DON FELICIO ESCRIBE DESDE EL OTRO MUNDO

LA casa de los Pardo, en Lourido, la construyó don Felicio a finales del siglo pasado, una casa grande, con hermosa piedra, con su gran solana, en un alto, sobre el verde praderío y el río. Pero don Felicio se murió sin estrenarla. Hace pocos años que sus nietos lograron que en Lugo hicieran una buena ampliación de una fotografía de don Felicio, que le sacaran en La Coruña al regreso de su viaje a La Habana: traje claro y sosteniendo la pajilla sobre la rodilla derecha. Y en una cómoda, debajo de la fotografía, pusieron la escribanía de plata alemana de don Felicio: una escribanía con tintero, vaso para la arenilla secante, y pluma imitando pluma de ave. Pero, todo esto aconteció después de lo que voy a contarles. Manuel de Seixo, nieto político de don Felicio, tenía una pequeña mesa en la habitación en que dormía, y en esa mesa estaba la escribanía de don Felicio, sin limpiar, medio olvidada debajo de periódicos atrasados. Una noche Manuel despertó a causa de un ruido raro como si alguien estuviese arañando en los papeles que había en la mesa. Encendió la luz, y vio que la pluma de la escribanía se había salido de esta e intentaba escribir algo en un pliego de papel de barba que Manuel tenía allí para hacer una instancia solicitando que le concediesen una parada caballar, que era la ilusión de su vida. Todos los años mandaba la instancia a Valladolid, y todos los años se la devolvían con un sello que decía «Denegada». La pluma, al darse cuenta de que era observada por Manuel, volvió a su sitio en la escribanía. Por la mañana, Manuel consultó el asunto con su mujer y sus cuñados, y todos coincidieron en sospechar que bien pudiera ser don Felicio el escritor. Llevaba sesenta años muerto, pero podía tener algo urgente que decir a los descendientes, y permiso para decirlo. Manuel limpió la escribanía, puso tinta en el tintero, y a la pluma una plumilla nueva, de coronilla, y al lado, varios pliegos de papel de barba. Se establecieron turnos de vigilancia nocturna, y a la quinta noche, estando la nieta Eduvigis de guardia, alumbrándose con una lamparilla de aceite, la pluma salió de la escribanía y rasgueó rápida en el papel de barba, tras mojarse en el tintero. Eduvigis despertó a toda la familia, y Manuel leyó en voz alta lo escrito por la pluma. Decía así el recado: SOLADME LOS ZUECOS.

Y nada más. Ni firma. La familia se preguntaba qué zuecos serían aquellos, y dónde estarían, que ella no sabía de zuecos ningunos en la casa. Pasó una semana larga de lluvias, y una mañana yendo la Eduvigis a soltar las gallinas y darles el desayuno de unos granos de maíz, se encontró un par de zuecos viejos a la puerta del gallinero. Estaban sucios, uno sin cordón, y las suelas de ambos con grietas como las que propiamente se hacen en las suelas de los zuecos cuando el que los usa acerca los pies en demasía al fuego, estando los zuecos mojados. La familia limpió los zuecos lo que pudo, compró nuevos cordones, y los llevó a solar al zoqueiro de Baltar. La verdad es que los zuecos eran de muy buena piel, y quedaron como nuevos con ayuda del betún. Pero, ¿qué hacer con ellos? La familia, por unanimidad, decidió dejarlos donde habían sido encontrados, a la puerta del gallinero Los dejaron al anochecer, y a la mañana ya no estaban. A la noche siguiente, la pluma volvió a trabajar, sin que nadie la viera ni oyera, pero dejó en el papel de barba escrito, con letras de fardo, la palabra GRACIAS, y sobre la palabra, media onza de oro, de Fernando VII. Una de las onzas que don Felicio decía que tenía «en reserva de patrimonio» y que no habían sido halladas nunca, ni en la casa vieja, ni en la nueva… Yo tuve la media onza en mis manos, un día por el San Martiño, en el que fui invitado a comer a Lourido. Caía una dulce lluvia otoñal. Sentado en la solana con Manuel de Seixo, le dije por qué no se paraban, en las tardes de invierno, a escuchar si don Felicio estaba contando sus monedas de oro. Nunca tal hiciera. Creo que toda la familia anda desde entonces con el oído atento al oro del difunto.