41
Liam había impartido las dos clases que tenía programadas para aquel día. No habían sido las mejores, pero tampoco las peores. Analizar el comportamiento de Jane Eyre cuando apenas unas horas antes le había contado a Sarah esa parte tan oscura de su vida no le había resultado nada fácil, pero había salido adelante. Al terminar las clases habría podido irse a casa, pero visitó la Bodleiana y consultó unos archivos que no le había mencionado a Sarah.
No era que hubiese pretendido ocultárselo, sino que hasta el momento no había considerado esa posibilidad. Se trataba del archivo de libros que habían sido donados a la biblioteca o a la universidad por benefactores anónimos. En la actualidad no solían aceptarse tales donaciones: la adquisición de ejemplares modernos estaba más que estandarizada y la de libros antiguos tenía que seguir un estricto procedimiento del Gobierno. Pero hubo una época en la que no había sido así y seguro que Gideon Cambray lo sabía; al fin y al cabo, él había ejercido de profesor en esa misma universidad durante años.
Liam entró en la biblioteca y se dirigió al mostrador, donde uno de los bibliotecarios más jóvenes le atendió. Era un estudiante de postgrado que trabajaba allí mientras cursaba el doctorado, no tenía especial interés en la literatura y, aunque conocía a Liam por su reputación, no era alumno suyo. El joven atendió la petición del profesor Soto sin inmutarse y sin preguntarle por qué necesitaba esa información. En otras circunstancias, a Liam probablemente le habría preocupado ese comportamiento tan relajado, se suponía que esa información era confidencial, pero dado que en ese momento le benefició, lo dejó pasar.
Tal como había supuesto, Gideon Cambray había donado más de cien libros a la universidad. Había sido muy listo, eso tenía que reconocérselo, porque disimulados entre tratados de química y de biología había más de treinta ejemplares de Jane Eyre.
Liam tenía el presentimiento de que si consultaba quién había pedido en préstamo esos libros, encontraría en todos ellos el nombre de Currer Bell.
Se llevó la lista de libros donados por Cambray a casa y durante el camino se preguntó si debía dársela a Sarah. Enseñársela solo serviría para aumentar sus ganas de quedarse, pero ocultársela sería hacer mayor su traición.
La guardó en el bolsillo interior de la americana y pospuso la toma de la decisión. No la vería hasta el día siguiente y quizá para entonces se le hubiera ocurrido algo.
Estaba en la cocina, acababa de servirse un vaso de agua y resistiría como hacía siempre el impulso de tomarse una aspirina. Sentía escalofríos cada vez que tenía que medicarse y lo rehuía tanto como podía. En vez de eso, leería la sección de deportes del periódico. No quería pensar en nada más complejo que el último fichaje de la temporada o por qué su equipo se empeñaba en perder.
Oyó que llamaban a la puerta y se planteó no abrir, pero insistieron y no tuvo más remedio que alejarse del Oxford United e ir a ver quién era.
No estaba preparado para ver a Sarah ni para lo que ella le dijo.
—Te quería mucho, Liam. Y tú a mí.
Tuvo que sujetarse a la puerta.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Quiero contarte lo que sucedió entre nosotros.
—No es necesario.
—¿Por qué no quieres saberlo? ¿De verdad prefieres olvidarlo para siempre y no poder recordarlo nunca más como le sucede ahora a Sylvia con Gideon?
Liam se apartó de la puerta y fue a la cocina. Iba a ceder a la tentación de servirse un whisky. No llegó ni siquiera a acercarse a la botella porque Sarah lo detuvo a mitad del pasillo con unas palabras.
—Tengo pecas en la espalda y te encantaba contármelas y besármelas. Las llamabas tu constelación.
—Maldita sea.
«Una constelación va del omoplato a la cuarta vértebra.»
No podía recordar, jamás se perdonaría haber contribuido a la muerte de Eddie si lo hacía. Una cosa era haber traicionado a un buen amigo y otra haber traicionado a la única mujer que a todas luces había amado con locura.
—Nos pasábamos horas hablando, lo sabías todo de mí. Y yo de ti.
—Te fuiste y no apareciste. —Liam se derrumbó. No pudo más, tenía que saberlo y tenía que sacar de dentro todo el dolor que sentía—. No apareciste. Dudo mucho que significáramos tanto el uno para el otro.
