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Estoy más de diez minutos contemplando el código de Liam antes de teclearlo en el ordenador. Tras darle cientos de vueltas, desarrollo dos teorías absurdas sobre por qué me ha prestado su contraseña: la primera, que es falsa y me la ha anotado para hacer esa salida triunfal y burlarse de mí; la segunda, que el código disparará alguna especie de alarma y me echarán de la Radcliffe en cuanto lo introduzca en el ordenador. No me planteo la posibilidad de que la contraseña sea correcta y me permita acceder a una de las bibliotecas más antiguas de Europa.
Al final, consciente de que solo hay un modo de averiguarlo, tecleo el código y espero a que el ordenador lo procese.
Es correcto. Me giro al instante para ver si Liam está detrás de mí dispuesto a hacer otro comentario sarcástico, pero estoy sola. Como siempre.
Guío el ratón hasta el menú y compruebo que, efectivamente, he accedido a los servicios de la biblioteca, y que al parecer el profesor Soto tiene acceso ilimitado a los archivos. No curioseo; mi instinto me dice que no serviría de nada. Si Liam me ha dado ese código es porque sabe exactamente qué puedo hacer con él. Y yo no quiero saber nada más sobre él, ya no. Estoy aquí para ayudar a Sylvia; Liam ni siquiera tendría que haber reaparecido en mi vida.
«Eso es: piensa en Sylvia, en las flores de Gideon y en que estos libros pueden ayudarte a entender qué diablos estaba haciendo papá.»
Los libros de botánica y de biología que consultó mi padre siguen en la biblioteca. Los de historia están en préstamo, así que anoto la fecha en que se supone que tienen que devolverlos. De los libros sobre Jane Eyre hay uno disponible, y también lo está el de Abadías, castillos y mansiones de Oxford de L. Bennet. Anoto el lugar exacto donde se encuentran y me dirijo al mostrador con todos mis trastos. No quiero hacer nada que pueda enemistarme con Janet.
La bibliotecaria comprueba los datos en el ordenador y me pide que espere allí mientras me traen los libros.
—Aquí los tiene, profesora.
—Llámame Sarah —le pido pasando una mano por la cubierta de Jane Eyre.
—Si le interesa Jane Eyre, todavía está a tiempo de apuntarse al ciclo de conferencias que organiza el profesor. Son excelentes, viene gente de todas las universidades. De todo el mundo, en realidad —añade con una mirada extraña, casi perversa—. Es uno de los mayores reclamos de Oxford.
—Oh, vaya —respondo sin prestarle demasiada atención. En la universidad de Brasilia también había dos profesores estrella, académicos que por un motivo u otro gozaban del favor de la prensa y que ejercían de reclamo para la universidad. Uno había participado incluso en un programa de televisión de mucho éxito—. ¿Y quién dices que las imparte?
—El profesor Soto.
Mi sorpresa es tan evidente que por fin comprendo la mirada de Janet, y esta se ríe como gato que acaba de comerse al canario. Al final, la bibliotecaria ha conseguido vengarse, supongo. Intento recuperarme tan rápido como puedo, disimulo y le doy de nuevo las gracias mientras me alejo con los dos libros bajo el brazo. Al llegar a la calle me despido del guarda de seguridad y aprovecho esos segundos para subirme el cuello del abrigo.
No esperaba encontrarme a Liam en la biblioteca. De hecho, jamás me habría imaginado que siguiese en Oxford o que nuestras vidas pudiesen volver a cruzarse. La idea aún se resiste a asentarse en mi cabeza, pero al menos ahora, y gracias a la sed de venganza de Janet, sé cómo conoció papá a Liam. Aunque sigo sin entender por qué papá se interesó por la obra de Charlotte Brontë, es obvio que fue ese interés lo que le llevó hasta «el mejor especialista en Jane Eyre del mundo». Liam Soto, el profesor estrella de Oxford que finge que acabamos de conocernos, y que cada vez que me ve deja claro que no me soporta y que cree que soy despreciable.
«No pienses en él, Sarah. Se supone que hace años que dejó de importarte lo que Liam opinase de ti.» Me pongo a caminar como si alejándome de la Bod me distanciase también de esos recuerdos.
