32

 

Sarah no se despidió de la señora Ellis cuando abandonó el jardín botánico con la caja llena de los papeles de su padre entre los brazos. No le había parecido que fuese la clase de mujer que daba importancia a esos detalles y tenía el presentimiento de que, si se quedaba en Oxford, volverían a verse.

Aquel pensamiento la detuvo en seco frente a uno de los invernaderos e instintivamente buscó un banco donde sentarse. ¿Cuándo había empezado a pensar en la posibilidad de quedarse definitivamente en Oxford?

Dejó la caja a un lado, encima del banco de piedra, tras comprobar que no estaba mojado. Esperó a sentir aquel peso que le aparecía en el pecho cuando se imaginaba viviendo allí de nuevo y no lo sintió. Lo único que notó fue un aleteo en el estómago y una fina capa de sudor en las manos. La idea la inquietaba, la alteraba, pero no le generaba rechazo.

Respiró profundamente. Una línea de niños y niñas desfilaron frente a ella cual hormigas; iban de excursión al jardín, sonreían y su alegría se le contagió. Levantó la caja e inició el camino de vuelta a casa.

Eligió la ruta de la Bodleiana; la cúpula resplandecería bajo el día soleado y estaría preciosa. La presencia de su padre no la había abandonado al salir del despacho. No era algo fantasmagórico, era algo parecido a la paz, a un abrazo. Ahora que por fin empezaba a entenderlo, sentía que podía recuperarlo. La caja no pesaba, aunque no resultaba fácil andar con un objeto tan voluminoso frente a ella. Conocía de sobra las calles para no caerse, aun así anduvo con cuidado y se dejó sorprender por esos edificios con tantos detalles y tanta historia que la seguían fascinando. Nunca habían dejado de hacerlo.

Modificó la ruta sin ser consciente. El pensamiento guio sus pies al lugar donde quería ir y Sarah descubrió que no podía volver a casa sin antes hablar con Liam. Él no dejaba de aparecer en los papeles que encontraba. «Las raíces se enredan», pensó, «y le necesito a él para desenredarlas».

Entró en la Facultad de Literatura Inglesa. No tenía ni idea de si el profesor Soto tenía alguna clase programada para ese día, pero prefería reunirse con él allí y no en su casa. Se acercó al mostrador que había en la entrada y el guarda de seguridad que había sentado tras un ordenador la miró intrigado.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita?

—Soy la profesora Morgan —eligió esa carta de presentación porque era la que ahorraría preguntas—. Estoy buscando al profesor Soto, ¿sabe dónde puedo encontrarlo?

El guarda desvió la vista hacia la pantalla y entrecerró los ojos. Sarah vio que llevaba unas gafas colgando del bolsillo derecho de la camisa del uniforme, aunque no hizo amago de utilizarlas.

—Está en el aula ciento cuatro B, la clase durará media hora más. Vaya al primer piso y…

—Sé dónde es, gracias. —Recordaba la nomenclatura utilizada por la universidad—. ¿Puedo pedirle un favor? —No esperó respuesta—. ¿Puedo dejarle aquí esta caja? —Levantó la tapa para que el guarda pudiese inspeccionar el interior—. Solo contiene papeles.

—Está bien, pero mi turno termina dentro de dos horas, profesora. Después, no me hago responsable.

—Gracias, es usted muy amable. Y no se preocupe, no tardaré tanto.

Sarah echó los hombros hacia atrás para aflojar la tensión y subió hacia la clase de Liam. Podría haber esperado a que terminase, debería haberlo hecho, pero la impaciencia por seguir avanzando en la historia de la abuela y la de su padre la empujaron a abrir la puerta y, después de la última vez que Liam y ella habían «hablado» en un aula, sentía el impulso de volver a hacerlo. Por fortuna, no hizo demasiado ruido y apenas ningún estudiante se giró a mirarla. Liam, por el contrario, la detectó al instante y clavó los ojos en ella.

No le gustó lo más mínimo verla allí.

—Estábamos hablando de la hipocresía en la obra de Charlotte Brontë. ¿Cree que puede aportar algo al tema, profesora Morgan?

Sarah se maldijo en silencio. Se tenía bien merecida esa reacción, aunque él habría podido comportarse como un buen inglés e ignorar su presencia o tomársela con sentido del humor. Encontró un asiento libre y se sentó antes de contestarle. Odiaba que la llamase «profesora Morgan».

—Me temo que ahora no, profesor Soto.

