EL VERDUGO EN A CAÑIZA

ESTO pasó hace muchos años, quizás cien. Llegó a A Cañiza el verdugo que había de ajusticiar a un condenado a muerte, y no encontró en la villa quien le diese cama, y tuvo que ir a dormir a la vecina A Lamosa. A la ejecución asistió mucha gente, y entre los asistentes había uno de Melón o de Quines, no estoy muy cierto; a lo mejor era de Covelo o de Ribadavia, llamado Agustín, el cual quedó prendado del arte del verdugo y de sus buenas maneras, y le siguió los pasos, escuchándole hablar con el elemento oficial y los guardias que habían asistido al acto, y por el acento y la parla era notoriamente andaluz. Muy saludador, y poco saludado, pasó al juzgado a echar unas firmas, y allí le llevaron un bocadillo de jamón y una botella de vino, y mientras reponía fuerzas contó de uno que ajusticiara en Salamanca, que era zamorano, al cual el cura que le recomendaba el alma le ofreció, ya el penado con la cuerda al cuello, un vaso de vino, que el zamorano rechazó diciendo que era blanco, y por eso no lo bebía, que a no tardar una hora le daría ardor de estómago, y que en cambio toleraba muy bien el vino tinto. Los presentes apenas rieron el cuento, quizás porque venían de ver ahorcar un hombre, pero rio su historia el propio verdugo, y el paisano nuestro, quien había logrado colarse hasta la habitación donde el verdugo repostaba. El verdugo se fue solo con su maletín a esperar la diligencia que había de llevarlo a Pontevedra.

Agustín se acercó al verdugo, y abrió su paraguas para cubrir a este, que comenzaba a llover, y le fue preguntando si se tardaba mucho en aprender el oficio suyo, si la paga era buena, si había que viajar, y como Agustín era soltero, no dejó de preguntar si una mujer tenía un pretendiente de gusto, y llegaba a saber que este era verdugo, si lo dejaba o se casaba con él.

El verdugo le contestó a Agustín que él era un funcionario del Estado como otro, y que no apestaba, aunque creyesen lo contrario los ignorantes de A Cañiza. Que él era muy estimado por sus amistades en Valladolid, como antes lo había sido en Zaragoza, y que era, en cierto modo, un científico, pues había propuesto al Gobierno del rey Alfonso XII una máquina portátil más perfecta que la guillotina. Agustín no sabía lo que era la guillotina, y nunca oyera hablar de ella. El verdugo se la explicó, y luego la suya, que efectivamente parecía muy práctica muy práctica e indolora para el penado. En cuanto a mujeres, que él estaba casado con una de Cariñena, que era muy tierna con él cuando regresaba de un viaje profesional. Lo que menos le gustaba al verdugo era la horca, cosa primitiva y que exigía poca habilidad mecánica, aunque él había logrado un nudo corredizo propio, que en el ministerio de Gracia y Justicia no aceptaban, porque en España nunca se premia el verdadero mérito.

—Un nudo así —dijo, y sacándose la bufanda se la pasó al cuello a Agustín, el cual creyó que en aquel momento iba a ser muerto.

Se desmayó. Cuando volvió en sí estaba sentado en el suelo, y tenía alrededor del cuello una mancha roja, que le duró toda la vida…

Salveime de miragre! —decía.