La calle está desierta, la humedad de la noche cubre los adoquines con un brillo mágico y puedo oír el ulular de un búho. Levanto la comisura del labio; Oxford tiene el don de atrapar a la gente con su misterio.
Una moto aparece en el extremo opuesto de la calle. Es negra y, si la luz de una farola no se hubiese reflejado en el tubo de escape, habría resultado casi invisible. El conductor va oculto tras un casco también negro y viste del mismo color. La motocicleta se detiene un segundo y me siento observada. Es una tontería, no puedo volver a asustarme como antes en el garaje con Caitlin. Estamos los dos solos en la calle, el motorista y yo, eso es todo; no voy a sucumbir al miedo ni a ponerme a correr como una loca. La moto ruge. Una gota de sudor frío me resbala por la espalda y noto el sabor a cobre de la sangre. Me he mordido el labio. Dentro de unos minutos me reiré de mí misma, en cuanto llegue a la esquina y el motorista pase de largo.
La moto se acerca, el hombre de negro alarga una mano para arrebatarme el bolso y yo reacciono sujetándolo con todas mis fuerzas. He vivido cinco años en Brasil, he viajado por lugares que este cretino ni se imagina y sé cuidarme sola. No he vuelto a casa para permitir que un delincuente de tres al cuarto me robe en mitad de la calle.
Sujeto el bolso con fuerza, noto un tirón en el hombro y acabo cayéndome al suelo, pero el ladrón tiene que irse con las manos vacías. Me incorporo un poco y veo que la motocicleta negra se ha detenido al final de la calle. El motorista gira la cabeza hacia mí; se está planteando volver y, si lo hace, no se conformará solo con el bolso. Se me hiela la sangre.
Los faros de un destartalado cuatro por cuatro aparecen en la esquina y suspiro aliviada. La moto arranca y se aleja con un estruendo, aunque tal vez el ruido lo provoquen los latidos de mi corazón. Me cuesta levantarme del suelo, me tiemblan las piernas y estoy llorando. He pasado mucho miedo. Lo que acaba de suceder no han sido imaginaciones mías. Me he dado un golpe en la cabeza y tengo rasguños en la mano con la que he parado el golpe y en una rodilla, además de las medias rotas y el resto de la ropa manchada. El brazo con el que aún sujeto el bolso me duele muchísimo, y al echarlo hacia atrás descubro que el hombro y el omóplato también. No creo que estén rotos porque puedo moverlos, pero adivino que me dolerán durante unos días.
Vuelvo a casa cojeando y llorando. No me gusta llorar, lo odio, y desde que he vuelto a pisar este maldito lugar no paro de hacerlo. Me cambio el bolso de hombro; tendría que haberlo hecho de inmediato, pero el altercado me ha dejado confusa. Tendría que haber dejado que el motorista se lo llevase. El muy bastardo se habría puesto furioso al ver que solo llevo libros y los papeles de papá.
Aunque, a decir verdad, parecía muy empeñado en conseguirlo.
Llego a casa en pocos minutos; el muy cretino me ha asaltado cerca de mi calle. Camino decidida hacia el piso superior y me meto en el baño, abro el grifo del agua caliente de la bañera y empiezo a desnudarme. Leí en una ocasión que las víctimas de pequeños delitos también pueden entrar en estado de shock, y que la mejor manera de evitarlo es darse un baño o una ducha de agua caliente; así el cerebro desconecta e inicia un proceso comparable al reseteado de un ordenador.
Me quedo en la bañera hasta que el agua se enfría y dejo de llorar. De pie en medio del baño muevo los dedos de los pies sobre la alfombra y, arrastrándola con los talones, me coloco frente al espejo. La mujer que me devuelve la mirada no soy yo. Tengo las ojeras mucho más marcadas de lo habitual y las pecas parecen haberse multiplicado por culpa de la palidez que, sin duda, ha aumentado. Tengo los labios un poco hinchados y un arañazo en la mejilla que está sangrando. En la frente también tengo un pequeño corte y seguro que terminará infectándose. Suelto aire entre los dientes y aprieto la mandíbula para contener una nueva tanda de lágrimas.
Basta, apenas llevo allí unos días y me estoy desmoronando.