—Me equivoqué, ahora lo sé, y no solo contigo. Mi única excusa es que después de enterarme de lo de mi madre me asusté y dejé de arriesgarme. No sabía quién era, no confiaba en nadie. Tú no me habías llamado y pensé que ya no te importaba. Tenía dieciocho años y estaba enamorada. No sabía amar.
—Claro que sabías —dijo Liam entre dientes y los dos se miraron a los ojos.
Esa frase era del pasado, ambos lo sabían; él la tenía tan dentro que no la había olvidado.
Liam se dio media vuelta despacio. No podía precipitarse. Tenía que proteger a Sarah a toda costa, incluso si para ello tenía que arrancarse la vida que le quedaba.
—¿Por qué? —le preguntó él entonces—. ¿Por qué pensaste eso? ¿No te bastaba conmigo, con saber que me amabas a mí y yo a ti? —Seguía sin recordar los detalles, pero el amor sí lo recordaba. Nunca lo había olvidado.
—No lo sé, maldita sea. Mi madre no era mi madre, mi padre me había mentido y tú estabas fuera y no habías vuelto a tiempo. Elige la respuesta que quieras. Estaba hecha una mierda y cometí un error. Pero sé con absoluta certeza que estaba enamorada de ti.
—Entonces, si tan enamorada estabas, ¿por qué no me llamaste ni siquiera una vez?
Sarah se acercó adonde él seguía sin moverse.
—Las semanas anteriores a tu infarto y a mi discusión con mi padre, tenías muchos exámenes y entrenabas a todas horas. Teníais una competición de remo muy importante.
—Lo sé, cuando desperté me lo dijeron.
—Apenas te veía y había una chica… Dios, ahora no recuerdo cómo se llamaba, pero había una chica que aparecía en todas partes. Estudiaba contigo no sé cuántas asignaturas y te vitoreaba en los entrenos a los que yo tenía que asistir a escondidas y fingir que no te conocía. En cambio ella te abrazaba cuando ganabas.
—Se llamaba Ruth Linola. Ella sí que vino a verme al hospital y mis compañeros de remo me hablaron de ella.
—Hizo algo más que ir a verte al hospital —adivinó Sarah furiosa, reviviendo los antiguos celos.
—No puedes culparme de eso. Joder. Ni siquiera sé por qué me siento culpable. Maldita sea, Sarah, termina de una vez.
—Discutíamos por su culpa, por culpa de Ruth. Mantener nuestra relación en secreto no ayudaba y tú siempre estabas ocupado. Pero el fin de semana anterior a tu infarto nos fuimos solos a Whytam.
—Ese bosque siempre me ha producido una sensación extraña —aportó Liam—. Creía haber estado allí, pero nadie podía confirmármelo. Dios santo, todo esto es una locura.
—Estuviste. Conmigo. Estuvimos juntos; allí me dijiste que me amabas, nunca antes me lo habías dicho de esa manera. Volvimos a Oxford el lunes y tuvimos que seguir escondiéndonos, insististe en que podía perjudicarme a mí y a mi padre. El viernes me dieron la noticia de que había ganado la beca para Brasilia y fui a buscarte; no lo pensé, sencillamente fui a buscarte. No te encontré, pero sí estaba Ruth con dos de sus amigas hablando de ti en la cafetería. Ellas no me vieron, se estaban riendo de mí. No sé cómo, pero se habían enterado de lo nuestro. Decían que era imposible que te conformases con una torpe inexperta antes que con ella y que probablemente solo me estabas utilizando como ese chico que robó los exámenes de un profesor acostándose con su hija.
—Las creíste.
—No, no las creí —afirmó Sarah rotunda—, pero me hizo daño. Cuando discutí con mi padre y me fui de casa me detuve en la cabaña donde guardabas los remos para dejarte una carta donde te lo explicaba todo. Pensé que irías allí a buscarme; era donde solíamos reunirnos para estar juntos. Di por hecho que encontrarías la carta y que te pondrías en contacto conmigo. Pero cuando no apareciste en el aeropuerto ni me llamaste —se encogió de hombros— pensé que Ruth estaba en lo cierto.
—¿Lo eras?
—¿El qué?
—Inexperta.
Sarah no tenía edad para sentir vergüenza y menos por ese tema, pero la mirada de él lo consiguió.
—¿Por qué quieres saberlo? Ya no tiene importancia.
