27

 

Myrtus

(Mirto: amor verdadero)

Agosto de 1940.
 Oxford.

Los alemanes han bombardeado Londres. El miedo se funde con la niebla cada mañana y no llega a disiparse. Los refugios no siempre son suficientes y los avisos no ofrecen demasiado tiempo de reacción. La muerte es ya una vieja amiga que insiste en visitar a tantas familias inglesas como le sea posible.

Sam no está. A pesar de que no nos veíamos a diario, ni siquiera semanalmente, le echo de menos. La falta de mis dos hermanos me convierte en un huérfano temporal y la sensación es de lo más desagradable e inhóspita. Padre y madre dan por muerto y enterrado a George. Yo he aprendido a no discutir con ellos, aunque sonrío aliviado siempre que visito Milton Manor y compruebo que Johns y otros miembros del servicio insisten en mantener el dormitorio de George intacto y sus pertenecías listas, como si él fuese a entrar de improviso y a exigir que los tres salgamos a dar un paseo o a fumar un cigarrillo.

La boda de Sam y Roberta fue un gran acontecimiento. Las apolilladas familias adineradas británicas que insisten en permanecer en la capital del imperio se entregaron en cuerpo y alma al enlace, como si su efusividad y su falsa alegría mandasen un mensaje de optimismo y normalidad al mismísimo Churchill.

Mi hermano Sam estaba firme, así lo sigo describiendo hoy en mi mente; no era un novio feliz ni nervioso. No me imagino ninguna situación con la capacidad de arrebatarle la calma a Sam y menos desde que George desapareció en el continente. Su determinación y fortaleza son tan constantes que sin darme cuenta las había incorporado a mi día a día, a mi esperanza, y ahora que él no está las echo en falta.

El enlace fue suntuoso. La familia de la recién estrenada señora Cambray puso de manifiesto su poder y agasajó a todos los invitados. Hubo un momento en el que Sam parecía incluso incómodo, pero cuando me acerqué a él y se lo pregunté me dijo que no, que estaba saliendo todo tal como esperaba. Los dos nos tomamos un whisky en la barra del Claridge’s, el hotel donde aconteció el banquete y el mismo donde pasaría la noche el matrimonio antes de partir rumbo a América de luna miel. Bebimos el whisky casi en silencio y cuando hablamos fue sobre lo más inesperado.

—Cuando recibas noticias de George, avísame y volveré, esté donde esté. —La certeza de Sam me causó un escalofrío y bebí un poco para hacerlo desaparecer—. Tenemos previsto quedarnos seis meses fuera. Roberta ha insistido, pero volveré cuando llegue George.

—Por supuesto.

—Sigue investigando, esa maldita fórmula tiene que estar lista cuanto antes. —Se terminó la copa e hizo un gesto a un camarero para que volviese a llenársela. El joven no tardó en obedecer; Sam impone respeto—. Por lo demás no te preocupes, el estúpido comité directivo seguirá las instrucciones que les he dejado, y si ves algo extraño, recuerda que tú estás al mando. Padre puede ayudarte.

—Creo que es la primera vez que te oigo maldecir —bromeé porque la mirada perdida de Sam empezaba a asustarme.

—¿Ah, sí? —Se llevó el vaso a los labios—. Pues debería de hacerlo más a menudo. —El cristal chocó con la madera cuando se terminó la segunda copa—. Y tú deberías hacer algo respecto a esa chica.

Me tensé; no quería discutir con él el día de su boda. Me había costado contener la frustración que me había provocado la insistente negativa de Sylvia. Ella habría podido estar aquí conmigo, yo lo deseaba con todas mis fuerzas, pero se había opuesto con un insulso «no es el momento».

—Esa chica se llama…

—Sylvia, lo sé. —Sam jugó con el vaso, acarició el borde con el índice—. Si la quieres, deberías casarte con ella.

Un invitado, un primo segundo de Roberta, apareció entonces y golpeó a Sam en la espalda para felicitarle en un estilo de lo más brabucón. La transformación en el rostro de mi hermano fue instantánea: demudó hasta lograr la sonrisa perfecta, sin el menor atisbo de melancolía.

Yo terminé mi copa y minutos después subí a la habitación en la que iba a pasar esa noche.

A la mañana siguiente volví a Oxford decidido a seguir el consejo de Sam. No quería encontrarme a mí mismo algún día con la mirada tan perdida y tan vacía como la de Sam, preguntándome qué había sucedido para llegar allí con aquel agujero en el alma, porque por fin había comprendido qué había visto en Sam durante la boda; un inacabable vacío en el que ya nada importa de verdad.