Bajo a la cocina y me preparo un té. Cuando lo tengo listo le añado un chorrito de whisky y me dirijo con la taza al salón. Me detengo en el pasillo y modifico la dirección para ir a por el bolso. Lo he dejado en el suelo, junto a la puerta de la entrada, y ya que estoy hecha una mierda por su culpa decido que me sentiré mucho mejor si lo tengo cerca.
Vuelco el contenido del bolso en la mesilla del café. No puedo quitarme de encima la sensación de que ese motorista estaba demasiado empeñado en llevárselo. Pero no tiene sentido, no tengo nada de valor; por más que miro mis cosas no descubro nada que justifique tal insistencia, ni siquiera el propio bolso, que compré en una tienda cualquiera hace un par de años. Me termino el té y después vuelvo a servirme whisky porque en este momento, toda magullada y exhausta, me parece muy buena idea. Y tras la tercera taza decido abrir el monedero y buscar una tarjeta que guardé allí hace unos días.
—Robert Long, abogado —leo mientras la hago girar entre los dedos.
¿Qué diablos estoy haciendo jugando a los detectives? ¿Es porque me siento culpable por no haber hecho las paces con papá? ¿O porque me siento culpable por haber abandonado a la abuela? ¿O es por Liam? Vaya, al parecer tengo motivos de sobra para sentirme culpable. No me gusta. Lo mejor será que me deje de tonterías, haga las maletas y me largue de aquí. Espera un momento, ¿qué me retiene aquí? Ah, sí, los asuntos de papá. Necesito un abogado que se ocupe de eso y, mira por dónde, tengo uno al alcance de la mano. Marco el teléfono y espero. El señor Long fue encantador, parecía un Papá Noel.
—Long & Long abogados, diga. —No es un saludo muy amable. Es evidente que al propietario de esa voz no le ha hecho ninguna gracia contestar el teléfono, por eso lo ha dejado sonar durante minutos. Algo que a mí, en mi estado actual, no me ha importado, pues me he dedicado a cambiar de canal en el televisor mientras esperaba—. Oiga, si no me dice nada, voy a colgar.
—Oh, lo siento. Disculpe. Me gustaría hablar con el señor Robert Long.
—El mismo.
—Usted no es el señor Long.
—Le aseguro que sí lo soy, señorita.
—Usted no tiene la voz de un abuelo inglés que bebe té y pasea perros por la campiña.
—Le diré a mi padre que ha dicho eso, señorita. Y ahora, si me lo permite, voy a seguir con mi trabajo que, por cierto, no es contestar el teléfono. Adiós.
—¡No, espere! No cuelgue.
Le oigo resoplar, pero el falso Robert Long mantiene la línea abierta.
—Dígame su nombre y le diré a mi padre que la llame mañana por la mañana. Él no está aquí ahora, es tarde —añade sarcástico— y seguro que usted se encontrará mejor si duerme un rato.
Me aparto el móvil de la oreja y le saco la lengua. Es absurdo y lo sé, pero ya he soportado a demasiados ingleses pomposos por hoy.
—Me llamo Sarah, conocí a su padre hace unos días en un avión. Volvía de Brasilia.
—¿Usted es la chica a la que le da miedo volar? —me pregunta sorprendido y yo me sonrojo a pesar de que el whisky ha eliminado casi todo mi pudor—. Mi padre nos habló de su conversación, tiene memoria para esa clase de cosas y creo que le cayó usted bien.
—Veo que a usted no, señor Long.
—Llámeme Rob, y de momento no me cae ni bien ni mal. Tengo mucho trabajo atrasado y no la conozco. Y ahora, tal como le he dicho antes, voy a colgar. Me gustaría irme a casa antes de que amanezca.
—Quiero poner en venta mi casa de Oxford, mi padre murió hace unas semanas. Llevábamos años sin hablarnos y ni siquiera llegué a tiempo de asistir al funeral. Quiero vender la casa lo antes posible.
Son frases cortas, inconexas entre sí, y ni siquiera sabía que iba a decirlas hasta que las he oído salir de mis labios. Después de pronunciar la última se produce el silencio. El hombre, Rob, es un desconocido y yo prácticamente acabo de sincerarme con él.
—Maldita sea —farfulla—. Deme su dirección. Mañana por la tarde tengo una reunión en Oxford y, aunque seguro que me arrepentiré de esto, cuando termine puedo pasar a verla. Vamos, démela antes de que cambie de opinión.
