20

 

El maletero del Rover está a rebosar de cajas de cartón vacías, excepto una en la que he guardado los utensilios necesarios para embalar las pertenencias de Sylvia que elija conservar. Esta mañana he salido de casa sin acercarme al comedor; no me veía capaz de entrar en él sin revivir la conversación que había mantenido la noche anterior con Liam.

Dejo Oxford a mi espalda y sigo la B40 que conduce a Garsington. Tomo el desvío hacia la carretera local y en pocos minutos cambia ligeramente el paisaje: el verde inglés, ese que creía no haber echado de menos en Brasil, me da la bienvenida. Detengo el coche en el mismo lugar donde lo había aparcado en mi primera visita y, sin avisar, el miedo me sube por la espalda y empiezan a sudarme las manos.

—Tranquila, Sarah —me repito una y otra vez mientras busco el móvil y marco el número del agente de policía. No lo llamaré, pero bajaré del coche con el teléfono en la mano y el dedo encima de la tecla de llamada. Es una medida de precaución, nada más. La policía me ha asegurado que es prácticamente imposible que unos ladrones vuelvan a interesarse por la pequeña casa de Sylvia; al fin y al cabo, entraron y no se llevaron nada.

Cruzo el jardín deprisa: quiero abrir la puerta antes de perder el valor. Giro la llave y doy el primer paso con el corazón prisionero en la garganta. El desorden ha aumentado después de la intervención de la policía, pero esta vez estaba preparada para verlo. Me concentro en abrir las cortinas y las persianas para que la luz del sol y el sonido de los árboles me ayuden a tranquilizarme, y después levanto los muebles que están tumbados en el suelo.

Durante la primera hora no pienso en nada, me dejo llevar por los movimientos mecánicos del cuerpo mientras pongo orden. Las únicas ideas que aparecen en mi mente están relacionadas con todo lo que les diría —o haría— a los delincuentes que han destrozado la preciosa casa de Sylvia. El salón va recuperando poco a poco el aspecto que recuerdo y al hacerlo me visitan imágenes del pasado: la noche que me quedé a dormir porque Mary nos había abandonado y papá necesitaba estar solo, la fiesta que organizó Sylvia para celebrar que yo había aprobado el carnet de conducir o la mañana que fui a decirle que me iba de Inglaterra porque había tenido una horrible discusión con papá.

¿Qué habría pasado si Sylvia me hubiese pedido que me quedase, si esa mañana hubiese conseguido retenerme allí?

No paro de darle vueltas a esas preguntas mientras me agacho a recoger unas gafas de papá. Tenía varias porque siempre se las olvidaba en alguna parte.

El profesor Morgan visitaba con frecuencia la casa de su madre. Lo hacía porque le había prometido que se ocuparía de las plantas y porque allí podía seguir trabajando en sus cosas sin que nadie lo interrumpiese (y sin temor a que lo descubriesen). Eddie solía llevar a cabo esas visitas los miércoles. Salía de la universidad a media mañana, después de la única clase que tenía aquel día, y conducía tranquilamente por la carretera de Garsington. Antes de tomar el último desvío, entraba en el pueblo y se detenía en una vieja cafetería donde había descubierto que servían el mejor pastel de zanahoria del mundo, o como mínimo de Oxfordshire. Tras comer el único dulce que se permitía durante la semana, recorría el final del trayecto más animado.

La casa de Sylvia era preciosa y muy acogedora. Eddie se había planteado en más de una ocasión mudarse allí, pero al final había decidido mantener las dos propiedades para cuando Sarah regresase. Nunca había contemplado la posibilidad de que su hija no volviese. Además de regar las plantas y cuidar el jardín, Eddie se aseguraba de que el interior de la casa estuviese en perfecto estado y buscaba cualquier objeto que su madre le hubiese solicitado. Buscaba recuerdos, como decía él. Si cuando iba a visitar a Sylvia en Green Meadows esta le hablaba de un perfume, él lo buscaba en la casa y no descansaba hasta encontrarlo. Si Sylvia nombraba a una persona de su pasado, Eddie hacía todo lo posible por averiguar quién era y qué relación había tenido con su madre. Cuando le diagnosticaron la enfermedad, Eddie deseó con todas sus fuerzas poder intercambiarse con ella. Sylvia era una mujer que vivía de los recuerdos, que los compartía y los cultivaba. Él, en cambio, era un auténtico especialista en borrarlos. Dado que tal intercambio era imposible, Eddie se prometió que Sylvia recordaría todos los momentos importantes. No contaba con que acabaría encontrando su propio pasado, uno que no sabía que tenía.