Él la miró y apretó los dientes. Tenía los ojos enrojecidos por la rabia y un sinfín de emociones más.
—Quiero saberlo porque a lo largo de estos últimos cinco años, cuando por algún jodido milagro tengo una noche sin pesadillas, sueño que estoy con una chica en una cabaña, tumbados en unas mantas, besándonos. Es un infierno, prefiero las pesadillas; de esas jamás me ha dolido despertarme. Así que sí tiene importancia. Dímelo, ¿fui el primer hombre con el que te acostaste?
—Sí.
—Maldita sea. —Odiaba haberlo olvidado. Odiaba que ella le estuviese obligando a recordarlo—. ¿Y Ruth lo sabía, sabía que tú existías?
—Sí. Supongo que nos vio un día en el bosque o en alguna parte. Ya te he dicho que las oí, a ella y a sus amigas, burlándose de mí.
Liam sintió arcadas. Tal como había adivinado Sarah, se había acostado con Ruth al poco tiempo de salir del hospital. El muy idiota había llegado a preguntarle por la chica del río; no con esas palabras, pero le había preguntado si le había visto alguna vez con una chica. Ruth le dijo que no.
—¿Por qué me lo cuentas ahora?
—Porque he visto los ojos de mi abuela al hablar de Gideon. Es peor no recordar, Liam.
—¿Cómo sé que no me estás mintiendo?
—Porque nuestras vidas no se han separado. Si lo nuestro no hubiese sido de verdad, no se habrían vuelto a cruzar. Tal vez no quieras reconocerlo, pero lo sientes cuando estamos juntos… cuando nos besamos…
—Ya he accedido a ayudarte. Voy a llevarte a la fiesta de Milton Manor, no hace falta que me convenzas con la historia de un amor que, por un motivo u otro, ninguno de los dos recuerda.
A Sarah se le anudó la garganta.
—Yo la recuerdo, jamás podré olvidarla. Ahora que te he contado lo que pasó puedes hacer lo que quieras, estás en tu derecho. No espero nada a cambio, sé que ya no estás enamorado de mí y que es imposible que vuelvas a estarlo. Lo único que quiero, Liam, es que seas feliz. Sencillamente he pensado que te merecías tener la opción de recordar. No quiero que te la arrebaten como a mi abuela. —Se dio media vuelta para dirigirse hacia la puerta, pero tras dos pasos se detuvo y volvió a girarse—. Los sentimientos que tuviste por mí no puedo devolvértelos, pero me imagino que creaste a la chica del río con ellos. Ahora que tienes los hechos quizá también puedas despedirte de ella para siempre.
Él siguió inmóvil y ella no quería seguir presenciando esa frialdad e indiferencia. Lo mejor que podía hacer era irse cuanto antes.
Llegó a la puerta, pero antes de que su mano alcanzase el picaporte, Liam la cogió por los hombros y le dio media vuelta.
La besó, un beso tras otro.
—Tendrías que haberte ido, Sarah. —La miró a los ojos, se rindió frente a ellos—. Ahora no podré soltarte.
La volvió a besar; no podía controlarse. La fuerza con la que Sarah le había hablado, la valentía con la que había reconocido sus miedos y le había dicho que quería que fuese feliz, le había dejado sin habla. Ella era una idiota si de verdad creía que era imposible que volviese a enamorarse de ella. Liam quizá no recordaría jamás qué había sentido años atrás, pero la mujer que tenía ahora delante le robaba el aliento con su fuerza. La deseaba, sí, probablemente su cuerpo había sido el primero en reconocerla, pero ahora quería mucho más. Quería saberlo todo de ella, quería redescubrir esas pecas que se habían insinuado en su memoria. Quería oírla gemir de verdad, no solo en sus sueños o en sus fantasías, quería saber si el sabor de su piel era el mismo que encontraba casi a diario en sus labios cuando se despertaba después de haberse pasado toda la noche buscándola.
La levantó en brazos y la llevó al dormitorio. Sarah le besó el cuello mientras Liam subía la escalera. Quería decirle que nunca había llevado allí a ninguna mujer, que eso que estaba sucediendo entre los dos tenía significado, pero no pudo. Liam no podía pensar en nada que no fuese Sarah, por fin notaba que su corazón latía sin dolor. Sus latidos siempre habían arrastrado con ellos un lastre, un vacío; Sarah lo llenaba, hacía que el corazón de Liam fuese de verdad y no una pieza de metal. La depositó en el suelo y empezó a desnudarla mientras en su mente pronunciaba todo lo que no se atrevía a decirle.
