LA TÍA REMEDIOS
LOS sobrinos que se quedaron a vivir en Portonovo ninguno había conocido a la tía Remedios, que se marchó con su madre al Brasil cuando tenía catorce años. De vez en cuando la tía Remedios mandaba algún dinero, recomendando que el más de él lo gastasen en arreglar la casa y comprar mejores vacas. También mandaba ropas para las sobrinas, unos trajes de falda larga, muy bordados, de una moda antigua, que la modista se veía y se deseaba para acordarlos con la moda nueva y lo que las sobrinas veían que se llevaba, cuando viajaban a Pontevedra. Mandó por uno de Pontecaldelas un reloj de oro para el sobrino mayor, y un fonógrafo, que dio que pasar en la Aduana de Vigo. El fonógrafo era uno de gran bocina, como los de los anuncios de «La Voz de su Amo» del año mil novecientos diez, y lo mandó justamente en el año 1931. Poco después de enviar el fonógrafo y algo más de dinero para que le comprasen una mecedora para las siestas, anunció que llegaba para las fiestas de la Peregrina. Y llegó. Había pasado cincuenta años de doncella de guardarropa, primero, y de asistenta de llavero después, según su terminología, en casa de una condesa que sólo salía a la calle en coche de caballos, llevando junto a la puerta derecha un lancero imperial, con casaca verde y un casco con plumas. Vivía en un palacio que está a diez leguas de Río de Janeiro, en medio de un campo rodeado de palmeras. A la muerte de la condesa se deshizo la casa, y la tía Remedios pudo regresar a Portonovo. Era una mujer menuda y morena, hablando muy graciosa brasileiro, y por disposición testamentaria de la condesa, obligada a vestir de batista colorada y encajes negros el resto de su vida. Recogía el pelo en un gran moño, y miope, miraba muy atenta a las personas que iban y venían. También traía en el equipaje, herencia de la condesa, el perro Napoleón. Era un lanudo blanco, pequeñito, de cuarta y media de largo, el hocico azul, y los ojos dorados. Vaya el ojo izquierdo dorado, redondo como una moneda cortada por la raya negra de la pupila, y el derecho lo tenía postizo, que lo había perdido en un accidente, y en su lugar le hablan puesto un cascabel. El perro despertaba sudando, miraba para donde estaba la condesa, y entonces el cascabel sonaba. La condesa mandaba que bañasen a Napoleón… Cuando regresó la señora Remedios toda la vecindad acudió a admirar al perro. Este miraba con su único ojo a los presentes, levantando con mucho cuidado, lentamente, la cabeza, y era cierto lo que decía la tía Remedios, que buscaba que en sus movimientos cuando había visita no sonase el cascabel de oro, que lo era, del ojo derecho. Sin embargo, alguna que otra vez levantaba la cabeza, inquieto, y la sacudía. Entonces el cascabel sonaba, y la tía Remedios acudía a acariciarlo, a darle una galleta «María», a recomendarle calma. El perro se dejaba sosegar y volvía a su interminable siesta, pasando la lengua roja por el hocico azul. La tía Remedios entonces explicaba a los sobrinos:
—¡Es que está viendo a la difuntiña en el paseo del otro mundo!
Y entonces Napoleón, que parecía dormido del todo, pero que estaba escuchando a la tía Remedios daba dos síes seguidos con el cascabel de oro, confirmando lo que la antigua asistenta de llavero de la señora condesa de Itaquimí había dicho.