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Tagetes patula

(Damasquina: tristeza)

Thornfield Hall.
 Unas semanas atrás…

Le he fallado a mi hijo. A Eddie no he podido salvarlo, pero no sucederá lo mismo con la mujer que amo ni con la nieta que me muero por conocer. Estoy harto de no hacer nada al respecto, de llegar siempre demasiado tarde, de hacerme a un lado y esperar. En cuanto mi maldito cuerpo esté listo, y juro por Dios que lo estará muy pronto, lucharé por hacerme un hueco en la vida de Sylvia y de Sarah.

Basta de huir o de esperar en las sombras. Voy a morir si no estoy con ellas.

Después de asumir que Sylvia no abandonaría a Mathew Morgan mientras él la necesitase, tomé la decisión de irme a Estados Unidos y dediqué mi vida a seguir investigando. Algunos dijeron que fui un pionero, un genio, pero la verdad es que trabajaba tanto porque era el único modo de no pensar en Sylvia. No volví a involucrarme con ninguna otra mujer, no habría sido justo para ella ni para mí y tampoco para Sylvia, porque desde esa noche en el Ritz sé que aún me ama. Me ama tanto que fue capaz de traicionar a su esposo y a su sentido del honor por mí. Al principio quería odiarla por la decisión que había tomado, pero lo cierto es que siempre la he admirado por ser así, a pesar del daño que me ha hecho.

Maldita sea.

Mathew Morgan lo había sacrificado todo para proteger a Sylvia y a Eddie, una mujer que no lo amaba como se supone que una esposa debe amar a su marido y un hijo que ni siquiera era suyo. Morgan había sacrificado incluso la posibilidad de tener una familia propia porque Sylvia, aunque le había prometido su cariño y su compañía, había sido sincera con él y le había confesado que me amaba y que siempre me amaría. Aún recuerdo el día que pasamos en Oxford, cuando la encontré después de la guerra y ella misma me lo contó. Sylvia había hecho el amor con su esposo, pero siempre había sabido que nunca se quedaría embarazada. Algo le había sucedido cuando nació Edward y no pudo darle ningún hijo a Matthew, ni ninguno otro a mí. Hubo complicaciones en el parto, tanto ella como el bebé estuvieron a punto de perder la vida y Mathew no se rindió. Jamás se dio por vencido; los cuidó y los salvó, no les dejó ni a sol ni a sombra hasta que mi mujer y mi hijo salieron adelante.

Le odio por ello, pero si le tuviera delante le daría un abrazo y las gracias por haber protegido lo que más quiero en este mundo.

Descubrí todo esto tras años de preguntas y de respuestas. Al finalizar la guerra, las empresas de detectives volvieron a funcionar con normalidad y no faltaba gente dispuesta a hablar por dinero. Tuve que eliminar las historias falsas y los rumores absurdos, pero al final conseguí saber toda la verdad.

Mathew Morgan había sido un buen hombre, había protegido a Sylvia y le había salvado la vida a Eddie. No podía hacerle daño. Esperaría tanto tiempo como hiciera falta, esperaría en la sombra, estaría dispuesto a ayudar sin ser visto, a protegerlos a los tres, a Sylvia, a Eddie e incluso a Mathew.

Y eso he hecho durante mucho tiempo: observar desde lejos cómo mi familia vive sin mí. Me ha partido el corazón, de hecho creo que la embolia ha sido la culpa de que mi alma ya no puede soportarlo más.

Cuando Eddie empezó a destacar en el colegio, me encargué de que recibiera una beca para Oxford. Una vez llegó a la universidad, me aseguré de que le asignaran los mejores tutores y de que estuviese incluido en los programas más prestigiosos. Mi intervención no era necesaria, mi hijo poseía el talento necesario para conseguir todo eso y mucho más por sí mismo, pero yo necesitaba hacerlo. Necesitaba saber que, de algún modo, yo también formaba parte de su vida. Sin saberlo, Edward eligió mi especialización y ese día lloré de emoción y de orgullo. A lo largo de los años no me resultó difícil esconder las ayudas que recibía Eddie tras nombres de fundaciones y de distintas becas, y lo cierto es que todas ellas siguen vigentes hoy en día. En el amor he tenido muy mala suerte, o mucha, pues solo me he enamorado una vez, pero en lo que se refiere al dinero, tengo demasiada. Me gusta ayudar a los jóvenes con talento y creo que es mi deber y el de mi familia contribuir de esta manera.

