21
La mañana siguiente, Green Meadows parece sacada de una serie con mucho presupuesto de la BBC. La verja está abierta cuando llego con el Rover, la hierba está recién cortada, los árboles lucen majestuosos después de los días de lluvia y el color blanco de la piedra que domina la construcción principal resalta en contraste con el cielo azul.
Tengo muchas ganas de ver a la abuela. Quiero enseñarle las fotografías que encontré en su casa y pedirle que me deje hojear su cuaderno de piel marrón, el que contiene las flores. Seguro que allí hallaré alguna pista más.
Llamo a la puerta de su dormitorio y paso antes de recibir respuesta alguna.
—Buenos días, Sylvia.
Ella también parece alegre esta mañana. Lleva el pelo blanco recogido en un moño en la nuca y los labios ligeramente pintados. Está sentada en su butaca preferida y en la mesilla descansa el cuaderno que me muero de ganas de inspeccionar. La abuela está jugando al solitario con lo que, a juzgar por el grosor, parecen ser dos barajas de cartas.
—Buenos días, Sarah.
—¿Puedo sentarme aquí contigo?
—Claro.
Ocupo la otra butaca y alargo una mano hacia el cuaderno de piel marrón.
—Herbarium —leo el título en voz alta mientras lo abro y aprecio la belleza de las ilustraciones—. ¿Puedo verlo?
—No están todas las flores, aún me faltan —me explica la abuela sin apartar la mirada de las cartas—. Nunca las he encontrado todas. Puedes leerlo, pero ten cuidado.
—¿Todas las ha dibujado Gideon?
—Por supuesto. —La abuela coloca una carta más en una de las filas—. Las dibujaba solo para mí, era nuestro secreto. Pero hubo unos años en los que dejó de hacerlo y después —le tiembla la voz—, después yo dejé de buscarlas. Me olvidé.
—¿Y papá se acordó? —Veo que arruga las cejas como si quisiera retener algo entre ellas—. ¿Eddie te ayudó a buscarlas?
Voy pasando páginas. En todas las flores aparece esa «g» diminuta escondida en alguna parte, pero en una rosa veo algo más, unos números. Retrocedo y busco números en las otras flores o algo que no encaje. Encuentro más números y algún que otro símbolo; están tan escondidos entre los detalles de las flores que no me sorprende no haberlos visto antes. No quiero separar a Sylvia de su Herbarium, así que saco el móvil y fotografío los dibujos. En una flor aparece el número 56, en otra el 78, en otra el 80, en otra el 42. Seguro que si amplío las imágenes podré ver más cosas.
—Sí, a Eddie al principio le costó, pero al final empezó a encontrarlas más rápido.
La abuela se está alterando, está perdiendo aquella calma que tenía cuando he entrado. Hago la última fotografía, cierro el cuaderno, vuelvo a colocarlo cerca de ella y le cojo una mano. El gesto parece tranquilizarla y durante unos minutos nos quedamos observando las cartas.
—¿Puedo enseñarte algo, Sylvia?
—¿Qué es?
—Una fotografía. Ayer estuve en tu casa. El jardín está precioso y comí en un pub en el pueblo, fue muy agradable. —No voy a contarle nada sobre los ladrones que se colaron en la casa. No quiero preocuparla por algo que ya no tiene arreglo.
—¿Ese donde preparan pastel de zanahoria? Eddie me dijo que le encantaba.
Quiero creer que sí, que estuve en el mismo pub que le gustaba a papá, aunque nunca lo sabré con certeza. Busco la fotografía y se la enseño a la abuela.
—Es esta, mira.
He decidido mostrarle solo una; no quiero sobresaltarla más de lo necesario y creo que es mejor para ella ir poco a poco.
Apoyo la fotografía del atractivo desconocido encima de la mesa. Sylvia deja la carta que tenía entre los dedos en uno de los montones y el resto, la baraja que sostenía en la otra mano, cae al suelo. Los ojos de la abuela adquieren un brillo que es una mezcla de tristeza, dolor y recuerdos, y le tiembla la mandíbula.
—¿Dónde…?
—En el secreter de tu dormitorio —adivino la pregunta—. Es un hombre muy interesante.
—Lo es.