—Oh, vamos, seguro que se le ocurre algo. Dígame, ¿qué opina usted del comportamiento de Jane?

—Es una mujer decidida, lucha por lo que quiere. Es una mujer fascinante —hizo una pausa—, pero comete errores.

—¿Eso cree?

—Y Rochester también. Por eso son tan humanos.

Liam enarcó una ceja.

—Cierto. —Su tregua que no duró nada—. Pero Jane básicamente es una mujer honesta, ella nunca miente. No todos los humanos pueden decir lo mismo, ¿no cree?

—¿Lo dice por Rochester o se refiere a alguien más?

—Por Rochester, por supuesto.

—Rochester tiene motivos para mentir, podría decirse que es una cuestión de supervivencia.

Un murmullo se extendió por la sala y Sarah adivinó que sin querer había sacado a colación un tema muy delicado.

—Mis alumnos saben que el comportamiento de Edward Rochester va más allá de la mentira. Entiendo que usted no.

—¿Qué quiere decir con eso?

Liam bajó las cejas hasta que prácticamente desaparecieron tras la montura negra y apoyó la mano izquierda en la mesa que tenía al lado. Encima había un maletín, un ordenador portátil con la tapa levantada y un montón de papeles. Sarah esperó sin amedrentarse, aunque mentalmente se riñó por haber interrumpido la clase y no haber esperado fuera. «Esto te pasa por no poder contener tus ganas de verle. Eres una idiota en lo que se refiere a este hombre.»

—Nada —sentenció Liam—. Sigamos. En la última clase, el señor Himura desarrolló una interesante comparativa entre Rochester y Heathcliff, el personaje creado por Emily Brontë, la hermana de Charlotte. ¿Le importaría seguir, señor Himura?

Un estudiante japonés se levantó orgulloso en la cuarta fila y ocupó los minutos que quedaban de clase analizando la esencia que marcaba cada personaje. A Sarah le sorprendió descubrir que Heathcliff basaba su existencia en la búsqueda de la venganza mientras que Rochester, en principio menos siniestro, acaba demostrando ser maquiavélico, pero, y aquí estaba lo que más inquietó a Sarah, el poder del amor de Jane lo transforma. Ella jamás se había planteado que el amor, cualquier amor, tuviese tanta fuerza.

Notó la mirada de Liam sobre ella y centímetro a centímetro se le erizó la piel de la espalda. A partir de entonces no pudo escuchar nada más y suspiró aliviada cuando la clase llegó a su fin. Los alumnos se levantaron; el habitual desfile tuvo lugar frente a la mesa de Liam y él los atendió con premura, desviando el rostro hacia Sarah cada pocos segundos para recordarle que sabía que estaba ahí y que si se marchaba iría tras ella.

La última estudiante salió por la puerta, giró la cabeza con el correspondiente movimiento de melena antes de irse y miró a Liam por encima del hombro. Él no se inmutó; ni siquiera la vio porque no dejaba de observar a Sarah.

—Cierre la puerta al salir, por favor.

La joven obedeció con más fuerza de la necesaria.

Liam bajó la tapa del ordenador y caminó hacia Sarah sin ocultar lo furioso que estaba. La primera pregunta que salió de sus labios no fue, sin embargo, la que ella esperaba:

—¿Por qué no estás en Brasil?

Al menos había abandonado el usted para volver a tratarla de tú. Quizá él lo hacía sin darse cuenta, Liam trataba de usted a todos sus alumnos, pero ella no era una alumna, a pesar de la cantidad de clases que había interrumpido últimamente, y odiaba ese trato tan frío y distante.

—Necesito tu ayuda.

Liam se cruzó de brazos.

—Creí que ya estarías lejos de aquí. ¿A qué esperas para irte?

Sarah se levantó; él estaba de pie y no iba a quedarse sentada y concederle esa ventaja.

—Si me voy, será cuando haya resuelto el misterio de las flores de Gideon, no antes. Además, ¿a ti qué te importa?

—¿Si me voy? —Liam soltó los brazos y dio media vuelta. Caminó hasta la tarima y metió el ordenador y los papeles en el maletín—. No puedo ayudarte, ya te dije todo lo que sabía. Es una estupidez que creas que quedándote aquí arreglarás las cosas con tu padre. Eddie está muerto y murió sin hacer las paces contigo —sentenció sin delicadeza y sin mirarla—. No te estoy juzgando, ya no, solo digo que tienes que asumirlo y seguir con tu vida. Daba por hecho que ya estarías a miles de quilómetros de aquí.