Lo he planeado con cuidado. A lo largo de los últimos meses, he escuchado todo lo que Sylvia me ha dicho, la he sentido en mi piel, he descubierto sus más íntimos secretos, incluso aquellos que ella cree haberme ocultado, y me dispongo a demoler uno a uno los muros que insiste en mantener entre nosotros. Tengo un anillo; es una alianza delicada, sencilla, un aro tan simple y tan complejo como nosotros.

Estoy esperando a Sylvia en mi apartamento, el nuestro; es absurdo lo poco que le ha costado impregnar cada rincón, cada grieta, cada mota de luz. Hoy es su día libre. Su padre está al corriente de nuestra situación y, aunque no le gusta, la acepta. Le entiendo perfectamente; si nuestra única hija nos dijera que va a reunirse clandestina y periódicamente con un hombre, creo que perdería mi famosa calma científica y pondría a prueba varias teorías físicas con las extremidades de ese canalla. El bueno del señor Godworth lo acepta porque adora a Sylvia, una dolencia que padecemos los dos, y porque la ha criado solo y siente que si ella ha decidido actuar así es porque de verdad me ama. Él nunca ha vuelto a casarse a pesar de que enviudó cuando Sylvia apenas tenía diez años. El día que Sylvia me contó esa historia me dijo que era porque su padre seguía sintiéndose casado con su madre; la muerte de ella no cambiaba eso. Mientras él siguiera vivo, seguiría amándola. Cuando terminó de decir esa frase, Sylvia me miró a los ojos y supe que a mí me sucedería lo mismo. Solo dejaré de amarla el día que yo me muera y puede que ni entonces, y sé que ella siente lo mismo. Lo sé.

La cerradura se mueve. Le pedí a Sylvia que aceptase una llave porque quiero que también sienta que este apartamento es su hogar y porque me horroriza pensar que algún día pueda necesitar algo y yo no esté. La guerra nos ha convencido a todos de que los más crueles imprevistos pueden acontecernos en un abrir y cerrar de ojos.

—Hola, Gideon. Ya he llegado. ¿Cariño?

Levanto la cabeza. Tenía la vista fija en mis manos y en la delicada cajita que sostengo en ellas. He tardado en reaccionar y Sylvia me está observando preocupada.

—Te quiero, Sylvia.

Me sonríe mientras se quita el abrigo y se acerca a mí despacio. Me acaricia la mejilla, giro el rostro y deposito un beso en la palma.

—Yo también te quiero, Gideon.

Alargo los brazos y tiro de ella por la cintura. La beso impaciente buscando el modo de meterme dentro de ella y de que ella se quede dentro de mí para siempre.

—Cásate conmigo —lo digo con más fuerza de la que pretendo antes del segundo beso, el que va acompañado de un suspiro y del susurro de su falda al subirse por las medias—. Cásate conmigo.

Enreda los dedos en mi nuca y me echa la cabeza hacia atrás para mirarme. No sé qué ve en mí, no puedo contener nada de lo que estoy sintiendo y la poca cordura que me queda la pierdo en sus ojos.

—Sí.

Después nos quedamos abrazados en el sofá. Mi corazón sigue ausente de mi pecho; lo he perdido para siempre y se lo he entregado con el anillo que he insistido en ponerle. Ha llegado el momento, confiesa cuando recorro su columna vertebral con mis labios, no podemos seguir así. Tramitaremos los papeles y nos casaremos, se lo diremos a mis padres. El padre de Sylvia seguro que nos acompañará y que estará a nuestro lado. Mis padres pueden hacer lo que les dé la gana. Sam sí que se alegrará por mí y George, esté donde esté, también.

Debería prestar más atención a las palabras de Sylvia, pero las pecas de su espalda resultan ser una distracción imposible de superar, necesito besarlas y hacerle el amor. Ha aceptado casarse conmigo, el resto son detalles.

Septiembre de 1940.

La nueva fórmula de la penicilina está estable y también el envase individual que hemos diseñado en el laboratorio. La medicina se servirá en dosis individuales en pequeños tubos similares a los de la pasta de dientes. La idea nos surgió, a Sam y a mí, unos meses atrás; entregaremos a cada soldado una pequeña caja de metal con un verdadero y diminuto equipo de supervivencia: una dosis de penicilina, una de morfina, aspirina, hilo de sutura y vendas. No les salvará la vida, pero les dará otra oportunidad, la de llegar a un campamento con un médico o la de ser encontrado a tiempo por otro batallón o por otro soldado mejor equipado. El contrato que Sam ha firmado en nuestro nombre con el Gobierno es sólido y desde el Ministerio del Interior están impacientes. La RAF tiene la moral alta y nuestro pueblo, sed de venganza por los bombardeos. Las tropas aliadas avanzan cada vez más firmes, el tiempo apremia cruelmente.

