30
Sarah volvió a casa. Antes quizá había conducido sin rumbo fijo, pero ahora sabía perfectamente dónde estaba y adónde necesitaba ir. Le aterraba el viaje, sabía que cuando llegase al final no sería la misma, igual que sabía que no podía quedarse parada y fingir que no le hacía falta averiguar la verdad para seguir adelante.
Durmió unas horas. A pesar de las emociones, consiguió dejar la mente en blanco y descansar. Cuando despertó la mañana siguiente, lo primero que le vino a la mente fue que la noticia del divorcio de sus padres apenas la había afectado. Ni siquiera había logrado alterarle el pulso unos segundos. Sarah, furiosa con Mary por haberlos abandonado, la había eliminado de su vida, aunque tenía que reconocer que una pequeña parte de ella a veces se la imaginaba volviendo a casa arrepentida y luchando para ganarse su perdón y su cariño, como pasaba en esas horribles películas sentimentales que veía cuando no podía dormir. Con los años, esos sueños infantiles se habían desvanecido y solo había quedado el rencor. Saber que Mary seguía viva y en perfecto estado de salud en Canadá le había dado rabia. ¿Por qué no podía haber muerto ella en un accidente de coche y no Eddie? Era un deseo infantil, por supuesto, pero le habría parecido mucho más justo.
Desayunó y, mientras bebía el segundo té acompañado de unas tostadas, escribió un largo correo al doctor José Cardosa, jefe del departamento de investigación medioambiental de la Universidad de Brasilia y un buen amigo. En la misiva, Sarah no entró en detalles; le comentó que la situación había resultado ser más compleja de lo que había creído en un principio y le confesó que se estaba planteando alargar su estancia en Oxford. Dado que José era sumamente eficiente y estaba al corriente de todos los entresijos de la universidad, Sarah se atrevió a preguntarle qué opinaba él de las excedencias, si eran posibles o si, de lo contrario, equivalían a un suicido profesional. Se despidió con un abrazo y le dio a la tecla de enviar aguantando la respiración. Después, se terminó una de las dos tostadas para recuperar fuerzas y escribió a su amiga Adriana. Empezó el correo pidiéndole perdón por no llamarla y puso como excusa la diferencia horaria, a pesar de que sabía que estaba mintiendo. Las líneas que le escribió a Adriana eran más personales, aunque tampoco a ella le contó lo que le estaba sucediendo. Pero sentía la necesidad de no repetir el error que había cometido años atrás cuando cortó sin motivo los lazos de amistad con Georgia y Haley. Se despidió con un beso y con la promesa de llamarla muy pronto.
Esta vez se obligaría a cumplirla.
Fue a pie al jardín botánico. Podía seguir varias rutas para llegar: una pasaba por delante de la Bodleiana y la otra por Christ Church. Eligió la de la Bodleiana; la cúpula de la biblioteca siempre le había gustado y cuando pasase por delante pensaría en la abuela, en las flores, en su padre y también en el profesor Liam Soto. En la ruta que transcurría por Christ Church, el profesor Soto no aparecería. Liam también formaba parte del pasado y del presente de la historia de su familia, había quedado enredado en ella casi sin querer al entablar amistad con Eddie Morgan mientras Sarah vivía en Brasil. Un hombre con un corazón herido y con unos recuerdos perdidos que solo ella tenía guardados.
La vida de Liam se había entrelazado con la de Sarah despacio. Al principio había sido amor, pero el destino y su propia estupidez se lo habían arrebatado de las manos. Liam había estado a punto de morir y ella, sin saberlo, había empezado de cero lejos de allí. Se abandonaron el uno al otro. Ella sabía de plantas y de flores, y él era un experto en Jane Eyre, el mejor del mundo probablemente. Si existía alguien que pudiese ayudarla a averiguar la relación que existía entre Jane Eyre, las flores, Sylvia y la muerte de Eddie, era Liam. Pero Sarah no sabía cómo pedirle ayuda de nuevo o si podía hacerlo después de cómo la había mirado ese último día.