Sarah no se atrevió a creer que Liam había pronunciado esa última frase con cierta tristeza.

—¿A qué viene este cambio? —Se acercó a él. Cerró las manos para no ceder a la tentación de sujetarlo por la americana y obligarle a mirarla—. Hace unos días querías que te contase hasta el último detalle de nuestro pasado y ahora eres incapaz de mirarme a los ojos y decirme lo que piensas de verdad.

«Dime qué estás sintiendo, Liam. Dame algo para que yo pueda dártelo todo.»

Liam detuvo cualquier movimiento y se dio media vuelta despacio.

—Te estoy mirando. Deberías irte. Aquí no pintas nada. Tenías razón, es mejor no obsesionarse con el pasado. No podemos hacer nada para evitarlo ni cambiarlo.

—Estaba equivocada, Liam. —El modo en que pronunció su nombre los aturdió a ambos—. No puedo seguir adelante sin entender qué estaba haciendo mi padre antes de morir y no puedo volver a fingir que la abuela no recuerda nada. Tiene Alzheimer, lo sé, pero necesita recuperar a Gideon. Lo necesita. —Alargó una mano, no pudo evitarlo, y tocó el brazo de Liam—. Tu nombre no deja de aparecer en las anotaciones de mi padre, y he estado en el jardín botánico y la señora Ellis me ha dicho que te vio allí con él.

—Solo le acompañé porque me venía de paso; estuvimos hablando un rato sobre unas viejas ediciones de Jane Eyre. Nada más.

—Tiene que haber algo más, Liam. Mi padre no solo te utilizó para encontrar esos libros, eras su amigo. —Se atrevió a mirarle a los ojos—. Tienes que ayudarme. Por favor.

Liam le aguantó la mirada. La voz de la chica del río pidiéndole ayuda, la mirada que ahora sabía que encajaba en el rostro de Sarah. Los labios cuyo sabor había recordado.

—Maldita sea, está bien.

Ella le sonrió y él volvió a darle la espalda.

—Yo te contaré todo lo que quieras saber sobre…

—No, no hace falta. He decidido que tenías razón, es mejor no saberlo. —Liam prefería no volver a acercarse a ella, no cuando sabía que no tenía la menor posibilidad de recuperarla ni de quedarse con ella para siempre. Levantó el maletín y se dirigió hacia la puerta.

—¿Vienes?

Sarah asintió y la cruzó. Durante un instante tuvo la sensación de estar aceptando algo mucho más importante, aunque Liam parecía imperturbable.

—Gracias, Liam.

—No me las des, ya sabías que accedería cuando me has recordado que Eddie y yo éramos amigos. Muy astuto de tu parte.

—No soy tan retorcida como crees. Si te acordaras de mí, te darías cuenta de que cuando he dicho eso no ha sido para manipularte. Solo quería…

—Como bien sabes, no me acuerdo. Y si no quieres que me replantee mi decisión, te aconsejo que no vuelvas a mencionarlo. Considérame un colega que ayuda a otro, nada más. Lo único que quiero es acabar con esto y que te vayas de aquí cuanto antes.

—No entiendo que mi presencia te moleste tanto —farfulló dolida—. Es cierto que no estaba aquí cuando tuviste el infarto ni cuando te despertaste, pero no fue culpa mía. Y ahora ya sabes qué pasó entre mi padre y yo. ¿No podemos ser amigos?

Liam se detuvo en medio del pasillo y Sarah lo imitó. Se midieron. Unos estudiantes tuvieron que esquivarles.

—No, no podemos. Tal vez tengas razón y no fue tu culpa que no estuvieras aquí, pero tampoco lo fue mía. Mi recuperación fue muy difícil, pasé por momentos que no quiero recordar y tuve que asumir que ni mi cuerpo ni yo somos tan fuertes como creíamos.

—¿Qué te pasó, Liam? —¿Por qué tenía Sarah la sensación de que el infarto no había sido lo peor que le había pasado a Liam durante esos cinco años?

—Aprendí que hay situaciones, debilidades, que es mejor evitar. No quiero pasar por ello de nuevo y no lo haré. Puedo lidiar con mi obsesión con la chica del río, ya forma parte de mí, pero tú no eres esa chica.

A Sarah le escocieron los ojos.

—Lo sé.