Sylvia no es capaz de tocar la fotografía; tal vez tiene miedo de que desaparezca si lo hace. Tiene miedo de que sea una trampa, un cruel engaño de su mente, que lleva años actuando en su contra.
—Puedes tocarla, no pasará nada.
Sylvia me mira aturdida. Mi consejo la ha sobresaltado y veo que he acertado al adivinar los motivos de su miedo.
—¿Estás segura?
—Segura.
Respira hondo y se arma de valor. Creía que lo había perdido todo, pero aún le queda lo más importante. Le queda él. Alarga una mano y acaricia el rostro del hombre antes de capturar la fotografía entre dos dedos y acercársela al pecho.
—Es Gideon, ¿no? —le pregunto en un susurro. Me siento un poco como una intrusa presenciando ese recuerdo tan íntimo.
Sylvia cierra los ojos y una lágrima le resbala por la mejilla derecha.
—Por supuesto que es Gideon. Gracias por traérmelo de vuelta.
Se me cierra la garganta y mis ojos adquieren el mismo brillo que los de Sylvia. Pienso en Liam. En la historia de amor roto de papá y mamá. En la abuela y el abuelo. En la abuela y Gideon.
—De nada —susurro—. ¿Quién era Gideon, abuela?
Sylvia no dice nada durante mucho rato. Primero pienso que no me ha oído y después me asusto: quizá la abuela no puede darme una respuesta. Tiene los párpados cerrados y la fotografía acunada en el pecho.
—¿Gideon ha muerto? ¿Cuándo? —pregunta entonces de repente, con la mirada más desencajada que antes.
¿Cómo puedo haber metido la pata de esta manera? He sido una estúpida.
—No lo sé, abuela —me apresuro a tranquilizarla.
—Gideon no puede haber muerto. Es imposible. Yo lo sabría. —Alarga una mano y coge la mía—. Gideon no ha muerto. Yo lo sabría —repite.
—No sé si ha muerto, abuela —le explico despacio—. No sé quién es Gideon, pero si me ayudas, te prometo que averiguaré qué le ha pasado, ¿de acuerdo? Te prometo que le encontraré.
Sylvia me suelta la mano y gira el rostro hacia la ventana.
—Yo no puedo ayudarte. Ojalá pudiera. —Levanta la cubierta del cuaderno de piel marrón—. Gideon no está muerto. Yo lo sabría, Jane me lo habría dicho.
—¿Jane?
—Jane Eyre.
La habitación da vueltas a mi alrededor y clavo los dedos en los reposabrazos de la butaca para intentar detenerla. La abuela no sabe lo que dice. Voy a ponerme a llorar. No, no es posible, quizá no ha sabido explicarse. Estos días ha estado muy bien. Es normal que diga algo confuso; ver a Gideon la ha emocionado y está alterada. Gideon tiene que ser alguien muy importante para ella a juzgar por cómo acaricia la fotografía. Lo que ha dicho sobre que Jane podría ayudarla ha sido solo un desliz, una forma de hablar.
No, no puedo engañarme. Pero voy a hacerlo de todos modos: voy a confiar en la abuela y en Gideon, a pesar de que no sé nada de él. Alguien de nuestra maldita familia se merece un final un poco feliz.
¿Qué había sucedido con él, con ellos? ¿Qué diablos pinta Jane Eyre en todo esto? ¿Tiene algún significado o ha sido una invención de Sylvia, una confusión creada por la enfermedad?
Me quedo haciéndole compañía mientras ella acaricia la foto. No le pregunto nada más, dejo que Sylvia disfrute del recuerdo que le ha proporcionado la fotografía de Gideon, sea el que sea. Cuando llega la hora de irme, la sonrisa que me dedica la abuela compensa cualquier dificultad que pueda encontrarme a partir de ahora.
Voy a encontrar a Gideon, y si para eso necesito a Jane Eyre, pues también iré a por ella.
De nuevo en el Rover, busco en el móvil y, en cuanto doy con la información precisa, pongo el coche en marcha y me dirijo a la universidad; voy a asistir a la segunda conferencia sobre Jane Eyre del profesor Liam Soto. Se supone que después de la conversación del otro día en casa, y de cómo me dio la espalda en el hotel, al menos seremos capaces de ignorarnos educadamente.
