13
Me despierto porque alguien está llamando a la puerta. Decido que no voy a abrir, aquí no hay nadie que pueda venir a verme. La única persona que se me ocurre es Caitlin, y ella tiene llave. Alargo la mano en busca del despertador y veo que todavía puedo dormir un poco más. Cuando me despierte otra vez, dentro de un rato, iré a ver a Sylvia y le enseñaré la flor dibujada que encontré la otra noche, pero aún faltan dos horas para que empiece el horario de visitas en Green Meadows. Tumbada de lado, doblo la almohada por un extremo y encierro la cabeza dentro. El timbre deja de sonar y suspiro aliviada mientras intento dormirme de nuevo.
El timbre vuelve al ataque con toques más largos y seguidos que los anteriores. Aparto furiosa las mantas y me incorporo. El dolor persiste en el hombro y en la rodilla, pero es mucho más soportable, menos intenso que el día anterior. Es una sensación parecida a las agujetas que tienes cuando vuelves al gimnasio después de haber estado varios meses sin hacer deporte.
—¡Ya voy! —grito sin saber si la persona que está llamando puede oírme desde la calle.
El timbre insiste.
—¡Ya voy!
Me anudo la bata y me paso las manos por el pelo. Seguro que tengo un aspecto lamentable, pero sea quien sea el indeseable que me ha despertado, tendrá que conformarse con esto. Llego a la puerta y la abro sin ocultar el mal humor.
Si me hubiera encontrado un pingüino con una maleta, me habría sorprendido menos. Liam Soto está de pie frente a mí. No lleva su habitual americana, sino que va vestido un poco más informal. Las gafas no consiguen disimular su aspecto cansado y no se ha afeitado; es la primera vez desde que he vuelto que lo veo con la sombra de la barba en el rostro. Me desconcierta porque me sobrecogen las ganas de acariciarle la mejilla. Me enfado conmigo misma, cierro la mano con fuerza y trago saliva.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí, profesor?
Él aprieta los labios y me mira con absoluta seriedad.
—¿Puedo pasar? El morado tiene peor aspecto que ayer y, aunque la zona se ve menos hinchada, no creo que debas sumar un resfriado a tu lista de percances.
Me planteo cerrarle la puerta en las narices, pero me imagino que entonces él volverá a torturarme con el timbre y decido dejarlo entrar. Será lo mejor, y además podré preguntarle lo que necesito saber sobre Brontë. Dolerá, aunque quizá así romperé la racha de mala suerte que parece decidida a hacerme tropezar con Liam a diario.
—Claro. Pasa, pasa —me aparto a desgana.
—Gracias, veo que eres una gran anfitriona.
Pienso que sería imposible establecer cuál de los dos ha sido más sarcástico.
—¿A qué has venido, profesor?
Se me forma un nudo en el estómago al verlo allí. Estos días he llegado a la conclusión de que el Liam que yo recuerdo no existe, tal vez no haya existido nunca, y su lugar lo ha ocupado un hombre frío y condescendiente. Pero en este preciso instante mis ojos me están jugando una mala pasada y creo volver a ver al Liam de antes. La imagen del chico que conocí se mezcla con la del profesor que tengo delante, y no sé cuál es real. No es justo, no me merezco que Liam me trate de esta manera y estoy harta de permitírselo. Yo no hice nada malo.
Él habla antes que yo:
—Quería disculparme.
Me quedo sin aliento. Estaba convencida de que este momento no llegaría nunca. Sujeto los extremos del batín para ocultar que me tiemblan las manos y camino hacia la cocina. Liam puede seguirme si le apetece.
—¿Por qué querías disculparte exactamente? —le pregunto dándole la espalda, y rezo para que mi voz suene más firme de lo que parece.
—Por mi comportamiento de estos días. Has perdido a tu padre y no es asunto mío que llevaseis años sin hablaros. Lo único que puedo decir en mi defensa es que Eddie era un gran amigo.
Empiezo a preparar el té. Caitlin había hecho lo mismo unos días antes y lo cierto es que llevar a cabo estos movimientos mecánicos me calma. Liam se ha detenido en el marco de la puerta, con un hombro apoyado y los brazos cruzados.
—Tienes razón, no es asunto tuyo. —No voy a decirle que acepto sus disculpas porque no sería cierto—. ¿Cómo conociste a mi padre, profesor? —Es la primera pregunta que quiero que me responda.
