35

Camellia
(Camelia: te querré siempre)
Diciembre de 1941.
Chicago.
Estados Unidos.
Encontré a Sylvia y tuve que volver a perderla.
Tardé varios días en conseguir mantenerme en pie y en poder abandonar la cama. En cuanto lo hice, Johns fue el primero en contarme la verdad: Sylvia y yo no habíamos sido tan discretos como creíamos y nuestro secreto no lo era tanto. Pero nadie sabía toda la verdad porque ella había preferido callarse y no revelarla. Maldita fuera.
Creo que nunca llegaré a entender el porqué.
Mi corazón se rompió y endureció el día que supe que Sylvia no había luchado por nosotros.
Padre intuía que había sucedido algo entre los dos, aunque lo había reducido a una mera aventura entre un hombre de mi clase social y una doncella de Milton Manor, algo común y sin importancia. Me imagino que a Sylvia le dará igual, pero le rompí la nariz el día que osó decirme eso a la cara. Sam nos habría defendido, pero mi hermano aún no había vuelto de su luna de miel cuando sucedió todo y después, cuando preguntó, le mintieron. Por eso, y sin saberlo, él me mintió a mí el día en que desperté. Hubo tantas mentiras que aún noto el sabor de la bilis en la garganta.
Johns me abrazó en cuanto me vio salir del dormitorio y me pidió que hablásemos a solas. La reacción de ese hombre cuya lealtad hacia padre yo siempre había creído incondicional me sorprendió tanto que acepté su petición sin más.
Unos amigos de la familia nos habían visto paseando por Oxford; otros habían oído rumores entre los miembros de su servicio. Era intolerable, sollozó mi madre cuando le pedí que me diese una explicación. No iba a permitir que la memoria de un Cambray se viese manchada por haber mantenido una aventura con una cualquiera. Yo había muerto. Si Sylvia me amaba, si alguna vez había sentido algo por mí, se iría sin rechistar. Eso fue lo que le exigieron: que desapareciera, que nadie asociase jamás mi memoria con ella. Le exigieron a la mujer que amaba que se fuese y que se olvidase de que yo había existido.
Ella no dijo nada, no luchó por nosotros, y una parte de mí aún la odia por ello. Yo estaba en Francia luchando por sobrevivir, por volver a su lado, y Sylvia se rindió. Le habían dicho que yo había muerto y sé que eso debería de consolarme, pero no es así.
Yo le había prometido que volvería.
Discutí con mis padres y me fui de casa para siempre. No renuncié a mi trabajo en los laboratorios de Milton Pharmaceutical por Sam y porque en la guerra, mientras buscaba a George, había aprendido que nuestros medicamentos podían salvar muchas vidas y evitar mucho sufrimiento. Iba a seguir investigando, tenía que hacerlo por la memoria de George, por todos los soldados que seguían luchando y por mí. Pero lo haría lejos de allí. Aunque antes iba a encontrar a Sylvia.
El primer lugar que visité fue la sastrería de su padre en Oxford. Cuando la vi cerrada, noté subiéndome por la espalda el mismo escalofrío helado que sentí segundos antes de que el avión de Burdeos estallase por los aires. Un vecino, cuyo nombre no recuerdo, me vio parado frente al escaparate y me informó de la muerte del señor Godworth.
Y de la boda de su hija.
Sylvia se había casado con Mathew Morgan, el aprendiz de su padre, y estaban de luna miel. «Cómo van a hacerse cargo de la sastrería», me explicó el vecino, «solo se han ido a pasar unas semanas a Cumberland, a la zona de donde es originario el bueno de Mathew».
Mi reacción fue tan física al enterarme de la noticia que dejé de respirar; mi cuerpo fue incapaz de asumirla y de seguir funcionando. El vecino de Sylvia se asustó tanto que me ofreció entrar en su casa y darme algo de beber. Me negué. Tenía que irme de allí cuanto antes.
Fui a casa, a mi casa de Oxford, pero tuve que salir corriendo porque todo me recordaba a ella. No lograba entenderlo, y sigo sin hacerlo. Mi mente no dejaba de preguntarse por qué, por qué, por qué.
Iba a enloquecer.
Decidí ir a buscarla a Cumberland. Habría ido hasta el fin del mundo para estar con ella y eso fue exactamente lo que hice.
No la encontré por ninguna parte. El joven matrimonio Morgan, según me informaron unos vecinos del pueblo, había decidido cambiar su ruta y pasar unos días en un lugar más íntimo, más romántico. Allí había demasiada familia y apenas podían estar solos. Conseguí disimular mi reacción ante esa señora.
Volví a Oxford una semana más tarde. Les perseguí como un loco por el distrito de los lagos, pero Mathew y Sylvia siempre se me escapaban de los dedos. Nunca lograba anticipar adónde se dirigían.