La abuela ha insistido tanto en que si Gideon estuviera muerto, Jane se lo habría dicho, que vale la pena seguir esta pista por rocambolesca que parezca. Después, si sobrevivo al encuentro con Liam, iré de nuevo a la biblioteca. Mientras fotografiaba las flores se me ha ocurrido que tal vez los números que hay escondidos sean una especie de clave. Tal vez sean un código de localización, o números de página, o quizá se correspondan con el sistema de archivo de la Bod… o con un código marciano, lo sé. Sé que es un tiro a ciegas. Pero si las flores de Gideon siempre están escondidas en libros de Jane Eyre, tiene que haber una manera de encontrarlas. Un mapa, por así decirlo.
O tal vez todo esto sean conjeturas sin sentido.
Por culpa de un atasco en la entrada de Oxford llego un poco tarde a la universidad, pero a diferencia de las ocasiones anteriores, esta vez camino decidida por el pasillo. Me detengo frente a la puerta de la sala de conferencias para coger aire y cuando entro compruebo que casi todos los asientos están ocupados. Liam está en la tarima y al verme se detiene a mitad de la frase que estaba pronunciando.
El silencio invade el aula, los ojos de Liam se clavan en los míos y los rostros de los asistentes se giran hacia mí. Aguanto el escrutinio y camino hasta una silla vacía que hay en un extremo de la sexta fila. Liam me sigue con la mirada y compruebo que no le gusta nada verme allí; tengo la sensación que, de haber podido, me habría echado. Bueno, pues el profesor Soto va a tener que aguantarse porque voy a quedarme y a escuchar con mucha atención. Él debe presentirlo porque sin abandonar su mal humor retoma la clase.
—La comparación entre el señor Edward Rochester y el señor John Rivers va mucho más allá de lo físico, aunque sin duda es evidente que la señora Brontë quería tentar al lector describiendo a Rivers como al mismísimo Apolo. —Liam sigue sin dejar de mirarme y a mí me cuesta respirar por dos motivos: por cómo entrecierra los ojos y porque en aquel instante me doy cuenta de que papá se llama como el protagonista de Jane Eyre. Seguro que es una coincidencia. Demasiadas coincidencias—. Sin embargo, Brontë nos deja claro que el corazón de Rivers está dedicado a su fe, a servir a Dios, y que en él no hay espacio para algo tan real y mundano como el amor. De hecho, puede afirmarse que a pesar de los elementos góticos de la novela y del poder sobrenatural que le concede al amor en los últimos capítulos, Jane Eyre sabe elegir entre un hombre real y un hombre de ficción. Un elemento más que convierte esta novela en un clásico atemporal. Vamos, confiesen, ¿cuántos de ustedes no se han dejado engañar por un físico atractivo?
Todo el auditorio, excepto yo, se ríe. Yo siento que esa pregunta en apariencia inocente es una provocación hacía mí. ¿Me está juzgando por lo que cree que vio ayer por la noche? Él no tiene ningún derecho sobre mí, ya no. Maldito canalla engreído.
Una chica de las primeras filas levanta la mano y Liam le da la palabra.
—Adelante, señorita Roth.
—Gracias, profesor. —Se me revuelve el estómago de lo empalagosa que suena la muchacha—. ¿No cree que sucede lo mismo con el personaje de Jane Eyre? Se nos describe como poco atractiva, mientras que Blanche Ingram posee la belleza necesaria para atraer a los hombres, como al señor Rochester, por ejemplo.
—No es una mala observación —le concede Liam, y la señorita Roth se sonroja y gira la cabeza hacia ambos lados para que todos los presentes vean que se ha ganado un halago del admirado y deseado profesor Soto—, pero Rochester no se deja influenciar. A diferencia de la señorita Eyre, Rochester, aunque está atormentado y confuso, siempre reconoce su amor por Jane.
Sí, no soy ninguna experta en Jane Eyre, pero no me hace falta recordar todos los detalles de la novela para saber que efectivamente Liam me está atacando. Allí, delante de esta multitud de desconocidos.
—Tal vez Jane tiene miedo —digo en voz alta. No sabía que iba a hablar hasta que he visto cómo Liam entrecerraba aún más los ojos y me fulminaba con la mirada.
—¿Cómo ha dicho? —El muy cretino me trata de usted—. Si no me falla la memoria, su especialidad es la biología, profesora Morgan.