—Cranham cuarenta y dos, en el barrio de Jericho.
—Sé dónde es. Llegaré a partir de las cinco, ¿de acuerdo, señorita…?
—Morgan —le digo.
—Váyase a la cama, señorita Morgan. La veré mañana.
El autoritario hijo de Robert Long, Rob, cuelga y me quedo mirando el teléfono. Aquella conversación ha sido tan surrealista que tal vez me la haya imaginado. Dejo el móvil en la mesilla y apago el televisor. Al ponerme en pie aprieto la mandíbula para contener un grito de dolor: el golpe que me he dado en la rodilla me duele más de lo que creía y la articulación se queja al notar el peso del cuerpo. Me apoyo en la otra pierna y en el último segundo cojo Jane Eyre para llevármelo a la cama. Dudo que pueda dormir, y a lo mejor gracias al whisky y al cansancio descubriré una nueva faceta de la novela de Brontë.
Maldita escalera.
Cada escalón es un suplicio. Cuando por fin llego al dormitorio, me desplomo en la cama. Después de soltar unos tacos más por lo mucho que me cuesta encontrar una posición cómoda para leer, abro el libro y un papel me cae sobre el pecho.
Es la hoja de inscripción a las conferencias que dará el profesor Liam Soto. Son dos conferencias y se repetirán al cabo de unos meses (debido a su gran éxito, la universidad ha decidido ofrecer distintas fechas). Se anuncian bajo el título: La moralidad de Jane Eyre y el poder sobrenatural del amor.
Me escuecen los ojos al leerlo. No estoy llorando. No asistiré a esa conferencia, no confío en mí misma si lo hago. Hasta ahora he podido contener tanto los recuerdos como mis reacciones cada vez que he coincidido con Liam, pero a juzgar por el estado en el que me encuentro ahora, no estoy segura de que pudiese seguir haciéndolo.
Liam hablando sobre el poder sobrenatural del amor, tiene gracia. Es jodidamente gracioso, maldita sea.
Furiosa, lanzo el libro contra la pared del dormitorio. Al oír el ruido del cartón al romperse me avergüenzo de mí misma, y tras secarme las lágrimas me arrastro dolorida fuera de la cama. Ese libro es de la biblioteca y no tiene la culpa de que Liam sea un cerdo o de que a mí siga haciéndome daño.
Tendría que haberlo superado.
Me arrodillo junto al libro maltrecho: la cubierta se ha roto y se ha separado del lomo. Lo acaricio despacio como si fuese un animal herido y las páginas tuviesen sentimientos más allá de los que se ocultan en ellas. Vuelvo a llorar. Lo dicho, estoy hecha un jodido desastre. Levanto el libro con cuidado y una hoja amarillenta se desliza por debajo del forro de la cubierta. En libros de esa época era habitual que encolasen las cubiertas con un forro, habitualmente de tela, que las unía al lomo. Me quedo atontada mirando esa hoja.
Es de un papel muy delicado y suave al tacto. La persona que lo dobló lo hizo con esmero, asegurándose de que los extremos encajaban a la perfección, y los había lacrado con una gota de cera blanca para después esconderlo bajo el forro de la cubierta. Rompo la cera y separo las puntas despacio. Cuando el interior aparece ante mí, me falta el aliento.
—Oh, Dios mío.
Es otra flor, otra ilustración firmada con una diminuta G en el extremo derecho, casi oculta tras unas hojas verdes.
Este dibujo estaba escondido tras el forro de la cubierta. Si no hubiese lanzado el libro contra la pared, tal vez no lo habría encontrado nunca. ¿Por eso papá había sacado de la biblioteca este ejemplar de Jane Eyre? ¿Él también buscaba las flores? Me levanto sin pensar y, al apoyarme de nuevo en la rodilla herida, gimo de dolor. Tardo unos segundos en recuperar el equilibrio y vuelvo cojeando a la cama. Abrigada, observo el dibujo embelesada. Es precioso; la flor parece viva, más viva incluso que una flor de verdad. Los colores, aunque han notado el paso del tiempo, son vibrantes; los trazos, perfectos. Bajo la flor hay unas anotaciones indescifrables. Es una de las flores de Gideon, de eso estoy segura.
¿Quién eres Gideon?