Acaricio las gafas e intento imaginarme a papá allí solo. Seguro que lo primero que hacía al llegar era prepararse un té y tomárselo en el sofá que hay al lado de la ventana mientras observaba el jardín. Si brillaba el sol, se lo bebería fuera y leería el periódico o cualquier novela que tuviese entre manos sentado en el pequeño banco de hierro que hay frente al muro de ladrillos pegado a la enredadera. Después, entraría en el cobertizo exterior y se pondría unos guantes viejos para arrancar las malas hierbas, podar las plantas que lo necesitasen y, al finalizar, regarlas.

Guardo las gafas en el bolso y voy a la cocina; empezaré por allí. Decido no quedarme con ningún electrodoméstico. Están bastante viejos, pero seguro que pueden serle de utilidad a alguien, así que llamaré al agente de policía y le preguntaré dónde puedo donarlos. Después le toca el turno a la vajilla. Los platos, tazas y cubiertos no me resultan tan impersonales y acabo llenando una caja con piezas que quiero conservar: la tetera roja, la de flores, ocho tazas distintas, el azucarero y unos cuantos platos. Los envuelvo con el papel de burbujas que he comprado y los voy apilando con cuidado.

La luz que entra por la ventana de la cocina cambia, me avisa de que el día ha seguido avanzando y me he olvidado de comer. Un descanso no me hará ningún mal, así que vuelvo a abrigarme y me aseguro de cerrar bien la puerta al salir. Empieza a llover de repente, como pasa siempre en Inglaterra, y corro hacia el cobertizo empuñando la llave. No tardo en entrar y en encender la luz. Sylvia tenía la costumbre de guardar allí los chubasqueros y las botas para la lluvia; tomaré prestados uno de cada y me iré al pueblo a comer algo. Junto a la puerta hay dos pares de botas: las de Sylvia y las de papá. Titubeo frente a las cuatro cañas de goma verde. Las gotas de agua que golpean el techo del cobertizo me apresuran y me descalzo para después enfundarme las viejas botas de la abuela. Descuelgo también un impermeable color verde oscuro y, tras apagar la luz, me enfrento al mal tiempo mejor preparada. Diez minutos más tarde, estoy sentada en la mesa de un pub bebiendo un té muy cargado y comiendo un sándwich de salmón, la especialidad de la casa.

El pub no se parece en nada al The Eagle and Child de Oxford, donde durante años se habían reunido escritores como Tolkien, pero es un lugar amable y me permite disfrutar de una bebida caliente y de la conversación ligera que insiste en darme el camarero. Cuando llega el momento de pagar la cuenta, me llevo instintivamente la mano al bolsillo y descubro unos papeles. Al desdoblar el primero sé que el impermeable que llevo puesto lo utilizaba papá, pues descubro su caligrafía.

Estiro el trozo de papel. ¿Qué diablos significa esto?

—¿Quiere algo más, señorita?

—Otro té, por favor —le digo al camarero.

Si no se hubiese puesto a llover, si no hubiese entrado en el cobertizo en busca de unas botas… Me inquietan tantos condicionantes.

Sigo leyendo en voz baja:

—Flores; Lilium candidum, prunnus dulcis, gentiana lutea, crysanthemum coccineum.

—Aquí lo tiene.

Levanto la nueva taza y bebo un poco. Papá también había estado buscando las flores de Gideon para la abuela y esa era la lista de las flores que había encontrado. Lo sé porque son las que la abuela tiene guardadas dentro de su cuaderno de piel marrón. En el segundo papel que encuentro también hay anotada una lista, una mucho más sorprendente que la de las flores: es una lista de ediciones de Jane Eyre. En una esquina de ese segundo papel aparece un nombre que hace que me tiemble el pulso: Liam Soto.

No voy a pensar en Liam.

Hay un último papel y es en realidad una fotocopia, una fotocopia de un antiguo carnet de la Universidad de Oxford a nombre de Currer Bell. ¿A quién pertenece de verdad? Currer Bell es un nombre falso; recuerdo lo bastante de mis clases de literatura del instituto como para saber que Currer Bell es el pseudónimo que Charlotte Brontë utilizó cuando publicó Jane Eyre por primera vez. Este carnet tiene que tener relación con esos libros. Tal vez la persona que se escondía bajo el nombre Currer Bell es quien ocultaba las flores de Gideon en las novelas. O tal vez sea la persona que iba a buscarlas.