«Creo que te quiero. Sé que lo mejor de mí se enamoró de ti hace tiempo y lamento haberlo estropeado. Lamento haberme estropeado. No soy el Liam que recuerdas, él murió en el río. Dame una oportunidad a mí, por favor. Dámela, por favor.»
Le temblaban las manos, se sentía torpe e inseguro y al mismo tiempo jamás había estado tan excitado. Las mujeres nunca habían significado nada para él y siempre había dado por hecho que su apatía era culpa del alcohol, incluso después de dejar de beber. Sonrió; qué equivocado había estado. Ahora mismo le quemaba la piel y le costaba respirar por culpa del deseo que circulaba por su cuerpo. Si alguien intentaba apartarlo de Sarah… No, ahora, en ese instante, nadie iba a apartarlo de ella. Ni siquiera él mismo. La besó, buscó el aliento de Sarah para calmarse y dejó que ella lo desnudase. Él no se veía capaz de quitarse la ropa sin arrancársela.
Sarah intentó tocarle la cicatriz que escondía el DAI y Liam se lo impidió. Nada de aquello tenía cabida en ese dormitorio, en las pieles que se reencontraban, en los besos que no terminaban. Él tendría que haber dejado que ella se fuera. Ella tendría que haber dejado que él siguiera sin saber la verdad.
—Liam —suspiró ella acariciándole el torso. Él le había apartado la mano del corazón y se conformó con apoyarla en el esternón.
—Dios mío, Sarah —farfulló Liam tumbándola en la cama. Los dos estaban desnudos, sus cuerpos se enredaban, encajaban. La sensación de estar con ella, con ella, le sacudió las entrañas y se instaló en su corazón—. No puedo más. Llevo días soñando con esto, contigo. Yo…
No podía terminar. No había palabras para explicarle lo que le estaba pasando. «Sé que eres tú. Eres tú. No me dejes. No vuelvas a abandonarme. Dame una oportunidad.»
—Yo también —confesó ella—. Tenía miedo de que ya no me…
Él no la dejó terminar: agachó la cabeza y la besó como solo la había besado a ella. No había mentido al decir que no podía detenerse. Su cuerpo le pedía que buscase la manera de fundirse con el de Sarah para no volver a perderla. Tenía las manos apoyadas en la cama a ambos lados de la cabeza de ella y los brazos le temblaban.
—Liam… amor mío —susurró Sarah.
Liam perdió el control, todo el control que había necesitado para sobrevivir esos años sin ella. Lo perdió y se rompió en mil pedazos que solo Sarah sería capaz de reconstruir. Antes había sentido lujuria, pero cualquier cosa que hubiese hecho con otra mujer era ridícula comparada con lo que estaba haciendo con Sarah. Estaba a punto de correrse y ni siquiera se había movido.
—Maldita sea, Sarah, no te muevas —le pidió—. No te muevas. Por favor.
Sarah notó que le escocían los ojos; Liam parecía estar sufriendo y no podía soportarlo. Necesitaba tocarle, acariciarle, besarle. Intentó quedarse quieta. Se habían desnudado muy rápido, pero ahora tenían que ir despacio. Necesitaban reencontrarse, sus cuerpos necesitaban unos segundos para asimilar que por fin podían dejar de sufrir.
—¿Puedo tocarte? —le pidió con la voz ronca—. Liam, necesito tocarte. Por favor. Abre los ojos.
Él los abrió. Los había cerrado en un intento de contener algo, lo que fuera, de bloquear alguna sensación, porque al estar dentro de Sarah había creído morir.
—Sarah, yo… —respiró entre dientes. El corazón se le aceleró y notó que su cuerpo temblaba porque no sabía qué hacer con lo que estaba sintiendo—. Nunca… Joder. Odio haberte olvidado. Lo odio. Lo odio.
—Shh, tranquilo. —Sarah levantó una mano y le acarició el rostro, pero Liam lo giró y le mordió el interior de la muñeca. Ella se estremeció, pero siguió hablándole—. Puede que sí, puede que hayas olvidado cómo bebo el café o qué película vimos en nuestra primera cita. Pero…
—No, Sarah. Joder. —Liam movió las caderas y los dos tuvieron que cerrar los ojos un instante—. ¿Cómo puedo haberme olvidado de esto?
