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La cúpula de la Universidad de Oxford surge de pronto en el horizonte y se me acelera el corazón. La muralla me parece más infranqueable que la última vez que la vi, las puntas de las torres más afiladas, y una profunda y dolorosa añoranza me cierra la garganta. Giro por las calles; a esa hora no hay demasiado tráfico ni gente paseando, los estudiantes se han ocultado de los turistas y estos ocupan ya sus asientos en las tabernas, pubs o restaurantes de la zona. Habría podido escoger otro camino, evitar la zona universitaria, pero he pensado que cuanto antes me enfrente a este demonio en particular, antes podré hacer lo mismo con los demás. De momento no está funcionado.

Modifico la dirección en cuanto puedo y veo muestras de lo cambiado que está el barrio de Jericho a pesar de que su alma sigue intacta y perenne como el río que cruza la ciudad. Un semáforo me detiene y una bicicleta cruza decidida la calle. Yo tenía una igual, la utilizaba casi a diario para ir a clase. Tal vez siga en el garaje. La luz del semáforo cambia y conduzco con más tranquilidad hasta casa.

Antes he hablado con Caitlin por teléfono. Caitlin es la señora encantadora que papá contrató hace cuatro años para que se ocupase de los asuntos cotidianos que él siempre había detestado, como hacer la compra, pagar la factura de la luz o mantener la casa en cierto orden.

Ella es la única persona que me ha dado el pésame con sinceridad. Hablamos por primera vez hace unos días e incluso detecté lágrimas en su voz. Se ofreció a venir a recogerme al aeropuerto e insistió en que dejaría la casa a punto para mi llegada. Rechacé la oferta del aeropuerto porque ya tenía intención de alquilar un coche; lo necesitaría de todos modos para moverme por la ciudad ahora que el de papá… Las dos enmudecimos al pensar en la maraña de hierros en que se había convertido ese vehículo. Caitlin carraspeó y se apresuró en terminar aquella conversación tan incómoda para ambas, aunque antes de despedirse me aseguró que se encargaría de preparar la casa; según ella, era lo mínimo que podía hacer. Hoy solo la he llamado para decirle que estaba aquí, no he podido explicarle nada más, y ella, gracias a Dios, no ha insistido.

Papá y yo llevábamos cinco años sin hablarnos cuando murió. Se suponía que más adelante tendríamos una segunda oportunidad y que recuperaríamos el tiempo perdido. Ninguno de los dos nos habíamos imaginado jamás que esa oportunidad nos sería arrebatada. Pero a pesar del silencio, papá me escribía correos electrónicos y cartas manuscritas de vez en cuando para informarme de cuestiones prácticas relacionadas con la casa o con la vida en Oxford. Me contaba historias sin importancia como, por ejemplo, que había decidido alquilar la casa de la abuela o que ese alquiler había llegado a su fin apenas nueve meses más tarde y que había optado por dejar la vivienda vacía. En uno de esos correos era donde me había explicado que había decidido contratar a una ama de llaves (papá aún utilizaba esos términos tan formales), la señora Caitlin McLain, una viuda con dos hijos que había conocido a través de los servicios de empleo de la universidad. Papá adjuntó en ese correo los datos de la señora McLain y por eso yo sabía su número de teléfono y que vivía a pocos quilómetros de casa.

El vehículo, programado por la empresa de alquiler de coches, enciende las luces de manera automática, y aguanto la respiración al ver la calle donde aprendí a montar en bicicleta y los buzones desvencijados de los Paterson. La realidad de esas texturas me cubre de la cabeza a los pies y los recuerdos bailan ante mis ojos mezclándose con las farolas negras, la acera ancha, las verjas de acero y los adoquines desiguales.

Detengo el coche cerca del callejón que divide en silencio el barrio. Prefiero acercarme andando a casa, no quiero entrar en el garaje de papá. Es el único lugar donde lo veía sonreír alguna vez, cuando reconstruía ese viejo Aston Martin con piezas también antiguas que perseguía a lo largo y ancho de Inglaterra. Paro el motor y me quedo sentada. Pierdo unos minutos recogiendo los papeles que antes he dejado sin cuidado en el asiento del acompañante y pongo cierto orden.