Pero Hitler no ha bombardeado Oxford, ni siquiera se ha acercado. Circulan rumores espeluznantes sobre los motivos de tal omisión: el dictador pretende convertir nuestra ciudad en su sede cuando invada Inglaterra, quiere entrar aquí como vencedor y demostrar que ni las mentes más brillantes del país se le resisten.

Nada está a salvo.

Los aviones alemanes, sin embargo, sí que sobrevuelan el cielo de Oxford. Me imagino que aunque no suelten nunca una bomba, o no lo hayan hecho todavía, quieren recordarnos que saben dónde estamos.

—Señor Cambray, tiene una visita.

Sam sigue en Estados Unidos e intenta telegrafiar diariamente para que, de algún modo, nos mantengamos en contacto. El viaje está siendo un éxito, me ha dicho, a pesar de que en Columbia le han recriminado que haya sido él y no yo el que les ha visitado. Cuando acabe la guerra, Sylvia y yo nos iremos de Inglaterra y nos instalaremos allí, en América; yo volveré a ejercer de profesor y ella abrirá una floristería, la más preciosa de la ciudad. Sam volverá a ocuparse de Milton Pharmaceutical y yo podré seguir desarrollando fórmulas para nosotros.

El futuro es prometedor. Lo visualizo para seguir adelante.

—¿Quién es?

Dada la ausencia de Sam tengo que ocuparme de más asuntos económicos y estratégicos y he abandonado un poco el laboratorio. Debo confesar que me resulta divertido a la par que interesante; me recuerda a la química, a la importancia de saber qué elementos mezclar y cómo hacerlo.

—El teniente Lambert.

—Hágale pasar y váyase a casa, Muriel.

—Gracias, señor Cambray. Buenas noches.

Muriel es la secretaria de Sam, aunque ha decidido adoptarme temporalmente. Así lo describe ella. No recuerdo tener ninguna cita previa con el teniente. Le conocí en la boda de Sam y me pareció un tipo honesto, escueto y sincero, algo que me sorprendió teniendo en cuenta que es un militar.

—Buenas noches, Gideon. —El teniente entra uniformado y con el rostro cansado.

—Buenas noches, teniente. —Me pongo en pie para estrecharle la mano—. ¿Cómo estás John?

Él insistió en que nos tuteásemos.

—Tengo noticias y, mierda, no sé cómo dártelas.

Se me hiela la sangre y tengo que tragar saliva en busca de voz.

—¿Noticias? ¿Qué clase de noticias?

—Sam me pidió que no dejásemos de buscar a George. —John se acomoda en una de las butacas que hay frente a mi escritorio y yo vuelvo a sentarme—. De hecho lo exigió como parte de la negociación con el Ministerio. Tu hermano es un hijo de puta brillante.

—Lo sé. ¿Qué clase de noticias, John? —Entrelazo los dedos e intento sin éxito descifrar la mirada del militar. Lo único que averiguo es que es un hombre que ha visto demasiado.

—Hay un pequeño hospital de campaña en España, en un pueblo de los Pirineos, donde han atendido a varios de nuestros soldados. Ayer uno volvió a casa. Le amputaron una pierna, pero se montó en un convoy de regreso y logró sobrevivir a la travesía hasta aquí. Fui a verle, no solo para preguntarle cómo diablos lo había logrado sino porque había servido bajo mis órdenes al principio de esta locura.

—¿Ese hombre, ese soldado, sabe algo de George?

—El soldado Fears, además de ser un irlandés con más vidas que un gato, afirma que en ese hospital de España había un hombre inconsciente que le resultaba muy familiar. Estuve hablando con él largo rato y, si la memoria de Fears es de fiar, que no digo que lo sea, podría ser George. La descripción encajaría, aunque también encajaría con más de la mitad de los niños ricos como vosotros. —Los insultos de John no me hieren, sé que es así y que le une una gran amistad con Sam gracias a los años que pasó estudiando con él en la universidad—. Fears dice que conoció a George cuando este desembarcó en Francia, que era capitán, y que procedía de Oxford, pero que en esa jodida cabaña de los Pirineos tardó en reconocerlo por culpa de las heridas. Él dice que está seguro, Gideon, pero no tenemos nada que lo demuestre. El batallón de George no estaba por esa zona y no sé cómo es posible que tu hermano mayor llegase hasta allí.