¿Quién es Currer Bell?

Vuelvo a mirar los papeles. Papá era un hombre muy metódico en su trabajo; si había logrado encontrar los dibujos de las flores, seguro que anotó su descubrimiento y su método para localizarlas en alguna parte. Ahora tengo dos pistas de fiar: una es este carnet de la biblioteca y la otra, aunque no acabe de gustarme, es Liam Soto.

Necesito a Liam.

Mierda.

Seguiré primero la pista del carnet y le pediré a la abuela que me preste su cuaderno de flores. Tal vez allí encuentre algo más y pueda evitar hablar con Liam otra vez. Después de lo de anoche, aún no estoy lista para volver a verlo y enfrentarme a todo lo que le pasó. Me preocupo por él y me duele que tuviera que sufrir tanto, pero si no le hubiese sucedido eso, si no hubiese tenido ese infarto y no hubiese estado seis meses en coma, ¿dónde estaríamos él y yo? ¿Existiríamos siquiera? Quizá incluso estaríamos más separados que ahora.

Busco el billetero y dejo el dinero de la cuenta encima de la mesa. Tengo mucho que hacer.

Vuelvo a casa de Sylvia y sigo con mi ataque de orden. El teléfono me sobresalta cuando estoy metida entre dos cajas y veo que Rob me ha mandado un mensaje confirmándome que pasará a recogerme a la hora que habíamos acordado y que «tiene muchas ganas de verme». Si quiero arreglarme un poco, lo mejor será que me vaya ahora mismo.

Y no, no voy a pensar en Liam.

Entro en el dormitorio de Sylvia antes de irme. No sé qué estoy buscando exactamente, pero quiero llevarle algo a la abuela cuando la visite mañana. Me detengo frente a la cama un segundo. El papel de la pared con finísimas rayas violetas combinaba a la perfección con la alfombra de flores grises y púrpuras que había allí cuando yo era pequeña y que ahora ya no está. La abuela siempre ha sido una señora muy elegante. Tiro del cajón de la mesilla de noche, el lugar perfecto para guardar secretos, y con reverencia acaricio los objetos del interior: un viejo pintalabios color Rojo Hollywood según puede leerse en la base, una foto en la que salimos las dos, poco antes de que yo me fuese, y una vieja fotografía de una mansión.

La imagen está amarillenta, el cartón tiene forma rectangular y el borde blanco dentado propio de la época. Detrás solo figura el año, 1940. Nunca antes había visto esta fotografía, pero la casa que aparece en ella me resulta extrañamente familiar. Guardo el pintalabios en el bolso para llevárselo a Sylvia y las dos fotografías las meto en el sobre donde antes también he guardado las notas de papá. En el cabezal de la cama hay atado un pañuelo de flores. Aflojo el nudo, noto el tacto de la seda, suave bajo mis dedos, y me lo acerco a la nariz. Huele a la abuela, a las tardes que pasé con ella cuidando flores, a los paseos que dábamos por la ciudad, a los libros que leímos juntas. Decido llevármelo.

Me levanto de la cama y camino por el dormitorio. Desde la ventana se ve el jardín trasero de la casa. No es tan amplio ni espectacular como el de la entrada, pero quizá por eso es más íntimo, contiene más secretos. Cuando me fui tenía dieciocho años, ahora tengo veintitrés. Estos años importan; para bien o para mal, importan. Bajo la ventana hay un secreter que me fascinaba de pequeña. Ahora está tapado con una sábana de color rosa que empieza a parecer amarilla. Tiro de ella hacia el suelo y paso los dedos por las láminas de madera; me encantaba el sonido que hacían cuando la abuela las movía hacia arriba y descubría el pequeño escritorio. Sujeto el pasador y lo guío con cuidado hacia arriba. El sonido de las lamas de madera me hace sonreír. El escritorio está vacío, pero de repente veo a la abuela aquí sentada, moviendo las manos de una manera concreta. ¿Qué hacía?

Escondía algo.

Me agacho y deslizo la mano derecha por debajo del mueble. Busco a tientas y de repente lo encuentro. El silencioso clic suena a todo volumen en el dormitorio.