Él tensó la espalda y ella colocó la mano encima de la cicatriz que Liam antes le había impedido tocar.
—Estoy aquí. Aquí dentro.
Liam volvió a abrir los ojos. «Jamás he tenido tanto miedo.»
—Lo siento —gimió él—. Lo siento tanto. Te deseo, necesito moverme. No puedo pensar. Maldita sea. Me estoy muriendo. Nunca… —Movió las caderas frenético—. Nunca. Nunca había sentido algo así. Joder.
—Liam.
El cambio de él, que perdiera el control de ese modo tan primitivo, la emocionó más de lo que podía asimilar en ese instante. El frío y contenido profesor Soto se estaba desmoronando en sus brazos y solo quedaba Liam.
—No quiero que esto acabe —farfulló besándola—. No puede acabar nunca. Dime que no acabará nunca.
—No acabará nunca, Liam.
Liam la besó y, cuando Sarah empezó a temblar debajo de él al alcanzar el clímax, él se precipitó hacia algo que no parecía tener fin. Su cuerpo tembló, arqueó la espalda y rugió. Gritó el nombre de ella y durante un doloroso segundo se odió de verdad por haber olvidado todas las veces que la había besado antes.
Sintió celos de sí mismo, de ese Liam inocente y perfecto que había conseguido que Sarah se enamorase perdidamente de él. Al Liam de ahora lo deseaba, eso lo sabía, podía sentirlo en los poros de la piel; quizá incluso podían llegar a ser amigos. Pero Sarah jamás se enamoraría del Liam de verdad, del que estaba roto y coleccionaba errores y malas decisiones. Una mujer cualquiera podría conformarse con la fachada de éxito que él ofrecía al mundo, pero Sarah no. Ella se merecía amor de verdad y el de él, aunque Liam estaba dispuesto a ofrecérselo, no le bastaría.
Ese sentimiento le dolió de un modo que hacía mucho tiempo que no experimentaba. Le retorció las entrañas. Sarah tal vez haría las paces con la memoria de su padre y, si tenía suerte, y él se la deseaba, compartiría unos años con su abuela. Pero de él no se enamoraría.
Su cuerpo se negó a asumir esa realidad y no quiso apartarse de ella. El orgasmo seguía reteniéndole en sus garras cuando agachó la cabeza y empezó a besarla con toda la ternura que tenía dentro. Le daría todos los besos que no le había dado, lograría que ella, cuando le recordase, pensase en él de verdad, no en ese chico de veintitrés años del que se enamoró antes.
—Quiero besarte —le susurró al oído.
Los dos estaban sudados, sus cuerpos resbalaban. Ella le acariciaba la espalda y temblaba debajo de él.
—Bésame —le dijo Sarah y a Liam se le puso la piel de gallina.
—Quiero tocarte.
Deslizó una mano entre los dos y le acarició los pechos. Ahora no podía salir de ella, haría falta que la tierra se abriese para separarlos, y quizá ni así lo haría, pero cuando fuera capaz se tumbaría a su lado y le recorrería todo el cuerpo.
—Tócame.
Liam empezó a mover las caderas más rápido, buscó todas y cada una de las reacciones de Sarah. Quería saberlo todo y quería sentirlas tantas veces que no pudiese olvidarlas aunque sufriese mil infartos. Se movió despacio, esperó a que ella se estremeciera y entonces le mordió el cuello.
—Liam…
—Dios mío, Sarah.
Ella levantó una pierna y, cuando dobló la rodilla y Liam sintió que le rodeaba por la cintura, se movió hacia delante con lentitud. Notó que el interior del cuerpo de Sarah se adaptaba a él, que intentaba retenerle. Empezó a temblar, sintió que por fin estaba donde tenía que estar y su mundo estalló. No podía perderla, no podía volver a vivir sin ella. El orgasmo fue doloroso, el cuerpo de Liam buscaba desesperado cualquier manera de aferrarse al de Sarah. Ella también se estremeció, le hundió las uñas en la espalda y le besó con pasión y tanta ternura que Liam estuvo a punto de llorar.