Salgo del coche tras coger aire y, mientras ando por la calle, meto la mano en el interior del bolso y busco el viejo llavero. Nunca me he desecho de él y, al notar su tacto, lo aprieto entre los dedos. Sé que papá no ha cambiado el cerrojo. Si lo hubiese hecho, me lo habría contado en uno de sus correos. A medida que la silueta de las ventanas y de la enredadera que sube por la fachada se dibujan frente a mí, noto que una extraña calma se apodera de los latidos de mi corazón.

La mente me juega una mala pasada y, cuando separo la puertecilla del jardín, creo oír la voz de papá en el garaje, saludándome de lejos. Así habría tenido que ser. Las llaves tintinean, y ese es el único sonido que me acompaña. Levanto la vista y me fijo en que la casa está recién pintada. Ese detalle, absurdo y cotidiano, me duele, y entro apresuradamente.

Está oscuro: las persianas están bajadas y las cortinas echadas. Alargo la mano en busca del interruptor y al respirar detecto el aroma a limón propio de los productos de limpieza. La luz ilumina el vestíbulo y dejo caer las llaves al suelo incapaz de seguir sujetándolas. La alfombra de flores púrpuras y violetas amortigua el golpe, sigue allí, esperándome sin haberse percatado del paso del tiempo. El mueble en el que tanto papá como yo dejábamos los libros, los guantes, o cualquier objeto que llevásemos en las manos al entrar en casa también está en el mismo lugar. Encima hay una bandeja, recuerdo de un viaje que hicimos juntos a Venecia, unas gafas, varias monedas y un llavero con tres llaves. Al lado, un marco con una antigua fotografía mía y de Sylvia, y un jarrón que no recuerdo haber visto antes.

Los pies me alejan de la puerta para acercarme a la cocina. Me quito el abrigo y lo cuelgo junto con el bolso en el perchero que flanquea la entrada. El papel de las paredes es distinto. Acaricio la barandilla de madera de la escalera que conduce a las habitaciones, pero me dirijo directa a la cocina. No puedo más.

Unos segundos más tarde estoy de camino al salón con una botella de whisky en una mano y un vaso en la otra. Presiono el interruptor con el codo izquierdo y tras observar por encima la estancia, que sigue intacta, voy a la butaca de papá y me dejo caer en ella. El olor a libros y a ese perfume de Penhaligon’s con nombre de número que solo utiliza papá me aturde durante unos segundos. Descorcho la botella con los dientes y escupo el tapón, que rebota por el suelo mientras vierto una generosa cantidad de líquido en el vaso. Dejo la botella y brindo con la soledad.

Eddie Morgan, papá, me sonríe desde una vieja fotografía que descansa en una estantería.

El profesor Edward Morgan había sido en su momento uno de los miembros más jóvenes del claustro de Oxford. Sus brillantes estudios sobre botánica le habían convertido en una celebridad dentro del mundo académico; gracias a ellos había recibido varias ofertas de empleo de distintas universidades inglesas, y también una de Austria y una de Francia. Al final, el profesor Morgan se decidió por Oxford porque era su ciudad natal y porque allí seguían viviendo sus padres: un sastre retirado y una ama de casa con un don especial para las flores. Edward había recorrido Europa durante un tiempo —entonces utilizaba ese nombre más sofisticado, más seductor para las damas—, había estudiado y había cometido alguna que otra locura, aunque ninguna había dejado huella en él. Siempre había tenido la sensación de que había nacido mayor, demasiado serio para tener una juventud memorable, y estaba ansioso por llegar a la madurez. Entonces su personalidad estaría de acuerdo con su edad y con su físico.

Por eso encajó a la perfección en la vida académica en Oxford. Cuando caminaba por los pasillos de la facultad, ahora como profesor, sentía que, por fin, estaba donde tenía que estar. Preparaba las clases con esmero, buscando el modo de provocar la curiosidad de sus alumnos, y seguía investigando en el laboratorio por su cuenta. Tenía un despacho en la facultad y otro en el jardín botánico. Este segundo lo compartía con otros biólogos, pero ninguno acudía con tanta frecuencia como él.