—Es George. —Me pongo en pie, no puedo seguir sentado—. Tiene que ser él.

—Puede no serlo, Gideon. —Él también se levanta—. Fears estaba muy enfermo durante su estancia en ese hospital de campaña, le amputaron una pierna y no será ni el primero ni el último en tener alucinaciones. Tú sabes mejor que nadie los efectos que pueden causar ciertos medicamentos.

—Lo sé —acepto—, pero también sé que el hombre que yace inconsciente en esa cama de los Pirineos puede ser George, y esa posibilidad es lo único que cuenta.

—Aún no he terminado.

La solemnidad de John me hiela la sangre. Le observo mientras se esconde tras la fachada militar a la que me imagino que recurre cuando entrega malas noticias.

—¿Qué sucede? Dímelo.

—Ese hospital —suspira—, nadie sale de allí. No existe ningún equipo de rescate ni de extracción, los soldados que llegan allí mueren allí.

—No.

—Fears se escapó de noche porque es un jodido loco irlandés. No contó con la ayuda de nadie y si no le hubiesen encontrado unos españoles republicanos que iban rumbo a París, jamás habría llegado a ningún puerto ni se habría subido a un barco de regreso a casa.

—Voy a ir a buscar a George.

—No digas estupideces, te matarán.

—El Ministerio quiere nuestros medicamentos, ¿no es así?

—No puedes negociar con eso, Cambray. Estamos en guerra, el Gobierno puede hacer prácticamente lo que quiera. No les provoques, créeme.

—Las nuevas fórmulas ya están listas, nuestros soldados tendrán una gran ventaja frente a los alemanes, otra más. Pueden tenerla dentro de una semana o dentro de unos meses.

—Maldita sea, Gideon. —Dio un puñetazo en la mesa—. Iré yo, encontraré la manera de mandar un batallón a ese hospital y cuando sepamos con certeza que es George y que está vivo podemos…

—Oh, no, John, no voy a ceder. Iré yo. No me malinterpretes, eres un tipo fantástico y es evidente que Sam te considera su amigo.

—Lo soy. Sam es el único hombre de negocios con el que se puede hablar, y tú hasta ahora no me caías del todo mal.

—Lo mismo digo. Ese batallón puede no llegar nunca al hospital o llegar y no regresar, o mandarte la información equivocada, o llegar allí y…

—No te atrevas a insinuarlo.

—No lo haré, pero entiende que se trata de mi hermano y que voy a hacer todo lo que sea necesario para traerlo de vuelta a casa.

—Mierda.

—Lo mismo digo.

El teniente Lambert abandona el despacho hecho una furia. No sé si en su cabeza siente algo de admiración hacia mí y hacia la lealtad que he demostrado tener hacia mi hermano, o si al contrario piensa que soy un descerebrado con demasiado dinero y demasiado poder de negociación con el Gobierno, pero la verdad es que no me importa. Si existe la posibilidad de que George esté vivo, tengo que ir a buscarle y traerle de vuelta. Me cuesta respirar. Aunque me había resistido a aceptar la muerte de mi hermano mayor, confieso que este desenlace no me había atrevido a imaginármelo; es demasiado shakespeariano para mi mente analítica. Debo contárselo a padre y a madre. Una parte de mí preferiría ocultárselo y no crearles falsas expectativas porque ya perdieron a George una vez y ya lo han llorado y enterrado.

No creo que puedan perderlo una segunda.

Si pudiera silenciar este descubrimiento, lo haría, pero no puedo desaparecer sin más y decirles que me voy de vacaciones a un balneario. Ya no soy la clase de hombre que haría eso.

Este descubrimiento, comprender lo mucho que he cambiado, me devuelve a la silla. Soy otro hombre y no es la guerra lo que me ha transformado, es el amor que siento por Sylvia.

A ella también tengo que decirle lo que voy a hacer y sé que será motivo de discusión. Me dirá que no vaya, y cuando vea que no puede convencerme insistirá en acompañarme. No voy a permitírselo, iría en contra de mis instintos poner a la mujer que amo en peligro. Discutiremos, lo sé, Sylvia llorará y yo también. Pero ella sabe lo que es hacer sacrificios por la familia, así que al final comprenderá mi decisión.

Aunque no me iré de aquí sin antes casarme con ella y sin dejarle tantas flores escondidas dentro de libros que, tanto si tardo una semana como tres meses en volver, no pasará ni un día sin saber que la amo.