Había discutido con él en público.
Se habían besado en privado.
Y si él no hubiese hecho aquel comentario hiriente, esos besos habrían llegado mucho más lejos.
Ahora Sarah se alegraba de que no hubiese sido así, pero había elegido pasar por la Bodleiana porque Liam había vuelto a meterse en su cabeza (y en otro lugar mucho más complicado).
La gran torre del Magdalen la saludó entre las nubes. Esa mañana no llovía y el sol se había atrevido a aparecer en el cielo. Sarah sonrió al ver la silueta puntiaguda. Cuando de pequeña visitaba el jardín botánico con su padre, se sentía como Alicia en el país de las maravillas, y cuando él le contó que Lewis Carroll se había inspirado en ese lugar para escribir su novela, Sarah descubrió un motivo más por el que las plantas y las flores eran mágicas: habían llevado a un profesor de matemáticas a escribir uno de sus libros preferidos.
Giró hacia la derecha y se dirigió hacia la parte colindante a Rose Lane; allí estaba el edificio en el que su padre y otros botánicos o investigadores autorizados tenían los despachos. Sarah esquivó el río Cherwell y el embarcadero; no quería llegar más nerviosa de lo necesario y si pasaba por allí recordaría el beso que Liam le había dado frente a las barcas.
La puerta del edificio administrativo estaba cerrada, así que sacó el manojo de llaves del bolsillo y tanteó unas cuantas hasta dar con la correcta. Le había extrañado un poco que ningún representante del jardín botánico se hubiese puesto en contacto con ella para recuperar esas llaves, pero supuso que se debía a que no las necesitaban o a que sencillamente no habían reparado en ese detalle. Llegó a la puerta del despacho de su padre y buscó la segunda llave. Acertó al tercer intento; la puerta chirrió y el olor a humedad le golpeó la nariz. Estornudó y tuvo que apartarse porque se conocía y sabía que no iba a limitarse a un solo estornudo.
En el pasillo, observó a ambos lados y vio que por la derecha se acercaba una señora con falda de tweed, rebeca marrón chocolate y gafas en la punta de la nariz. Sarah parpadeó dos veces; la desconocida era tan perfecta que no podía ser real.
—Disculpe, señorita, ¿qué hace aquí?
—Buenos días. —Los buenos modales siempre ayudaban en esas circunstancias, especialmente con personajes que parecían anclados en siglos anteriores—. Soy Sarah Morgan, la hija del profesor Morgan. He venido a recoger sus cosas.
—Oh. —La señora se puso bien la chaqueta. Solo la llevaba apoyada en los hombros y los dos extremos del cuello de la prenda estaban unidos por una delicada cadena dorada—. Lamento mucho su pérdida.
—Gracias.
—Llamé a la universidad y me dijeron que vendría alguien a buscar las cosas del profesor.
—¿Y ya han venido? —preguntó Sarah alarmada porque ella aún no había entrado en el despacho.
—No —suspiró molesta—, iba a llamar de nuevo en unos días. Discúlpeme, no me he presentado. Soy Mara Ellis, superviso las cuestiones no botánicas del jardín. —Le tendió la mano y Sarah la aceptó.
—Es un cargo curioso, señora Ellis.
Ella le sonrió, aunque entrecerró los ojos para seguir aparentando seriedad.
—Es mejor que decir que soy la encargada de que estos edificios no se queden sin luz, o la que se preocupa de recaudar dinero. Lo siento, señorita Morgan, no quiero importunarla con mis asuntos.
—Llámeme Sarah, y no me está importunando, señora Ellis. ¿Conoció usted a mi padre?
—No demasiado, lo siento. Pero siempre que hablaba con él acababa presumiendo de usted. Me contó que daba clases en la Universidad de Brasilia.
—Cierto.
—Ahora podría dar clases aquí. Seguro que en Oxford la recibirán con los brazos abiertos.