—No eres esa chica y al mismo tiempo lo eres. No me resulta fácil verte, no me conviene. Sé que vas a irte. No sé por qué diablos no lo has hecho todavía, me imagino que te sientes culpable o que estás aburrida. Ni lo sé ni me importa. Pero sé que vas a irte. Te ayudaré, pero no quiero dramas, ¿de acuerdo?

Sarah quería decirle que no, que no estaba de acuerdo con ninguno de esos puntos y que no tenía razón. Calló esas palabras y accedió porque sabía que, si le presionaba, él retrocedería y ella tardaría mucho tiempo en volver a alcanzarlo.

—De acuerdo. Pero no he decidido quedarme porque esté aburrida. Culpable sí que me siento, eso ya lo sabes, pero no solo por no haber hecho las paces con mi padre o por haberme perdido estos años con la abuela. Ellos no son los únicos a los que lamento haber hecho daño.

—¿Ah, no?

—No. No me quedo solo porque me sienta culpable, también me quedo porque hay historias por las que merece la pena luchar. —«Mírame a los ojos, Liam y entiende qué te estoy diciendo. Por favor.»

—Aún no sabes si Gideon y Sylvia tuvieron nada.

—No hablaba solo de ellos. Pero está bien, acepto tus condiciones: nada de dramas.

—Genial —farfulló Liam.

Sarah quería decirle que se estaba planteando quedarse de verdad, para siempre, pero se mordió la lengua porque en el fondo entendía el dolor y la precaución de Liam, y en esas últimas dos frases ya le había revelado demasiadas cosas. Él no sabía toda la verdad y había optado por protegerse; ella habría hecho lo mismo. O quizá algo peor, quizá ella no habría accedido a ayudarlo.

Guardó silencio y se prometió que encontraría la manera de ayudar a Liam. Aunque él insistiese en lo contrario, también necesitaba desenredar las raíces de su vida para seguir adelante.

—Tengo otra clase en diez minutos y después debería resolver ciertos asuntos. Podríamos encontrarnos esta noche.

Sarah cerró los ojos unos segundos y maldijo su condenada mala suerte.

—Esta noche no puedo.

—¿No puedes?

—Tengo una cita con Rob. —Vio que Liam mantenía la vista fija en el pasillo y se apresuró a añadir—: Es el abogado que gestiona la compraventa de…

—No necesito saber quién es, puedo imaginármelo. Llámame mañana o cuando puedas y veré si puedo hacerte un hueco en mi agenda.

Sarah le habría insultado por el «cuando puedas» y por tratarla como una mera cita médica, pero se contuvo.

—No tengo tu número.

—Ya. —Se metió una mano en el bolsillo interior de la americana y extrajo una tarjeta—. Toma.

Sarah la aceptó con cuidado de no rozarle los dedos. Tenía miedo de no poder soltarlos después.

—Gracias.

—Esta es mi clase. —Liam se detuvo frente a una puerta. Estaba medio abierta y en el interior ya había más de cincuenta alumnos esperándolo. Sarah sintió envidia; las clases que ella impartía en Brasilia nunca estaban tan concurridas—. Ya nos veremos, a no ser que también quieras entrar en esta clase y echarla a perder.

Sarah perdió un poco la calma.

—¿Por qué defiendes tanto a Jane y a Rochester? Él le miente y ella le abandona.

—Solo alguien como tú reduciría su historia de amor a estas dos frases, aunque supongo que no debería sorprenderme.

—¿Alguien como yo?

—Será mejor que lo dejemos, Sarah. Yo tengo que impartir una clase y tú tienes que ir a prepararte para tu cita.

—No es una cita.

—Lo has dicho tú.

—¿Por qué no te caigo bien?

—No te conozco.

—Ni siquiera te gusto, no lo entiendo.

Liam entrecerró los ojos.

—No debería importarte, Sarah. Y en cuanto a Jane y a Rochester, supongo que les defiendo porque necesito creer que en algún momento, en algún lugar, existe esta clase de amor.

—¿Qué clase?

—Del que te salva la vida mientras te estás ahogando.

«El nuestro te salvó.»

—Buenas tardes, profesor. —Un estudiante pasó por en medio de ellos dos y Liam y Sarah tuvieron que separarse.

No era consciente de haberse acercado tanto a él.

—Adiós, Sarah.

Liam entró en la clase y la dejó en el pasillo.

Ella recordó entonces la anotación de su padre: «¿Qué relación tiene Liam con los Cambray?»