Al terminar, Liam salió con cuidado de dentro de Sarah, pero no se levantó ni salió de la cama. Tenía los instintos a flor de piel y no se sentía capaz de alejarse de ella. La rodeó con un brazo y, sin cuestionarse qué estaba haciendo, la besó tanto como pudo y le pidió que se quedase a su lado.
—Quédate, Sarah.
Ella lo miró, le apartó un mechón de pelo de la frente y le dio un beso. Después, apoyó la cabeza en el torso de él y se durmió.
Cuando Liam despertó horas más tardes, se llevó instintivamente la mano a la cicatriz del DAI. El corazón le latía tan rápido que sentía la piel tirante, igual que cuando sufría pesadillas. O cuando años atrás se había excedido con las pastillas o con el alcohol. El doctor le había asegurado que se trataba de una reacción psicológica, pero Liam había desarrollado el tic de tocarse la herida e intentar así tranquilizarse. Estaba solo en la cama, Sarah no se había quedado. Iba a apartar las sábanas y a ducharse, a mirarse al espejo y a recordarse que si sentía algún dolor era únicamente culpa suya.
Pero entonces la oyó.
Giró la cabeza hacia la ventana del dormitorio y encontró a Sarah sentada en una butaca de piel marrón oscuro que tenía allí. A menudo la utilizaba para leer, pero principalmente apoyaba en ella la americana que había llevado el día anterior. La ropa de los dos seguía en el suelo, testimonio mudo de las prisas y del deseo que habían sentido sus propietarios. Sarah no había encendido ninguna luz, detalle que le encogió el estómago pues era tierno y cariñoso, e inesperado. Solo había apartado la cortina para que la luz de la calle la iluminase, pero era imposible que pudiese leer el libro que sujetaba en la mano. Había cubierto su desnudez con la camisa de él, gesto también inexplicable y que Liam temió que bastase para detenerle el corazón.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó con la voz ronca por el sueño y los gritos de antes.
Sarah levantó la cabeza y le sonrió.
—Quería leer un rato. —Levantó el libro: era el que él había escrito. El otro día Liam lo había ojeado para torturarse y se había olvidado el ejemplar en la repisa de la ventana, donde ella debía de haberlo encontrado—. No quería despertarte, lo siento.
La imagen de Sarah allí despeinada, con las piernas iluminadas por la luz de la luna, los ojos ocultos en las sombras, la sonrisa a media luz y el perfume de su piel en el dormitorio fue una crueldad. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, Liam ya estaba frente a ella. Se arrodilló.
—Quiero besarte —repitió lo que le había dicho antes.
Sarah no pudo decir nada; ver a Liam arrodillado delante de ella la había dejado sin habla, así que solo asintió.
Liam colocó las manos en los tobillos y las subió despacio por las piernas de Sarah. Parecía hipnotizado observando cómo cada centímetro de la piel de ella iba erizándose.
—Tú recuerdas esto —susurró él. No era un reproche, solo quería que entendiera el dolor que le carcomía por dentro—. Para ti, tú y yo hoy hemos vuelto a hacer el amor —carraspeó. Él, el Liam de ahora, nunca hablaba así.
—No, Liam… No digas eso. —Ella parecía consternada de verdad, pero él no la dejó terminar. Era imposible que Sarah lo entendiese de verdad. A él le había llevado varios años y otro escarceo con la muerte comprenderlo.
Le separó las piernas con cuidado y se colocó en medio. Sarah tembló.
—Tú te acuerdas del día que hicimos el amor por primera vez. —Le lamió una pierna—. Te acuerdas del día que te besé por primera vez. —Le mordió la parte interior de una rodilla—. Te acuerdas del día que te vi desnuda por primera vez. —Acercó el rostro a su entrepierna y respiró profundamente. Ella iba desnuda bajo la camisa.
—Liam. —Sarah llevó las manos al pelo de él y lo acarició.
—Odio a ese Liam —confesó él al fin.
Sarah le tiró del pelo para poder mirarle a la cara.
—Ese Liam eres tú.
—No, eso es lo que no entiendes. Ese Liam no soy yo. Yo no quiero besarte como un niño de veintitrés años que se reúne a escondidas en la caseta de los remos para hacer el amor contigo bajo la luz de unas velas blancas. —Velas blancas; acababa de acordarse de ese detalle y sintió un escalofrío. Sarah también lo sintió y le acarició el rostro. El deseo recorrió el cuerpo de Liam sin darle tregua—. Yo quiero poseerte, quiero meterme dentro de ti, quiero que te olvides de él y que solo me quieras a mí.
