LA OREJA DERECHA DE ANTÓN DE LEIVAS

ANTÓN de Leivas vivía con sus padres y hermanos en Vilarelle, en la casa más cercana a la fraga de Unces. Era mozo de unos veinticinco años, de mediana estatura, y arrubiado, como suelen los de Vilarelle. Los de Leivas tenían una buena labranza y era suyo el hayedo de Portela. Un domingo, al salir de misa en la iglesia de San Juan de Unces, un amigo suyo lo llamó aparte y le dijo:

—Estuve detrás de ti en la misa, y no me cansaba de mirarte la cabeza. Tienes la oreja derecha mucho más grande que la izquierda, y antes no la tenías así.

—Pues en el servicio no me dijeron nada —replicó Antón llevándose la mano a la susodicha oreja derecha.

Ya en casa, consultó con su madre y hermanos, y todos encontraron que la oreja derecha le había crecido algo, y engordado en el lóbulo, que también lo tenía más colorado que el izquierdo. Según el parecer de la familia y de los vecinos, la oreja derecha le seguía creciendo a Antón. Este andaba preocupado, y se fue a ver a un curandero que había en Liñades, que se llamaba Secundino e iba a Lugo a hablar con los médicos. El señor Secundino observó las orejas de Antón, las midió, le dio unos tirones y comentó:

—¡De buena te libraste! Tú ibas a tener una enfermedad con hinchazón en alguna parte interior, y en un descuido te pasó a la oreja, donde quedó benigna.

—¿En un descuido de quién? —preguntaba Anton.

—En un descuido de tu propio cuerpo —le contestó el señor Secundino.

Antón regresó a Vilarelle más tranquilo. La oreja le había dejado de crecer, según los que lo observaban. Un día, una vecina, viuda de un guarda forestal, coruñesa ella, muy blanca de piel y todavía de buen ver, admirando la oreja de Antón preguntó si se oiría algo dentro de ella, y acercó su oreja izquierda a la derecha de Antón, juntando su mejilla a la del mozo.

—¡El mar! —exclamó—. ¡Se escucha el mar, como en las caracolas marinas!

Y desde entonces mucha gente quería, especialmente niños, escuchar el mar en la oreja derecha de Antón. Hasta María de Don, una moza muy garrida, que nunca le hiciera caso. María se extasiaba oyendo el mar en la oreja de Antón, y tal fue la cosa que se hicieron novios y se casaron. María le prohibió a Antón que la viuda del guarda, la coruñesa, volviese a escuchar el mar del Orzán en su oreja.

María tenía un hermano en Venezuela, y el verano siguiente al mayo de su boda con Antón, llegó a Vilarelle de vacaciones. Venía moreno, muy elegante, con zapatos blancos y fumando tabaco rubio, y con gran variedad de sombreros. Abrazó a su cuñado Antón, lo miró y remiró, comparó sus orejas, y lo llevó aparte, junto a la higuera de la era.

—¡Oye, chico, esto es una vaina! ¡Tienes las dos orejas iguales!

—Pues todo el mundo me ve la derecha mayor que la izquierda…

—Eso es lo que los periodistas de Caracas llaman «un caso de sugestión colectiva».

—¿No se lo dirás a nadie?

—¡Qué vaina! ¡Yo como un muerto, cuñado!

Antón respiró porque le estaba sacando cuartos a su oreja derecha. Las madres traían sus hijos raquíticos o que crecían lentamente, y los frotaban a la oreja de Antón. Antón cobraba tres duros por sesión, y las madres agradecidas le dejaban un queso o un pollo de regalo.

El cuñado, a solas, insistía:

—¡Un caso célebre! ¡Un caso de sugestión colectiva!