¿De verdad se ha atrevido a hacer una broma sobre su memoria? Tengo ganas de gritarle; al parecer ahora esa es mi reacción normal siempre que le veo.
—He dicho que tal vez Jane tenía miedo —repito con la voz más firme. ¿Por qué no me callo? ¿Por qué le estoy provocando? Los alumnos susurran, miran intrigados a la loca que está contradiciendo al profesor que consideran casi un dios—. Jane ha tenido un pasado muy difícil y sabe demasiado bien cómo se siente el rechazo. Y él no para de mandarle las señales equivocadas.
Toma indirecta.
Liam contesta firme:
—Rochester tampoco ha tenido una vida fácil, profesora, y eso no le impide saber lo que siente.
—Jane también sabe lo que siente y si Rochester no se hubiese comportado como un engreído y no se hubiese precipitado en sus opiniones, tal vez podrían haberse ahorrado muchas desgracias. Además, es muy práctico juzgar a alguien mientras te quedas esperando a que esa persona venga a ti. Si Rochester hubiese actuado de otra manera desde el principio, si no hubiese mentido, si le hubiese contado la verdad, Jane no se habría ido. En mi opinión, profesor, Jane debería largarse y mantenerse lo más lejos posible de Rochester durante el resto de su vida. Rochester es un imbécil que solo la juzga y que solo cree quererla porque la necesita, no porque la quiera de verdad.
—¿Eso crees?
—Sí, eso creo.
Las cabezas de los presentes van de Liam a mí, observaban la conversación con el mismo morbo que si fuera un combate de boxeo, a la espera del primer puñetazo.
—Tal vez tenga razón. —Los ojos se enfrían y cambia el tono de voz de nuevo. Solo me ha tuteado un segundo. Sus alumnos saben que él va a ganar esa pelea—. Al fin y al cabo, Jane demuestra ser muy hábil a la hora de encontrar hombres dispuestos a ayudarla. Seguro que Jane puede irse con el primero que pase y dejar que Rochester se recupere solo.
—Jane no se va con nadie. Maldita sea, Liam.
Se produce un «oh» generalizado en la sala que los dos ignoramos.
—Tal vez, siguiendo con su egoísta interpretación de la novela, Rochester debería de haber seguido creyendo que Jane no existía, ¿no le parece? La clase ha terminado, si tienen alguna duda pueden acudir a mi despacho a las horas convenidas y si les apetece seguir descubriendo a Jane, pueden apuntarse al seminario del mes que viene. Buenos días a todos.
Los alumnos empiezan a levantarse discretamente. Ninguno se atreve a detener al profesor cuando este atraviesa el pasillo con la mirada fija en la penúltima fila.
—Acompáñame a mi despacho, Sarah.
Me habría negado, le habría insultado allí mismo por haberme juzgado de esa manera, pero la verdad es que yo también le he provocado. No he sabido detenerme y he acabado manteniendo esa extraña discusión frente a más de ochenta desconocidos. Pero eso no significa que vaya a pedirle perdón ni nada por el estilo.
—¿Cómo voy a rechazar una invitación tan amable, Liam?
Él me dice con los ojos que no lo provoque más y decido que lo mejor será acompañarlo y concluir esa discusión en la intimidad de su despacho. Abandonamos el edificio de la facultad en silencio. Caminamos juntos por las calles que atraviesan la Universidad de Oxford, y un absurdo y doloroso recuerdo se me clava en el corazón.
Intento disimular pero él, evidentemente, se da cuenta.
—Tú y yo habíamos paseado por aquí —me dice furioso sin aminorar el paso.
—¿Te has acordado?
—No, por supuesto que no. Maldita sea. Pero no estoy ciego. He visto que te tensabas y que me mirabas. —Se pasa las manos por el pelo—. No soy idiota y tampoco soy el hijo de puta que probablemente crees que soy.
¿Qué puedo decirle? ¿Puedo enfadarme con él por algo que en realidad no es culpa suya? Liam no tiene la culpa de haber tenido ese infarto y de haberme olvidado. Unas ganas casi incontrolables de llorar vuelven a asaltarme, así que me quedo callada y seguimos caminando.
Cuando llegamos al edificio de Wellington Square y Liam me sujeta la puerta, el gesto, para qué negarlo, me coge muy desprevenida.
—Gracias —farfullo.