Me aparto un poco y justo por encima del cajón que va de un extremo al otro del mueble, y que hace unos segundos estaba vacío, aparece una lengüeta de madera no más larga de un centímetro. Tiro de ella y surge un compartimento secreto: tiene poca profundidad y unos diez centímetros de ancho y quince de largo. A simple vista parece vacío, pero cuando toco el interior descubro que lo que parecía ser un papel en blanco es el reverso de una fotografía. La saco con cuidado y le doy la vuelta.

Aguanto la respiración y me tiemblan las manos.

Es la fotografía de un hombre de unos veinte o treinta años; se me da muy mal calcular la edad de las personas que aparecen en las fotografías en blanco y negro. Es muy atractivo, no en el sentido en que lo son las estrellas de cine de la época sino en un sentido real. Tiene unos ojos inteligentes, la nariz algo torcida, pómulos fuertes y muy marcados y una boca decidida. El desconocido lleva una camisa blanca y unos tirantes negros, el pelo peinado hacia atrás y no parece importarle demasiado que lo estén fotografiando. Observo la fotografía con más detenimiento y veo que tiene un lateral áspero, como si la hubiesen cortado y separado de una mucho mayor. Quizá eso explique su actitud: él no era el objeto central de la fotografía, sino que aparece por casualidad.

—¿Quién eres? —le pregunto acariciándole el rostro y la sonrisa—. ¿Quién eres?

Cierro el compartimento secreto con cuidado de no forzar el mecanismo y vuelvo a cubrir el secreter con la sábana. Este mueble me lo quedo. Aparto la silla y guardo mi último hallazgo en el sobre en el que antes he depositado las fotografías de la abuela y las listas de papá. Me olvido de la mudanza, de ordenar y de todo excepto del hombre de la fotografía. Tengo que averiguar quién es porque tengo el fuerte presentimiento que es Gideon, pero no quiero precipitarme.

Tienes que ser tú, Gideon.

Rob Long aparca delante de casa cinco minutos antes de la hora prevista y llama a la puerta. El día que conocí a Rob me pareció un hombre muy atractivo, y en otro momento de mi vida no me habría importado dedicarle más tiempo y dejarme llevar por esa atracción física, pero ahora todo es complicado y, aunque el modo en que me mira es halagador, yo ya no siento nada. O tal vez siento demasiado por otro hombre y Rob no se merece que lo utilice para huir de mis problemas.

—Estás preciosa, Sarah.

—Gracias, Robert. Tú también.

Él se ríe y tengo la sensación de que Rob también es mucho más complicado de lo que intenta aparentar. Rob Long no es ni de lejos tan relajado y despreocupado como diría cualquiera a primera vista. Me fijo en cómo estudia siempre cada situación y llego a la conclusión de que es un hombre, como mínimo, inquietante. Y yo ya tengo bastantes de esos.

Durante la cena, que es deliciosa, le pregunto por las ofertas que ha recibido por la casa de papá y que antes me ha mencionado por teléfono. Empieza a explicármelas con detalle, midiendo las palabras. Sí, Robert Long no es un hombre cualquiera.

—Uno de nuestros clientes representa los intereses de varias familias rusas y dos de ellas llevan meses buscando casa en Oxford. Estarían dispuestos a pagar el precio que estipulásemos y querrían mudarse enseguida.

—¿Tan rápido?

Rob adivina que la idea no me entusiasma y continúa:

—Otro cliente del bufete estaría interesado en comprar la casa siempre y cuando obtuviera la licencia para convertirla en un restaurante. Es el propietario de varios negocios hoteleros y está convencido de que en esa zona un restaurante tendría mucho éxito.

—Oh.

Yo también creo que un restaurante funcionaría bien en mi barrio, pero se me eriza la piel solo de pensarlo.

—Por último, he encontrado también una inmobiliaria que estaría dispuesta a comprarte la casa de inmediato, aunque con ellos sería más difícil negociar.

—¿Por qué?

—Es una inmobiliaria, comprar y vender casas es su negocio. No la comprarían para nadie en concreto, la comprarían para tenerla en su cartera, así que no tienen ninguna prisa y tú pierdes un elemento de presión, o de negociación, como quieras llamarlo.

—No sé, las tres opciones me parecen interesantes.

—Lo son. —Sirve más vino en las dos copas—. Depende de ti, Sarah.