—Llámame Liam, por favor.
«Siempre lo he hecho.»
—¿Y tú me llamarás Sarah?
Él respira entre dientes. La tensión que desprende me alcanza cuando me doy media vuelta para dejar la tetera en la mesa. Es demasiado; vuelvo a girarme con la excusa de coger las tazas y el azucarero.
—Está bien, de acuerdo. Sarah. Llámame Liam, por favor.
Todo esto es ridículo. Sujeto las tazas y las deposito en la mesa con cuidado de no romperlas.
—De acuerdo, Liam. —Vuelvo a morderme la lengua. No acabo de adivinar qué pretende con esta visita y lo mejor será que le siga la corriente—. ¿Te apetece tomar un té?
Me mira confuso durante unos segundos, como si de repente se diese cuenta de dónde y con quién está.
—Sí, gracias. —Aparta una de las sillas y se sienta sin dejar de mirarme. Me siento como si estuviera observándome a través de un microscopio. Sirvo el té y repito la pregunta que le he hecho cuando ha llegado.
—¿Qué estás haciendo aquí, Liam?
—Ya te lo he dicho, quería disculparme.
—¿Nada más? —Me muerdo la lengua para no decirle que no hacía falta que viniera solo para esto.
—No, nada más.
Los dos nos refugiamos en nuestros tés. Todo esto es absurdo y la incertidumbre me sube por la garganta hasta casi ahogarme. Ya he hablado con él, le he permitido entrar en casa y, aunque en esta ocasión no se ha puesto furioso como en las anteriores, sigue comportándose de esta forma tan distante. Decido ponerle punto y final. Estoy cansada y me gustaría volver a la cama aunque solo sean cinco minutos más. Solo quiero dejar la mente en blanco durante un rato y olvidarme de Liam, de papá, de la abuela y de las flores de Gideon.
—Disculpas aceptadas —pronuncio resignada—. Puedes irte con la conciencia tranquila.
—¿Qué querías preguntarme ayer cuando viniste a mi conferencia? —Liam deja la taza en la mesa. No sé si finge no haber entendido mi indirecta o si realmente quiere hablar conmigo.
Le respondo sin entrar en detalles.
—Quería saber desde cuándo mi padre se interesaba por Jane Eyre.
—Que yo recuerde, desde siempre. En realidad fue así como le conocí: un día vino a mi despacho, se sentó en el escritorio y empezó a hacerme preguntas sobre Jane Eyre. Fue hace cuatro años. Congeniamos al instante. Yo, al principio, no gozaba de demasiada popularidad entre el resto de profesores y Eddie me ayudó a encajar en Oxford. Siempre estaré en deuda con él.
Se quita las gafas un segundo y, después de frotarse el puente de la nariz, vuelve a ponérselas. Parece muy cansado.
—Por eso has venido —adivino.
—Y porque quería disculparme —insiste él—. ¿Aún te duele a pierna?
—Estoy mucho mejor.
Arruga las cejas al observar las heridas que tengo en el rostro.
—Tú padre coleccionaba ejemplares de Jane Eyre, se pasaba horas buscándolos por librerías y tiendas de segunda mano, pero no sé por qué —confiesa en un tono distinto, más relajado—. Siempre había dado por hecho que su afición por Jane estaba relacionada contigo. Hablaba de ti constantemente.
El corazón me da un vuelco al imaginarme a papá hablando de mí. Cada día que pasa su muerte me parece más real y más dolorosa… ¿Por qué no lo llamé en todo ese tiempo? ¿Por qué no volví antes?
—¿Tienes idea de dónde pueden estar esos ejemplares que dices? —Rezo para que Liam no note la tristeza en mi voz.
—¿No están aquí?
—No.
—Entonces no, no lo sé. —Mira a mi alrededor y después aprieta los dientes—. Será mejor que me vaya. —Se pone en pie de repente—. Te pido disculpas de nuevo.
—Y yo vuelvo a aceptarlas.
El cambio de actitud de Liam es tan extraño que no sé cómo reaccionar, pero le acompaño a la entrada. No puedo más. Le abro la puerta y él sale, asegurándose de no rozarme en ningún momento.
—Adiós, Sarah.
—Adiós, Liam.