Siempre lo he sabido todo de Eddie. Tengo fotos de su boda con Mary, y cuando ella lo abandonó años más tarde porque decidió que no podía perdonarle que le hubiese sido infiel, también lo supe. Fui yo el que la localizó en Canadá años más tarde viviendo con otro hombre y le exigí que se pusiese en contacto con Edward y le pidiese el divorcio. Odiaba ver que Edward seguía defendiéndola; mi hijo estaba convencido de que se tenía merecido ese castigo y esa culpabilidad le estaba amargando y estaba estropeando su relación con Sarah. A cambio de su silencio, Mary me pidió dinero, lógicamente, y a mí no me importó dárselo. Mi hijo no se merecía seguir creyendo en el amor de una mujer que nunca le había amado realmente. Si Mary hubiese querido a Eddie, le habría perdonado y habría querido a Sarah con toda el alma. Igual que Morgan había hecho con Sylvia y Eddie. Sigo odiando que otro hombre estuviese con mi esposa, la única mujer que he amado nunca, y mi hijo, pero habría sido mucho peor si en mi ausencia Sylvia y Eddie no hubiesen contado con el apoyo y el cariño incondicional de ese hombre. Es muy difícil odiar y admirar al mismo tiempo a una persona y eso es lo que me ha sucedido y sucederá siempre en relación a Mathew Morgan.

En cuanto a Sarah, yo nunca he estado con mi nieta; de pequeña no me atrevía a acercarme a ella porque tenía miedo de perder la compostura, abrazarla y echar a perder años de sacrificios, pero siento que la conozco y sé que siempre ha sido increíble. Es una lástima que Eddie no se enamorase de Caitlin, la señora que a veces iba a su casa. Al parecer, los hombres de nuestra familia estamos condenados a amar una sola vez. Pero en mi caso al menos ha merecido la pena: Sylvia me ama. Es terca, tozuda, me destrozó verla con otro hombre, pero sé que me ama.

Antes de volver definitivamente a Inglaterra, cada vez que visitaba Oxford, me aseguraba de dejar más libros en la Bodleiana. Sabía que Sylvia seguía buscándolos y sentía que así estábamos juntos. No he vuelto a estar cerca de ella; si me hubiese acercado a Sylvia en algún momento, habríamos hecho el amor de nuevo y ella habría vuelto a sentirse culpable. Y yo no me sentía capaz de volver a hacerle daño de esa manera.

Cuando Mathew Morgan murió, me sorprendió lamentarlo tan profundamente. Ese hombre callado y discreto había cuidado de las dos personas que más quiero durante años, y al hacerlo con tanta generosidad y constancia, se había ganado mi respeto.

Pero no todo estaba resuelto. Mi hermano Sam, el único amigo que he tenido de verdad en la vida, el que me había consolado durante mis borracheras después de perder a Sylvia, el que me había obligado a seguir luchando, se estaba muriendo. No pude abandonarle. ¿Cómo podía ir en busca de Sylvia cuando Sam me necesitaba tanto? La esposa de Sam, Roberta, no iba a hacerse cargo de él, y su hijo era prácticamente un desconocido. Así que igual que había hecho en el pasado con George, e igual que había hecho Sylvia con Mathew, sacrifiqué nuestro amor y la posibilidad de volver a estar juntos para ser el hombre del que Sylvia se había enamorado: un hombre honesto, generoso y leal.

La enfermedad de Sam fue dolorosa, cruel y sumamente injusta. En sus últimos días, Sam me contó que había perdido al amor de su vida muy joven. Era una chica que había conocido en Londres, una chica que había acudido a una entrevista para ser secretaria en las oficinas de Milton en la ciudad. La había perdido poco tiempo después, pero no me contó los detalles por el dolor que le causaban. Lo único que me pidió antes de morir fue que recuperase a Sylvia y que fuese feliz con ella, y que cuidase de su hijo Samuel. Sam era consciente de que Samuel no era el tipo de hombre que a él le habría gustado, no existía ninguna conexión especial entre ellos, pero era su hijo.

Le prometí que cumpliría con ambas promesas y lloré su muerte tanto como había llorado la de George. Ninguno de mis hermanos había logrado ser feliz y los dos se lo merecían mucho más que yo. Me pareció un insulto ser el único de los tres que seguía con vida y decidí que haría todo lo posible por alcanzar esa felicidad que parecía sernos negada a los Cambray.