Sarah desvió la mirada hacia la puerta del despacho del profesor. Ahora que la tenía tan cerca, le daba miedo cruzarla.
—No creo. Además, aún no sé qué voy a hacer.
—Bueno, no se precipite. Su padre acaba de morir y me imagino que necesitará un tiempo para recuperarse. No voy a decirle que el profesor Morgan y yo éramos amigos porque sería mentira, pero era un buen hombre y lamenté mucho su accidente.
—Gracias. —La inesperada sinceridad de la señora Ellis le cerró la garganta unos segundos.
—Sus cosas están tal y como él las dejó. Hay unas cajas de cartón en el suelo, por si quiere utilizarlas. Las puse allí por si aparecía alguien a recogerlas mientras yo no estaba. —Metió una mano en el bolsillo de la falda y sacó una tarjeta—. Tome, este es mi número. Si necesita algo no dude en llamarme —añadió con eficiencia—. La dejaré a solas. Cierre sin más al salir y deje la llave dentro, encima de la mesa.
La señora Ellis giró sobre sus talones y Sarah vio el moño que completaba su atuendo.
—Señora Ellis, espere.
La mujer se detuvo y dio media vuelta, pero no se movió de donde estaba.
—¿Sí?
—Mi padre… —se humedeció los labios—. ¿Tenía amigos aquí en el jardín? ¿Sabe si estaba trabajando en algún proyecto con alguien?
Ellis bajó una ceja hasta que tocó el principio de la nariz.
—Me temo que, exceptuando a su padre, los profesores o alumnos que utilizan nuestras instalaciones solo las requieren durante un breve y limitado periodo de tiempo. Aun así, recuerdo que vi a su padre en tres o cuatro ocasiones acompañado de otro profesor universitario.
—¿Sabe su nombre?
—Claro —sonrió—, todo Oxford lo sabe, es nuestra estrella. Tal vez usted no lo conozca, al fin y al cabo ha estado fuera mucho tiempo, se llama…
—Liam Soto.
—El mismo.
—¿Nadie más?
—No que yo sepa, pero no estoy pendiente de las idas y venidas de nadie, así que es posible que su padre charlase en alguna ocasión con alguien más. Quédese tanto como quiera, Sarah. Ha sido un placer conocerla y tutéame, por favor.
—Gracias, Mara.
La mujer le sonrió, se colocó bien las mangas de la chaqueta y volvió a alejarse.
Sarah no pudo retrasarlo más y entró en el despacho.
Lo primero que hizo fue abrir la ventana y echar fuera la humedad que quedaba. En su lugar se coló el frío, pero era preferible. El escritorio tenía polvo y unas motas se levantaron con el viento y bailaron en un halo de luz. Sarah apartó la silla y se sentó, notó el abrazo de su padre y aguantó la respiración para retenerlo.
Los papeles que había desordenados encima de la mesa no parecían especiales: anotaciones de las asignaturas que estaba impartiendo en la universidad, artículos que quería repasar o escribir y listas de tiendas de garajes de segunda mano o de coleccionistas donde podía comprar piezas para el Aston Martin. Sarah los apiló y los colocó con cuidado en la base de una de las cajas que la señora Ellis le había mencionado. En ese despacho, el profesor no tenía ninguna fotografía, pero sí un absurdo jarrón que Sarah le había hecho en el colegio cuando tenía cinco años. Era inestable y estaba descantillado y lleno de lápices. Lo acarició con un dedo y lo trasladó a la caja de inmediato para no llorar.
El escritorio tenía tres cajones: uno central, más largo, y dos más pequeños en los laterales. Los tres estaban cerrados con llave. Sarah buscó de nuevo el manojo que había resultado ser inacabable y descartó de entrada las llaves de gran tamaño. Primero las probaría todas en el cajón central y después seguiría con los extremos.