—Creo que me tomaré unos días para pensarlo mejor, no quisiera precipitarme.

—Por supuesto, es una decisión muy sensata. —Levanta la copa para brindar—. Por las decisiones no precipitadas.

Acepto el brindis. Rob ha seleccionado las palabras con esmero y un cosquilleo me sube por la espalda. Tengo la sensación que su última frase no se refería a la compraventa de la casa.

Estamos cenado en un restaurante que ha elegido Rob: el Old Bank Hotel, un local precioso, muy sofisticado, lleno de tonos de gris y de cuberterías plateadas. Rob flirtea conmigo con la misma elegancia y sutileza que desprenden los muebles y la música del establecimiento, y durante un rato me dejo llevar, lo miro por encima de la copa, le sonrío, incluso deslizo durante unos segundos absurdos un dedo por encima de la mano que él tiene en la mesa. A pesar de todo, en mi mente sigo acordándome de un chico en un barco de remos.

«Liam.»

Llega el momento del café, de tomar una copa y, por último, de la despedida. Rob se ocupa de todo y me coge la mano cuando salimos por la puerta que comunica el restaurante con el interior del hotel. Esperamos en el vestíbulo a que un empleado del Old Bank nos traiga el coche a la puerta. Rob me sujeta por la cintura, me acerca a él y me sonríe.

—Podríamos quedarnos aquí —sugiere.

Ojalá pudiera, pienso durante un segundo. Ojalá fuera capaz de volver a encerrar dentro de mí todo el dolor y el amor que sentí en el pasado. Pero no puedo.

No puedo.

Sacudo la cabeza porque de repente me entran ganas de llorar. ¿Siempre voy a estar atrapada en este limbo emocional? ¿Nunca voy a poder desprenderme de Liam y de lo que sentí por él? Creía haberlo logrado, pero está claro que no es así. No puedo contarle todo eso a Rob; él cree que soy una chica interesante que vive en Brasilia y que tiene una vida trepidante. Carraspeo e intento bromear. Es la única opción que me queda.

—Vaya, señor Long, es usted muy directo. ¿Acaso cree que basta con que me lleve a cenar dos veces para que me acueste con usted?

Él se ríe; parece que ha funcionado, pero no me suelta. Separa un poco las piernas para colocarme entre ellas. Es un hombre que no se anda con rodeos y la cena nos ha relajado a ambos lo suficiente como para que se atreva a hacer este ofrecimiento. Estamos en un hotel, los dos somos personas adultas y nos gustamos, y sería una buena manera de terminar la noche.

Se me retuerce el estómago.

—Me escandaliza, señorita Morgan. Mi sugerencia conllevaba dos habitaciones separadas —me sigue la broma.

—Sí, seguro.

—No tiene pruebas que demuestren lo contrario.

Le sonrío y él me besa el cuello. Le dejo porque es sencillo y ya tengo demasiadas cosas complicadas de las que preocuparme. Quizá podría dejarme llevar del todo, podría tener esta noche. Pero sé que mañana estaría peor. Cierro los ojos y suspiro, y Rob aparta los labios y los acerca a mi oído.

—Vamos, di que sí.

Tengo la palabra en la punta de la lengua. ¿Es la correcta? Voy a rechazarle.

Abro los ojos y lo que veo me deja sin respiración durante unos segundos.

Maldita sea, no sé si reír o llorar. Estoy hecha un desastre.

Liam Soto está en la puerta del hotel hablando con dos caballeros de aspecto académico. Liam levanta la mirada y encuentra la mía. Durante un segundo veo que se rompe, se transforma, pero no tarda en recomponerse y me impide seguir viendo lo que siente. Yo no sé hacerlo, pero él vuelve a centrarse y habla de nuevo con sus acompañantes. Se despide de ellos y se va calle abajo sin volver a mirarme, con los hombros tensos y las manos cerradas.

Quiero gritar su nombre, quiero que se detenga y que vuelva aquí. Quiero que me mire y que se acerque a preguntarme qué estoy haciendo aquí. Quiero saber qué le ha pasado, qué ha sentido cuando me ha visto, si ha recordado algo sobre nosotros. Abro la boca para llamar a Liam y en ese instante Rob me besa.

Rob me besa y sé que he hecho bien en decidir que no subiría a esa habitación con él. Habría sido un error y creo que ya he cometido bastantes.

Esta noche no podré dejar de pensar en los ojos de Liam.

Mierda.