Debería haberle prestado más atención a Morgan cuando había coincidido con él. Estaba pagando el precio de mi soberbia.
Me encerré en el laboratorio, pero cada noche pasaba por delante de la sastrería. Tarde o temprano tendrían que volver y entonces todo se arreglaría. El tal Morgan me daba absolutamente igual, lo reconozco, me importaba una mierda que él también quisiera a Sylvia o que la hubiese ayudado. Le odiaba por haber estado a su lado cuando yo no estaba. En lo que respecta a Sylvia, era y soy un ser egoísta. La quiero. La amo. Haré cualquier cosa por ella.
Pasaron los meses y mi obsesión no retrocedió. Sam estaba preocupado, creo que aún lo está. Mis padres habían intentado ponerse en contacto conmigo en varias ocasiones y en todas les había rechazado. No quería volver a verlos, tenía miedo de gritarles o de hacerles algo mucho peor si los tenía delante.
La guerra seguía azotando Europa e Inglaterra. No había hombres dispuestos a perseguir a una pareja que probablemente solo estaba disfrutando de su matrimonio, esa fue la respuesta que recibí cuando consideré la posibilidad de contratar el servicio de unos detectives. No había detectives ni policías retirados ni nadie: todos los hombres disponibles estaban en el frente. Menos el maldito Morgan porque al parecer sufría una ligera cojera. Maldito bastardo.
Una noche, en mi visita diaria a la sastrería, una señora me vio observando el pequeño escaparate. En él había un busto de hombre forrado con lo que parecía ser seda marrón y en la parte que ocuparía la cabeza había un sombrero Homburg. Frente al pie de madera se encontraba un pequeño cartel: MATHEW MORGAN. SASTRE.
—Está cerrado —me dijo la señora al acercarse—. Y tardarán unos meses en volver.
—¿Cómo lo sabe?
—La señora Morgan está embarazada y no puede viajar. Me lo ha dicho mi prima, coincidió con ellos en…
No escuché el resto.
Al llegar a casa preparé el equipaje y me fui a Londres a ver a Sam. Varias universidades y hospitales de América se habían interesado por colaborar con Milton Pharmaceutical; elegí el que más me interesaba y me marché.
Sigo aquí desde entonces.
El hospital Cook de Chicago ha creado el primer banco de sangre del mundo. En San Francisco hay otro, el Irwin Memorial Blood Bank, pero elegí el de Chicago porque aquí colabora el doctor Charles Drew. Cuando encontré a George, y a pesar de que no soy médico, no me costó deducir que si mi hermano hubiese recibido una transfusión a tiempo, la herida de la pierna no habría empeorado tanto y las infecciones no habrían prosperado.
El problema de las transfusiones de sangre durante la guerra es el transporte y el almacenamiento de las bolsas que la contienen. Es imposible conservar la sangre en buenas condiciones y al final es inservible o incluso mortal. Sin embargo, cuando estaba en Oxford, leí que el doctor Drew había descubierto que el plasma, mucho más fácil de transportar, almacenar y administrar, puede suplir a la sangre. Las vidas que podían salvarse en el campo de batalla con una transfusión eran tantas que decidí que esto era lo que quería y debía hacer. Milton Pharmaceutical iba a desarrollar el mejor plasma posible en honor a George.
Sam seguro que encontraría la manera de ganar dinero con ello y de honrar la memoria de George al mismo tiempo. A mí el dinero me daba igual, lo que quería era irme de Inglaterra y encontrar algo que me importase una mínima parte de lo que me importaba Sylvia. Fue lo único que se me ocurrió para mantener la cordura que me quedaba.
Diciembre de 1945.
Oxford.
El 2 de septiembre acabó oficialmente la guerra y en el hospital lo celebraron a lo grande. Yo también participé; me alegro enormemente de que ese infierno haya llegado a su final, pero me había imaginado que, cuando llegara ese momento, Sylvia estaría a mi lado.
Sigo pensando en ella, no me engaño; sé que incluso sigo amándola, aunque me odio por ser tan débil.
No iba a volver a casa por Navidad, no siento que Oxford o Milton Manor sean mi hogar ahora que Sylvia no forma parte de él, pero Sam me convenció. El muy cretino incluso ha sido padre hace unos meses para obligarme a volver. Su hijo, mi primer sobrino, también se llama Sam, aunque su madre insiste en que le llamemos Samuel.
