EL SEÑOR ESTANISLAO DE MONTES
ACONTECIÓ que estaba labrando una tierra para luego sembrar centeno un labriego de Ariz, y de pronto el arado se negó a seguir abriendo el surco. No es que las vacas que tiraban de él se negasen a andar; es que el arado se levantaba, la reja salía de la tierra, y no había manera de surcar. Allí pasaba algo raro. El labriego llamó a una vecina meiga, la cual le dijo que era que el arado tropezaba con un misterio, que podía ser bueno o ser malo, lo mismo podía ser un tesoro o algo portador de desgracia. Decidieron entonces cavar donde el arado se negaba a seguir trabajando, después de tomar las precauciones debidas, hacer un círculo, trazar unas cruces, verter agua bendita y marcar los cuatro puntos cardinales con ramas de romero. La meiga llamó al secreto:
—¡Si estás vivo, sal a la luz, y si eres maligno, vete por Jesús!
No pasó nada. Se pusieron a cavar, y a medio metro de profundidad aparecieron unos huesos humanos, un fémur, unas costillas, una mandíbula, y todos los de una mano, que estaban apretando una piedra colorada. Fueron avisados el juzgado y el señor cura, y hubo acuerdo en que los huesos pertenecían a un ser humano que había vivido hacía por lo menos trescientos años. Cómo estaban allí era un misterio, y lo del arado daba que pensar. No hallando mayores explicaciones, se decidió que los huesos fuesen metidos en una caja y enterrados en el camposanto de Ariz, que está al lado de la iglesia, mismo junto a la puente, y los difuntos, si tuviesen oído, podrían escuchar el canto de las aguas del alegre río, y toda la pajarería de los sauces de la ribera. El cura, por si acaso, echó unas bendiciones sub conditione. El caso fue muy comentado en toda la comarca, y llegó a oídos del señor Estanislao de Montes, componedor de huesos muy famoso y sabio en hierbas medicinales. Se acercó a Ariz y pidió permiso para examinar los huesos. Después de hacerlo detenidamente, cambiando de gafas y mirándolos al trasluz, sentenció:
—Son de mujer. De una mujer sobre los treinta años, más bien pequeña. Y desde luego son unos huesos de una mujer que no era del país. La mujer gallega tiene otros huesos. Tampoco la piedra de la mano es gallega.
Con estas declaraciones del señor Estanislao de Montes creció el misterio y aumentaron los comentarios. ¿Qué fue a hacer a Ariz una extranjera, una francesa, por ejemplo? Era seguro que se trataba de un crimen, pero, ¿dónde iban los otros huesos de la víctima? ¿Y lo del arado, negándose a abrir la tierra sobre los restos?
Todos esperaban que el señor Estanislao de Montes diese una respuesta, pero no la hubo. Una y otra vez estudió los huesos, con ayuda del sacristán y de la meiga, y aunque cada día precisaba más sobre los huesos, y se afirmaba en que no eran de gallega, no llegó a solucionar el caso. Parece ser que incluso llegó a encerrarse una noche con el arado, que era un arado romano, construido por el carpintero de Boán. No había novedad ninguna en el arado. Para sonsacar al arado, si es que tenía algún secreto, le dio a beber vino tinto. Eso se dijo por Ariz. Pero ni con el vino el arado habló, diciendo cómo se enterara de que en aquella leira estaban huesos humanos. Todavía están a disposición de los que quieran estudiar el asunto, en el cementerio de Ariz, los que llaman los vecinos «os ósos da francesa».