—Liam, yo…
No la dejó terminar, hundió el rostro entre sus piernas y empezó a besarla allí, a recorrer esos labios con la lengua, a buscar su sabor por cada rincón. Jamás se había sentido así, como si una bestia salvaje eliminase de su interior cualquier atisbo de educación y lo convirtiese en lo que era: un animal herido que sabía que tarde o temprano recibiría esa herida mortal que se lo llevaría de allí. Y quería irse sabiendo lo que era amar a Sarah. Quería irse sabiéndolo todo de ella.
El sabor del placer de Sarah se quedaría para siempre dentro de él. Cuando lo sintió en sus labios, la sujetó por las caderas hasta el final. Después, cuando su cuerpo se aflojó, la levantó en brazos, se sentó él en la butaca y colocó a Sarah encima. Entró en ella; tuvo que apretar los dientes para no terminar justo en ese instante y temió dejarle la marca de los dedos en la piel de lo fuerte que la sujetó.
—Mírame —le pidió con la voz ronca—. Mírame.
Sarah abrió los ojos. Los tenía brillantes, casi desenfocados por culpa del deseo. Su rostro estaba empapado de sudor y tenía la marca de los dientes en el labio inferior porque se había mordido para no gritar.
—Liam. —Le rodeó el cuello con los brazos y se pegó a él.
—Eso es —gimió él—, di mi nombre. No dejes de decirlo, por favor. Lo necesito, amor. —Le sujetó el rostro y la besó con la misma pasión y el mismo anhelo con que movía las caderas. Llamarla de esa manera le había sacudido el corazón—. Lo necesito, amor mío —repitió—. Necesito que sepas que estás conmigo.
Sarah lo miró a los ojos; en ellos vio que el chico que ella recordaba se había convertido en el impresionante hombre que tenía delante. Liam creía que se trataba de dos personas distintas, pero estaba equivocado. Ella se lo demostraría, pero de momento le daría lo que necesitaba.
—Liam —susurró antes de besarle.
No dejó de decirlo hasta que él empezó a gemir su nombre al alcanzar el orgasmo.
Los besos, sus cuerpos y el silencio fueron los únicos que hablaron hasta que llegó el alba y la noche desapareció.
Sarah despertó sola en la cama. Esa vez, después de que él la encontrase leyendo en el sofá, fue aún más difícil que la anterior porque no podía decir que se había dejado llevar por el deseo o por la intensidad de su discusión. Liam la había mirado a los ojos y había empezado a besarla, sin excusas, sin escudos, sin promesas, excepto ese «amor».
Salió de entre las sábanas y se vistió. Temblaba al entrar en el baño, no se veía capaz de ducharse y de convertir lo que había sucedido entre ellos dos en un encuentro sin importancia. Prefería salir de allí e irse a casa, donde le sería más fácil recomponerse, a que apareciese él y le pidiese que se marchara.
Bajó la escalera; esos escalones le habían parecido eternos el día anterior por la noche, cuando los subió en brazos de Liam mientras él la besaba. Llegó al vestíbulo y si el ruido proveniente de la cocina no la hubiese detenido, probablemente se habría ido. En la mesa que había al lado de la puerta descansaba su bolso y colgado del perchero, el abrigo; Liam lo había recogido y lo había colgado. Fue a su encuentro preparándose para él, aunque el esfuerzo fue en vano porque cuando lo vio ataviado con su habitual camisa, jersey y americana para ir a la universidad, no pudo decir nada. Le había visto así muchas veces, casi todas en realidad, pero ahora sabía qué había debajo, había visto la cicatriz de la operación, los músculos que él había torturado hasta recuperarse del infarto y del coma.
—Buenos días —dijo con voz de mañana, ronca todavía por los besos y los secretos.
Él apartó la mirada del plato de fruta que estaba preparando. Un plato demasiado grande para una persona.
—Buenos días. No sabía si querías dormir un poco más. —Silencio de nuevo, completamente distinto a la pasión que habían compartido en la cama—. Tengo tres clases esta mañana y una después de comer, y ya llego tarde a la primera.
Ninguno de los dos sabía qué hacer, pensó Sarah, y supuso que le tocaba a ella reaccionar. Al fin y al cabo, había sido ella la que había ido a casa de él.