Lo abrió; el clic le arrancó un suspiro y tiró del aro de metal con delicadeza. En el jardín botánico, a diferencia de la universidad, todo requería suavidad, lentitud y paciencia. Igual que con las flores. El interior estaba ligeramente desierto, solo había una carpeta de cartulina amarilla que Sarah extrajo y abrió aguantando la respiración.
—Los papeles del divorcio —susurró.
Leyó los datos con prisa, sin prestar atención, pero al llegar al final del documento se detuvo en la firma de Mary. No parecía haber vacilado ni un segundo. Cerró la carpeta y soltó despacio el aire mientras la colocaba también en la caja. Guardaría los papeles a buen recaudo; no tenía ni idea de si tendría que presentarlos algún día en alguna parte, quizá cuando vendiera la casa. Sarah no iba a ponerse en contacto con Mary, lo había decidido hacía tiempo, y allí, en esa silla en medio de aquel despacho repleto de polvo, comprendió que ya no sentía la menor necesidad de hacerlo.
En el cajón de la izquierda había retales de periódicos y artículos recortados de revistas, sujetos por un sencillo clip de metal. Los cogió y al leer el primero notó una corriente de aire besándole la nuca.
«GIDEON CAMBRAY HOSPITALIZADO DE URGENCIA TRAS SUFRIR UNA EMBOLIA EN SU DOMICILIO PARTICULAR.»
Ya conocía la noticia, pero la fotografía adjunta le robó el pulso. Aunque no era muy nítida, en ella se veía una ambulancia con las puertas traseras abiertas y una camilla con un hombre encima al que no se le veía el rostro.
El resto de artículos también estaban relacionados de un modo u otro con Gideon Cambray y su estado de salud; quizá por eso el que más captó la atención de Sarah fue el que había publicado The Economist dos meses atrás sobre Milton Pharmaceutical. Lo leería con calma en casa, pero el titular le había resultado de lo más inquietante.
«La delicada situación de Milton Pharmaceutical: Sam Cambray no consigue obtener la mayoría para presidir la empresa sin su tío. Una guerra de poder que puede tener consecuencias muy negativas para las acciones de esta empresa justo cuando vuelven a circular rumores sobre el extraño testamento de Gideon Cambray.»
El profesor Morgan era como su hija, desconocía los entresijos del mercado bursátil y prefería tener los ahorros en un banco o gastárselos en un viaje. Si Eddie Morgan había recortado y guardado esa noticia de economía, no era por casualidad. Sarah recuperó el bolso que había colgado en el antebrazo de la silla y guardó esos recortes en el interior.
Quedaba un cajón y apenas dos llaves. Deslizó la primera por el cerrojo y aguantó la respiración. Giró. Había un cuaderno amarillo con rayas azules, como los que ella utilizaba en la universidad. En la caligrafía de su padre leyó:
—Sarah.
Su nombre garabateado dentro de un círculo que había reseguido cientos de veces. Debajo, una breve lista de nombres de flores en latín ya tachados. Esas eran las flores que había encontrado el profesor y que había entregado a Sylvia, igual que había hecho ella, para que las guardase en su cuaderno. Después, dos preguntas, las mismas que se hacía Sarah:
¿Cuántas flores quedan? ¿Por qué?
Y al final otro nombre y otra pregunta que consiguieron que el cuaderno cayese de sus manos.
¿Qué relación tiene Liam con los Cambray?
Sonó el móvil. El timbre gritó en medio de aquel silencio y Sarah se llevó una mano al pecho para aminorar los latidos. Era Rob Long. Contestó para obligarse a serenarse.
—Hola, Rob.
—Hola, Sarah, solo llamaba para recordarte nuestra cita de hoy. Pasaré a las siete. Te traigo muy buenas noticias.
—Estaré lista. —Le costaba comprender las palabras. Su mente seguía aturdida por haber encontrado el nombre de Liam en ese cuaderno.
—Perfecto, nos vemos más tarde, Sarah.
—Hasta luego, Rob.