Cierro la puerta con un clic y subo al dormitorio. Me dejo caer en la cama y lloro tan desconsolada como años atrás.
Tenía diecisiete cuando conocí a Liam Soto; él estudiaba literatura inglesa, era cinco años mayor que yo y me despertó el corazón. Yo solía ir a pasear por los jardines de Oxford después de las clases, y a menudo acababa esos paseos cerca del río, donde observaba los entrenamientos de los equipos de remo de la universidad. Había intentado remar una vez, pero estuve a punto de ahogarme y decidí que ese deporte no estaba hecho para mí y que mi vida correría menos peligro si me abstenía de volver a intentarlo; mejor me limitaba a correr de vez en cuando.
Esa tarde estaba cerca de las cabañas donde se encontraban los botes y los remos del equipo del Pembroke College, uno de los que más victorias acumulaba en su palmarés. Había estado paseando, observando las flores y las plantas, catalogando mentalmente los nuevos datos botánicos que iba descubriendo. A esas horas papá aún no había vuelto a casa, y esa tarde no había quedado con Sylvia. La abuela había ido al médico el día anterior y le habían realizado tantas pruebas que necesitaba descansar. La enfermera que habíamos contratado para que se quedase con ella estaba en casa y no me esperaba hasta mañana.
El tronco de un árbol derribado por el mal tiempo captó mi atención; las aristas clamaban a los cuatro vientos que el roble había opuesto mucha resistencia y que no se había rendido hasta el final. Me acerqué y acaricié el corazón aún visible del árbol.
—Era mi preferido.
La voz llegó de detrás de mí y me giré sobresaltada.
—Lo siento, no quería asustarte. —El propietario de la voz apoyó el extremo puntiagudo del bote en el suelo y me sonrió—. Soy Liam.
«Esa sonrisa.»
—Yo soy Sarah.
—Te he visto por aquí a menudo, siempre estás mirando los árboles.
—Entre otras cosas —intenté hacerme la interesante—. Tú siempre estás remando. —Ahora que lo tenía tan cerca reconocí el rostro que en tantas ocasiones había conseguido atraparme. Liam, ahora sabía su nombre, remaba allí todos los días, a veces solo y otras en un bote con sus compañeros de equipo. Yo solía buscarlo con la mirada siempre que oía los golpes de los remos en el agua del río.
—Entre otras cosas —me copió la frase.
Estaba empapado. Iba abrigado con un cortavientos, pero sus labios estaban adquiriendo cierto tono azulado.
—Tienes frío —le dije—. Deberías irte.
—Debería. ¿Volverás a estar aquí mañana a esta hora?
—Es probable.
—Entonces es probable que yo también esté.
Levantó el bote del suelo, se lo colocó en el hombro y se alejó hacia la cabaña donde su equipo guardaba el material.
Me obligo a dejar de llorar. Maldito sea Liam por ignorarme, por hacerme revivir esa época. Por existir. Por haberme mirado furioso el día que me encontró en el despacho de mi padre y por haber venido esta mañana a disculparse. Lo único bueno de ese llanto y de esa visita es que Liam por fin ha salido del todo de mi vida, y esta vez incluso se ha despedido. Si algún día volvemos a coincidir, algo sumamente improbable porque me esforzaré para que no suceda, ya no podrá fingir que no me reconoce. Esta vez no.
Salgo de la cama y voy a ducharme; como ya estoy más recuperada de mi encuentro con la moto, consigo estar lista en media hora. Entro en el garaje sin dejarme impresionar por el Aston y me meto en mi coche. Los primeros minutos de conducción me resultan un poco incómodos, pero en cuanto me relajo un poco todo vuelve a la normalidad. Llevo la ilustración de la flor en el bolso y a última hora he decidido llevarme también el libro de mansiones de Oxford: quizá a Sylvia le guste ver las fotografías. Tengo la cita con la doctora de la abuela dentro de dos horas, pero antes quiero estar con ella.
Por la tarde, tal vez vaya al jardín botánico, o quizá a casa de la abuela para seguir investigando.
Cuando llego a Green Meadows, la verja de metal se abre antes de que llame al timbre, y descubro la camioneta del jardinero. Piso el acelerador y levanto la mano hasta el retrovisor para dar las gracias al otro conductor por haberme dejado entrar. El sol brilla tímidamente, es buena señal. Todo parece ir bien.