—Iba a irme, pero te he oído y he venido a despedirme.
—¿Ibas a irte?
—Sí. —Soltó el aliento—. He pensado que sería lo mejor.
—¿Lo mejor para quién?
—¿Qué estamos haciendo, Liam? —Sarah se rindió y fue sincera.
—No estoy seguro, pero no hace falta que te vayas. Te he preparado el desayuno.
—¿Me has preparado el desayuno?
Al parecer hacer el amor les había convertido a los dos en cacatúas.
Liam soltó el aliento; Sarah se dio cuenta de que él también estaba nervioso y le sonrió. Liam le devolvió la sonrisa y se secó las manos en un trapo de la cocina.
—Desayuna y quédate aquí tanto como quieras. La fiesta en Milton Manor es a las seis, pasaré a buscarte a las cinco. Se requiere etiqueta.
—Oh, gracias por decírmelo. Miraré qué tengo en la maleta. ¿De verdad no te importa que me quede?
—No, no me importa. Siento tener que irme, me encantaría quedarme aquí contigo. —Rodeó la encimera en la que había estado cortando la fruta y al pasar junto a Sarah se agachó para darle la misma clase de beso que le había dado al abandonar el despacho de la universidad. Ambos habían sido besos completamente distintos a los que habían intercambiado en la cama, más desnudos y quizá honestos.
A Sarah le costó reaccionar; él le causaba ese efecto. Cuando lo logró alzó la voz para preguntarle.
—¿Puedo llevarme tu libro? Me lo compré pero…
—Llévatelo. Puedes llevarte lo que quieras —respondió él desde el pasillo antes de cerrar la puerta e irse.
Sarah se comió la fruta que le había preparado y bebió el té que encontró también listo en una tetera blanca. Después, recogió las cosas y abandonó la casa de Liam con el libro que le había dado permiso para llevarse. «Liam.» Se estremeció al recordar lo que le había dicho cuando se arrodilló frente a ella. Liam tenía razón, él no era el chico que ella recordaba. Ese nuevo Liam primero la había despreciado por lealtad a su amigo; luego le había exigido que le contase quién era, qué sabía de él y qué había sucedido entre los dos, y después se había alejado y parecía empeñado en hacerla regresar a Brasilia, en demostrarle que allí no quedaba nada para ella. Lo de anoche había sido maravilloso y nada le gustaría más a Sarah que creer que eso significaba que las cosas se habían arreglado entre ellos, pero sabía que no era así. Si Liam seguía sin recordarla, y Sarah no tenía ninguna duda de que así era, ¿por qué le había hecho el amor con tanta pasión, con tanto sentimiento? Lo que había sucedido entre ellos no había sido solo sexo. Ella sabía por qué había besado a Liam de ese modo, por qué le había abrazado y por qué había suplicado que sucediese un milagro y él la recordarse. Pero, ¿y él? ¿Por qué la había abrazado como si no pudiera soportar la idea de perderla? ¿Le había hecho el amor a ella o a la chica del río? Le quemaron los ojos al pensarlo. ¿Y si Liam se había estado despidiendo de la chica del río o se había dejado llevar por el olvido y el placer que proporciona el buen sexo incluso con una desconocida? Sarah estaba hecha un desastre, tenía miedo de enamorarse de Liam otra vez y de que a él no le sucediese lo mismo. Pensó en el último beso, en su frase de despedida.
«Puedes llevarte lo que quieras.»
¿Se refería solo a cosas materiales o él también estaba incluido? Quería creer que él había decidido darles una oportunidad, pero si Liam tenía miedo de que ella no supiera que había cambiado, ella tenía miedo de que él en realidad solo estuviese enamorado de la chica del río y la hubiese utilizado como sustituta.
Arrancó el coche y se fue a casa; acabaría volviéndose loca si se quedaba en casa de Liam. Todo le hacía pensar en él.
Sarah no le había contado que había pasado la tarde en Londres ni que había comprobado que Gideon y Sylvia estaban casados. No había encontrado ningún certificado de nulidad ni constancia de ningún divorcio, y estaba segura de que si intentaba buscarlo jamás encontraría el certificado de matrimonio entre Sylvia y Matthew Morgan. Pero de momento iba a quedarse ese secreto y le aterrorizaba preguntarse por qué.