No conozco demasiado a mi cuñada, pero si Roberta Odley se ha propuesto que el niño responda únicamente al nombre de Samuel, eso es exactamente lo que sucederá. Llegué a Londres hace dos días y el primero lo pasé con Sam. Mi hermano nunca ha llegado a contarme la verdad sobre aquella extraña conversación que mantuvimos el día de su boda y yo no se lo he preguntado. Igual que él tampoco me ha preguntado a mí por Sylvia. Los dos sabemos que son conversaciones dolorosas. El segundo día, Sam me llevó a la casa que sus suegros tienen en Bath y allí conocí a mi sobrino. El pequeño Samuel tiene cuatro meses y la verdad es que no le vi nada especial: tiene los rasgos de los Odley, así que supongo que eso me predispone en su contra, aunque estoy convencido de que el chico acabará conquistándome. Ayer apenas pude verlo porque su madre y su abuela insisten en mantenerlo envuelto en infinitas capas de algodón blanco y puntas de seda. La única que puede cogerlo en brazos es la niñera, una mujer tan gris y tirante que me provocó repulsión.
En todos estos años no me he atrevido a pensar en Sylvia con su hijo, pero ayer me costó evitarlo y al final cedí y no lo soporté. Ver a Sylvia con un niño en brazos que no sea mío me retuerce las entrañas. La familia de Sam no es la que ella y yo habríamos tenido y, sin embargo, una envidia negra y espesa me corre por las venas al verlos.
Estaba invitado a quedarme unos días con ellos, a descansar en los baños de Bath y a quitarme de encima la mala influencia de los americanos, según se burló mi hermano. Pero preferí marcharme y torturarme a solas con los recuerdos de la vida que jamás íbamos a tener Sylvia y yo. Nunca llegué a vender la casa de Oxford, no fui capaz, y me pareció que era el lugar perfecto para descender al infierno.
He viajado en tren desde Londres y he redescubierto el paisaje inglés. El envenenado mordisco de la guerra sigue estando presente. En Chicago no; allí habría podido empezar de nuevo, lo sé. Es lo que tendría que haber hecho, según Sam, y él lo dice con fundamento porque mi hermano es el único que conoce la verdad. En Chicago podría empezar otra vida sin Sylvia; la cuestión es que ella se quedó con toda mi vida y yo ya no tengo nada. Sonrío con tristeza. Tendría que haberme rendido hace tiempo.
Pero no puedo, y por eso estoy ahora aquí, paseando por el verde prado de Christ Church, cerca de casa. Aunque me niego a acercarme a la sastrería para ver si está abierta y comprobar si Sylvia vive allí con su esposo, espero que el destino, ente en el que nunca he creído, se apiade de mí y me devuelva a la única mujer que he amado.
La catedral es imponente; a ella no le importamos nada, la guerra le ha sido completamente indiferente. Tal como predecían algunos, Hitler nunca llegó a bombardear Oxford. Hace frío, pero menos del que siento cuando salgo del hospital Cook de noche; el viento que sacude Chicago es más indómito y me he acostumbrado. Volveré en pocos días, una semana a lo sumo. Antes quiero pasar por la universidad a saludar a viejos amigos, quizá cene una noche con Lambert (al fin y al cabo el teniente me salvó la vida) y luego regresaré a Chicago. Una ráfaga de viento me planta cara, no le ha gustado que lo considerase inferior a su homólogo americano, y me levanto el cuello del abrigo.
—¡Eddie, ven aquí, deja de correr!
Siento un escalofrío; la nuca se me empapa de sudor. Justo cuando estoy a punto de decirme a mí mismo que cuando regrese a Chicago me obligaré a vivir de verdad, la voz de Sylvia aparece de la nada. Giro la cabeza hacia ambos lados y no veo a nadie. Suspiro aliviado y resignado. Me estoy volviendo loco. Sonrío; tal vez sea lo mejor que puede pasarme.
Algo, alguien, choca con la parte trasera de mis piernas y me doy media vuelta.
—Eh, cuidado. —Veo a un niño en el suelo. Le cuesta respirar, pero me sonríe—. ¿Estás bien, chaval? —Le tiendo la mano para ayudarle a levantarse.
—Disculpe, señor —me dice el niño en voz muy baja.
Tengo la cabeza agachada y no veo a la mujer que se detiene ante mí.
—Edward Morgan, pídele disculpas a este caballero —le ordena ella a su hijo sin saber que él ya se ha disculpado.
El niño, Eddie, me coge la mano y acepta que tire de él. Ni él ni yo llevamos guantes, y al sentir sus dedos entre los míos me tiembla el brazo. Es imposible, tiene que serlo.
Ahora soy yo el que no puede respirar.
—Lo siento, señor —repite el pequeño en voz alta.
—Dale las gracias, Eddie —sigue la mujer, pero entonces yo termino de levantar la cabeza y nuestras miradas se encuentran—. Oh, Dios mío… Oh, Dios mío…
—¿Mamá?
—Hola, Sylvia.
No se desmaya, no sería ella si lo hiciera, pero empieza a llorar y no intenta disimularlo. Eddie me suelta la mano y se acerca a su madre preocupado. Veo que Sylvia mueve la mano izquierda e instintivamente la coloca en los hombros del niño, protegiéndole.