Saludo a las enfermeras que ocupan la recepción y les pregunto si puedo visitar a Sylvia. Ya conozco la respuesta, pero me parece de buena educación detenerme e intercambiar unas palabras. No quiero hacer nada que pueda torcer el día ahora que parece que se ha arreglado.
—Buenos días, Sylvia.
Está sentada en la butaca, vestida con una elegante camisa blanca y una falda a rayas, un estilo que siempre le ha gustado, y se ha maquillado un poco.
—Buenos días, Sarah.
Le sonrío y me agacho para darle un beso en la mejilla. Me emociona comprobar que hay instantes en los que me reconoce. Odio que no exista la manera de predecirlos, pero esta mañana no voy a pensar en ello.
—¿Cómo estás?
—Creo que bien. La flor de Gideon me ha hecho mucha compañía, gracias por encontrarla. —Levanta una mano y acaricia el dibujo que le dejé en mi anterior visita.
—Entonces creo que te gustará la sorpresa que te he traído hoy —hablo con la abuela igual que hacía antes de que la enfermedad se manifestase—. Es otra flor, y creo que también es de Gideon.
Meto la mano en el bolso y saco la ilustración con cuidado de no arrugarla.
Sylvia se toma su tiempo. Se ha pasado tantos años sin ver esos dibujos que en momentos como este, cuando su mente le da una tregua y le permite recordar, duda de sí misma. Ella sabe que las flores existen y qué significan; lo sabe, se ha aferrado a ese conocimiento con uñas y dientes, pero el Alzheimer está intentado arrebatárselo.
—Has encontrado la flor de almendro —susurra con lágrimas en la voz. Los dedos le tiemblan al acercarse a la hoja de papel—. Gracias.
—De nada —balbuceo—. ¿Sabes dónde estaba?
Sylvia niega con la cabeza antes de hablar:
—No me acuerdo, aunque Gideon solía esconderlas dentro de Jane Eyre.
El corazón se me acelera y le cojo una mano para estrechársela.
—¿Cómo lo sabes? —Me humedezco los labios. Yo aún no había llegado a la conclusión de que las flores siempre estuviesen escondidas dentro de ejemplares de Jane Eyre, creía que podrían aparecer en cualquier libro—. ¿Le conocías? ¿Sabes por qué Gideon dibujaba flores y por qué las escondía solo en libros de Jane Eyre?
—Tienes que encontrar las flores que faltan, Sarah. Es muy importante. Prométeme que lo harás.
—Te lo prometo. ¿Papá sabía lo de las flores?
—Eddie también las está buscando, aunque sé que no le gusta hablar del tema. Hace días que no viene a verme, ¿sabes si le ha sucedido algo? La última vez discutimos y yo le dije que tuviera cuidado. Espero que no esté enfadado conmigo.
—No, no está enfadado —le aseguro tragando saliva. En cierto modo es un alivio que Sylvia crea que papá está vivo, ojalá yo pudiera hacer lo mismo. Sin embargo no puedo mentirle y no me atrevo a decirle que Eddie vendrá pronto a verla.
—Me alegro. ¿Tú has leído alguna vez Jane Eyre? —me pregunta entonces la abuela sin dejar de mirar el dibujo de la flor.
—Sí, en el instituto.
—¿Te importaría leerme un rato?
—Claro, traeré un ejemplar la próxima vez.
—No hace falta, puedes utilizar el mío. Está allí, en la mesilla de noche.
Me levanto de la butaca y voy a buscarlo. La novela está al lado de las gafas de Sylvia. La abro por la primera página y leo la dedicatoria en voz alta:
—Porque sé lo mucho que esta novela significa para ti. Con todo mi amor, Mathew. Te la regaló el abuelo.
—Sí, era un hombre maravilloso. ¿Te acuerdas?
Yo nunca llegué a conocer a Mathew Morgan: el abuelo murió antes de que yo naciera, cuando papá apenas tenía dieciocho años. Pero no contradigo a Sylvia y asiento. He oído multitud de historias sobre la bondad de Mathew y estoy segura de que todas son verdad. En cierto modo, toda la vida he sentido como si le conociera; tanto papá como la abuela se han asegurado de que así sea.
—Era un gran hombre —le aseguro convencida.
—El más generoso del mundo. Vamos, siéntate aquí y léeme un rato.