Le mandé un libro a Sylvia, uno muy especial. Era una edición muy antigua de Jane Eyre que había comprado en Estados Unidos. Dentro había escondido dos tesoros: una flor y nuestro certificado de matrimonio. Cuando ella lo encontrase lo entendería y si aún me amaba como yo creía, vendría a buscarme. Ahora ya nada podía mantenernos separados.

La esperé en nuestra casa de Oxford, la única que habíamos llegado a compartir aunque muy brevemente, pero ella no apareció. Esperé y esperé. Cada día me destrozaba más el alma, hasta que una mañana fui a buscarla. La vi de lejos; estaba en el jardín de su casa cortando unas flores. Iba a acercarme, pero entonces llegó nuestro hijo Eddie y ella empezó a gritar. La ambulancia no tardó en aparecer.

Nunca he sentido tanto dolor. Esperé, tuve que clavar los pies en el suelo para no correr hacia allí y exigir que me informasen de lo sucedido. Tenía todo el derecho del mundo a preguntar, pero eso solo lo sabía yo y no quería correr el riesgo de perder a Eddie si me precipitaba.

Conseguí los informes del hospital, no de una manera legal, por supuesto. Cuando los leí, creí morir. Sylvia tenía Alzheimer.

Por eso había gritado al ver a Eddie: para ella era un extraño colándose en su casa. Y por eso no había ido a buscarme.

Jane Eyre ya no significaba nada para ella, ni tampoco Currer Bell, ni las flores.

Yo ya no significaba nada para ella y lo más doloroso era que ni siquiera podía cuidarla. No podía presentarme en esa residencia donde Eddie había decidido ingresarla para que estuviera bien atendida y decir que quería verla. Yo no era nadie para ella ni para Eddie ni para Sarah, y mi nieta se había ido a Brasilia tras discutir con su padre. Lo único que podía hacer era protegerlos.

Los protegí a los tres.

Lo hice hasta que mi cuerpo falló en el peor momento posible.

No he vuelto a irme, no me he escondido en Estados Unidos. Me he quedado en Oxford y he cuidado de las personas que más quiero, aunque ellas ni siquiera saben que existo. Me bastaba con eso.

Hasta que un día, cuando ya no lo creía posible, cuando había renunciado a toda esperanza, Edward Morgan, el profesor Edward Morgan de la Universidad de Oxford, me escribió un correo pidiéndome que me reuniese con él. Me dijo que había descubierto algo inquietante en unas muestras de sangre de un estudio que yo había realizado mientras trabajaba en el Cook de Chicago.

Acudí a ese encuentro, el más importante de mi vida, hecho un manojo de nervios. Evidentemente, intenté ocultarlo y, evidentemente, mi hijo me caló enseguida.

—Usted es mi padre —fue lo primero que me dijo.

—Sí. —Casi me estalla el corazón, pero contesté de inmediato. No me ganaría su respeto si lo negaba.

Estuvimos hablando. Eddie me contó que su madre hacía referencia sin cesar a unas flores y que le había pedido que las buscara. Las llamaba las flores de Gideon. Al principio él no le había hecho demasiado caso, pero un día, tras una visita a la residencia Green Meadows, cuando Sylvia mencionó que las flores siempre estaban escondidas dentro de ejemplares de Jane Eyre, decidió intentarlo. Recordaba que su padre, Mathew, le había regalado en una ocasión esa novela a su madre y que esta la consideraba su posesión más valiosa porque simbolizaba la compresión de Mathew. Él nunca le había pedido a Sylvia que me olvidase, lo único que necesitaba era saber que también contaba con su cariño.

Eddie me contó que cuando tropezó con mi estudio sobre el plasma del hospital Cook de Chicago, mi nombre captó su atención; al fin y al cabo, Gideon es un nombre poco frecuente. Por eso eligió continuarlo. Nunca se planteó que yo pudiese ser el Gideon de su madre. Hasta que llegaron los resultados. Eddie había utilizado una muestra propia para seguir con los estudios y el laboratorio se la devolvió aduciendo que no podían utilizarse muestras familiares para estudios universitarios.

Ese día yo no le conté que siempre les había estado cuidando, a él y a su madre, porque no quería desmerecer la memoria que Eddie tenía de Morgan. Ese hombre había sido un padre magnífico a juzgar por lo que yo estaba presenciando. Sí que le conté, sin embargo, los motivos por los que su madre y yo habíamos tenido que separarnos, la importancia de la guerra, la confusión con mi hermano George, la intromisión de mis padres, sus abuelos. Antes de despedirnos, acordamos que iríamos despacio con Sylvia; al principio iríamos juntos a verla y si ella reaccionaba bien, avanzaríamos a partir de allí.