—¿Estás bien, mamá? ¿Te has hecho daño?
—Yo… estoy bien, Eddie.
El niño nos mira. Sus ojos oscuros van de Sylvia a mí, confusos. Al fijarme en él veo que sujeta una cometa en la mano y me agacho para quedar a su altura.
—¿Tienes una cometa?
—Sí, pero no vuela.
—Es que ibas corriendo en contra del viento —le explico, y noto que a Sylvia le tiembla la mano que tiene en los hombros del niño—. Si a tu madre le parece bien, ¿por qué no pruebas a levantarla corriendo a favor del viento, en dirección contraria a la que ibas ahora?
—¿Hacia allí?
—Hacia allí —le confirmo—, pero antes tienes que pedirle permiso a tu madre.
—¿Puedo, mamá? ¿Puedo? ¿Puedo?
—Sí. —A Sylvia le tiembla la voz—. Pero no te alejes demasiado.
—¡Gracias! —grita ya de espaldas.
Ella espera unos segundos antes de hablar. Me mira, parece incapaz de dejar de mirarme.
—Sylvia —susurro su nombre sin moverme, sin pestañear. Me romperé si lo hago.
Ella levanta la mano derecha, tiembla más que las hojas de los árboles del prado, y la acerca a mi mejilla.
—Gideon —suspira.
Al oír mi nombre cometo el primer acto completamente egoísta de mi vida. Tiro de ella sin importarme nada ni nadie y la beso allí en medio.
Dios mío, cómo la he echado de menos.
Ella también me besa, me sujeta el rostro con las manos y yo llevo las mías a su cintura. Ninguno de los dos puede creerse que estemos en brazos del otro. Vivos.
—¡Mira, mamá!
Me suelta de golpe y gira el rostro horrorizada. Eddie no ha visto nada; ha gritado de espaldas porque la cometa acaba de levantar el vuelo.
—¡Muy bien, Eddie! —Sylvia tiene la voz ronca.
—No tires del hilo, mantenlo flojo o la cuerda podría romperse —añado yo. No pienso disculparme por el beso.
—Creía que habías muerto —susurra sin mirarme. Mantiene la vista en su hijo, cree que eso justifica el miedo que siente de volver a besarme—. Me dijeron que habías muerto.
—Lo sé.
—Gideon, yo…
—No te culpo por haberles creído, ya no —la detengo—. Pero sí por no haberme esperado. Te casaste en menos de dos meses.
—¿Cómo iba a esperarte, Gideon? Habías muerto.
Sé que es absurdo, lo sé, pero no puedo evitarlo. Entonces Eddie se ríe y me fijo más en él. Esa risa, esos ojos, ese pelo negro…
—Eddie es hijo mío. —La sujeto de nuevo por la cintura y la giro con cuidado hacia mí. Me tiembla todo el cuerpo y mi instinto me exige que los coja a los dos, a ella y a mi hijo, y me los lleve conmigo—. Sabías que estabas embarazada cuando me fui —afirmo.
—No, no lo sabía. Si lo hubiera sabido, no te habría dejado ir.
Esa frase me recuerda al día que nos conocimos, cuando la vi salir furiosa de la cocina de Milton Manor y me pidió un cigarro.
—Ven conmigo, Sylvia. Venid conmigo los dos.
—No puedo, Gideon. Mathew… —Me tenso al oír su nombre y ella agacha la mirada—. Mathew me necesita, se ha portado muy bien conmigo.
—¿Él lo sabe?
—Sí, siempre lo ha sabido.
No sé qué siento al descubrir que Mathew Morgan sabe que está criando a mi hijo. ¿Gratitud? ¿Rabia? ¿Envidia? ¿Celos? Todas ellas y mucho más. Ninguna emoción me parece bastante.
—¿Has visto cómo ha volado la cometa, mamá? —Eddie aparece a nuestro lado—. ¿Lo ha visto, señor?
Odio oírle referirse a mí con esa palabra.
—Llámame Gideon, Eddie. —Le tiendo de nuevo la mano—. Encantado de conocerte, y sí lo he visto. Ha sido un vuelo fantástico.
Eddie me estrecha la mano. Tengo que obligarme a soltarlo.
—Gracias, Gideon.
—Deberíamos irnos a casa.
—Os acompaño.
—¡No! —El miedo que veo en los ojos de Sylvia me rompe el alma. Ella debería saber que, por mucho que me duela, nunca haré nada que pueda perjudicarla—. No, por favor.
—De acuerdo, me quedaré aquí. —Planto los pies en la hierba. Si doy un paso más, iré tras ella—. Pero tenemos que hablar, Sylvia.
—Mañana —me ofrece—, en casa. ¿Todavía vives allí?
«En casa.»
—Ven mañana. Allí estaré.