Eddie estaba trabajando en un libro, una versión extendida de su tesis doctoral, por el que había mostrado interés una editorial. Era un gran honor, y Eddie se sentía tan abrumado y entusiasmado por la noticia que caminaba por la calle sin fijarse por donde pisaba.

Hasta que tropezó con otra persona y volvió a la realidad.

—Lo siento mucho. Iba distraído, le ruego que me disculpe —habló atribulado, dando un paso hacia atrás sin saber dónde colocar las manos.

—No se preocupe, yo también iba distraída.

La risa que siguió a esa frase se metió dentro de Eddie y logró que se le formase un nudo en el pecho por primera vez en sus treinta y cuatro años. Sonrió, empezó a sudar, tartamudeó.

—Lo siento —repitió al fin.

—No pasa nada. Soy Mary. —La bella desconocida le tendió la mano.

—Eddie. —Él se la estrechó, apretó los dedos con delicadeza y buscó en su mente alguna planta o alguna flor que desprendiese tanta fuerza y tanto calor al mismo tiempo—. Encantado de conocerla, señorita…

—Colbert. Lo mismo digo, señor… —Había burla en su pregunta, aunque Eddie no la percibió.

—Profesor Morgan.

Ella le sonrió de nuevo.

—Encantada, profesor Morgan. Yo iba distraída porque estaba mirando aquel perchero negro. He decidido que lo necesito, ¿qué le parece? Y dígame, ¿cuál es su excusa?

Eddie Morgan, un hombre que nunca compartía sus pensamientos con nadie, le contó a esa chica de ojos verdes y pecas en la nariz el motivo de su distracción. Lo hizo porque sabía que no podía dejarla escapar y porque estaba seguro de que el perchero negro iba a ocupar un lugar permanente en su apartamento.

Abro los ojos al oír que el vaso en el que he estado bebiendo cae al suelo y se rompe. No tendría que haber bebido; no lo hago nunca, y empezar hoy no ha sido buena idea. Bajo la mirada hacia el estropicio: hay cristales por todas partes. No solo me he quedado dormida en una postura rocambolesca que empeorará mi dolor de espalda, sino que además he soñado con esa estúpida anécdota que papá siempre contaba sobre el perchero negro del vestíbulo.

Será mejor que vaya a acostarme. Subo sin pensarlo demasiado a mi antiguo dormitorio y lo encuentro en perfecto estado. Huele a flores. El alcohol que circula por mi organismo impide que los malos recuerdos me hagan daño. Me tumbo, solo será un momento. Necesito dormir.

El ruido que me despierta es tan distinto al que oigo desde mi cama en Brasilia que abro los ojos asustada y desorientada. A pesar de la resaca, identifico todos y cada uno de los sonidos de inmediato; los timbres de unas bicicletas, puertas de garajes que se abren y cierran, saludos y conversaciones de los vecinos… Tengo que sujetarme la cabeza con ambas manos, me duele la espalda y tengo un horrible sabor en la boca. Anoche, o cuando fuera que había ido a acostarme, me olvidé de desnudarme. La ropa se me ha pegado al cuerpo y huele al ambientador de la compañía aérea. Parpadeo varias veces en un intento desesperado de enfocar la vista.

Exceptuando algunos detalles, el dormitorio está igual que el día que me fui. Hay algún libro nuevo en las estanterías, un jarrón encima del escritorio, una manta que no recuerdo sobre mi vieja butaca, pero eso es todo.

—Joder, papá —farfullo, y al oírme detecto una profunda tristeza y una rabia que hasta entonces he insistido en negar. Incapaz de enfrentarme a eso opto por ocuparme de las cuestiones prácticas—. ¿Dónde está mi bolso?

Cuando por fin lo encuentro, junto al resto de mis pertenencias en la entrada, lo subo a la habitación y me desnudo.

Me quedo bajo la ducha hasta que el agua sale helada.