, eso sí, cobraba la paz. Un sábado a mediodía apareció la Peneireira en la funeraria de la villa a encargar un ataúd para ella, y lo quería muy lujoso y con asas, y forrado, que quería estar cómoda en él, según dijo. Y que se lo tuvieran listo para el lunes siguiente, a las once de la mañana, pago anticipado. Y contó que el espejo le había anunciado su muerte para tal día y tal hora, y que en el velatorio tuvieran cuidado del velón que encendían a los pies. Murió la Peneireira a su hora, y en el velatorio no había manera de encender el velón que estaba a los pies de la difunta: el pábilo chisporroteaba, pero no prendía, y trajeron otro velón.

No se encontró el famoso espejo en la casa, y la Peneireira dejó tal recuerdo en la villa, que todavía hoy, cuando alguien cuenta una cosa que estaba secreta, siempre hay alguien que comenta:

—Seica cho dixo o espello da Peneireira!