Acepté todas las condiciones que me puso Eddie; todas eran razonables y solo buscaban proteger a Sylvia. Yo no podía creerme que hubiese conocido a mi hijo de adulto (le recordaría más adelante que lo había conocido de niño, jugando con una cometa) y que él estuviese dispuesto a dejarme entrar en la vida de él y de su hija con los brazos abiertos. Esa misma semana, justo después del encuentro con Eddie, visité a mis abogados de Londres y modifiqué el testamento. Hasta entonces lo había legado todo a Samuel y a distintas fundaciones porque no sabía cómo justificar la aparición de Sylvia o de Eddie y Sarah en mis últimas voluntades. A mí no me importaba en absoluto lo que pensase todo el mundo, pero no quería que ellos tuvieran que hacer frente al escándalo. Ahora ya no era necesario: yo estaba aquí y entre Eddie y yo encontraríamos el modo de formar una familia.

Samuel llevaba tiempo obsesionado con tener la presidencia de Milton. Se había convertido en un hombre con el que era casi imposible razonar y que no había heredado ni un ápice de la honradez y de la dignidad de su padre. Yo desconfiaba de él, le veía capaz de hacer cualquier cosa, y no había llegado hasta ahí para poner de nuevo a mi familia en peligro por culpa de un sobrino avaricioso. Escribí una cláusula en mi testamento por si me sucedía algo antes de que la situación legal de Sylvia, Eddie y Sarah estuviese resuelta. Mis abogados me miraron como si estuviera loco, pero dada la cantidad indecente de dinero que les pago, me hicieron caso y la redactaron según mis palabras. En esa cláusula decía que si me sucedía cualquier percance, buscasen el estudio que yo mismo había realizado en el hospital Cook y que allí encontrarían las pruebas de ADN necesarias para localizar a mis legítimos herederos. Todo era para ellos, tanto mi fortuna como el poder legal de tomar cualquier decisión respecto a mí, si era necesario, o respecto a la empresa. Después, en cuanto salí del bufete de abogados, me encargué de llamar a Chicago; allí tenía gente en la que podía confiar para esconder varias copias del estudio en lugar seguro. La persona que las custodiaba había sido mi ayudante en el laboratorio durante más de veinte años y no se dejaría convencer fácilmente.

Con los temas legales más o menos resueltos, apenas podía contener las ganas de llamar a Eddie y de pedirle que me acompañase a ver a Sylvia. Iba a contarle todo lo que había hecho, las argucias legales a las que había recurrido y que confiaba no tener que utilizar nunca. Estaba impaciente por ver a Sylvia, por estar cerca de ella y poder besarla y abrazarla. En el caso de que ella no me reconociese, me bastaría con estar a su lado. Necesitaba verla, oírla, sentirla a mi lado. Yo, que nunca había creído en nada, le pedí al destino que por una vez en la vida me concediese una tregua y me permitiese estar con mi esposa y mi hijo.

Esa misma noche sufrí la embolia.

De las noticias que había descubierto al despertarme, la que más me había dolido había sido la muerte de Eddie. Si Samuel hubiese estado delante de mí en ese momento, le habría matado con mis propias manos. Había subestimado a mi sobrino, un error que no volvería a cometer. Supe que no encontraría pruebas que acusasen a Samuel y que si lo intentaba él me haría pasar por loco. Seguro que le encantaría que un juez me declarase incapacitado para dirigir Milton Pharmaceutical. Si quería ocuparme de Samuel, y vaya si quería, antes tenía que recuperarme, y decidí que el mejor lugar para hacerlo era aquí, en Escocia.

Llegué hace pocas semanas y sí, quizá tardaré un poco, pero encontraré la manera de vengarme, y Thornfield Manor es el lugar exacto para hacerlo. Solo unas pocas personas conocen la existencia de esta casa y me he asegurado de que Samuel no sea una de ellas.

A Samuel lo único que le importa es Milton Pharmaceutical y eso es exactamente lo que voy a arrebatarle. Samuel jamás se atreverá a ir en contra de Sylvia, en este caso el Alzheimer la protege, y tampoco en contra de Sarah, ella está en Brasil, no llegó a hacer las paces con Eddie antes de su muerte y por lo que sé sigue allí. Mi nieta no sabe nada de mí ni de Milton Pharmaceutical y eso la mantendrá a salvo.

Me recuperaré y me pondré en contacto con Sarah, y juntos cuidaremos y protegeremos a Sylvia. A Samuel le destrozaré yo solo.