Él no me contesta y subimos la escalera de nuevo en silencio. Se me anuda el estómago. Lo que suceda en ese despacho va a cambiarme la vida. Otro cambio más. He estado cinco años lejos, convencida de que así me protegía y tenía lo que quería. Qué equivocada estaba.
—Pasa. —Liam me invita con demasiada solemnidad. No sé si está nervioso o si realmente también está impaciente por tener la intimidad que nos proporcionarán estas paredes.
Entro en el despacho y durante un segundo me olvido del mal humor y de las ganas que tengo de gritarle. Allí, en una esquina del estudio saturado de libros, están sus remos. Me acerco a ellos sin dudarlo y los acaricio.
Dios, demasiados recuerdos.
—¿Todavía remas?
Mi pregunta y mi actitud le cogen desprevenido, y aprovecha los segundos que tarda en cerrar la puerta para recuperar cierta calma. Me imagino que a él le cuesta asumir que yo sí recuerdo el pasado que hemos compartido, uno del que él solo tiene imágenes sin sentido y un lastre en el corazón.
—A veces —contesta—. No como antes, obviamente, pero me ayuda a pensar. —Suelta el aire—. ¿A qué diablos ha venido eso, Sarah? ¿Por qué has decidido boicotear mi conferencia? ¿Acaso crees que no me has hecho ya bastante?
—Yo no te he boicoteado la conferencia. —Me giro hacia él y le contesto sincera—. Eres tú el que ha empezado a atacarme.
—Tiene gracia, a mí me ha parecido todo lo contrario.
—Yo no te he atacado, simplemente he defendido a Jane.
—Ah, vamos, ¿y desde cuándo eres una defensora de Eyre? Te has presentado en mi clase y no has parado hasta echarla a perder. Pues bien, ya lo has conseguido. Vete a Brasil de una vez o vuelve a colgarte del cuello de ese tipo, pero a mí déjame en paz.
—¿Qué tipo? Y… ¡serás egocéntrico! Tú y tu señor Rochester creéis que el mundo gira a vuestro alrededor. Pues no, señor profesor, yo no soy una de tus alumnas, yo no babeo con solo mirar cómo te sienta la americana encima del jersey o esas gafas tan estudiadas. Tú no eres nadie para juzgarme, profesor. Me iré a Brasil cuando me dé la gana y sí, confieso que no sé mucho de Jane Eyre, seguro que ya te has dado cuenta, pero si lo supiera tampoco te acordarías, ¿no? Porque tú —me acerco a él y le golpeo el pecho con un dedo— no te acuerdas de mí. Así que eres tú el que tiene que dejarme en paz, ¿está claro? Yo solo he venido porque quería que me contestases unas preguntas; el resto, tus alumnas, tus conferencias, tu Jane Eyre, puedes quedártelo. Me importa una mierda.
—Lo sé. Sé que te importo una mierda. Me quedó claro cuando me pasé cinco años esperándote y no apareciste. —Se aparta furioso, aunque tengo miedo de que lo haga porque no puede soportar que le toque—. Vamos, dime cuáles son esas preguntas. Intentaré responderlas lo mejor que pueda, a ver si así desapareces de mi vida de una vez por todas. Y esta vez no vuelvas.
Me duele. Me ha hecho mucho daño y seguro que lo sabrá cuando vea las lágrimas. Noto que él cierra los puños y me gusta creer que es porque intenta contener las ganas que tiene de tocarme o de abrazarme, pero es una estupidez. Si quisiera, lo haría. ¿Y yo? ¿Le dejaría? No lo sé. ¿Puedo echarle en cara lo que me hizo a pesar de que él no se acuerda?
Trago saliva varias veces para no llorar. No he ido hasta allí para hablar de nosotros: eso ya lo intentamos la otra noche y el resultado fue tan catastrófico que no quiero repetirlo. Sí, si la vida fuese un cuento de hadas, Liam y yo encontraríamos el modo de perdonarnos y de estar juntos, de revivir ese primer amor. Pero no lo es. Y ese primer amor quizá tampoco lo fue tanto, ya no estoy segura. Ya no estoy segura de nada.
Excepto de que, a pesar de las mentiras que intento creerme a diario, nunca he amado a nadie como amé a Liam.
Excepto de que me arrepiento de haber perdido a papá.
Excepto de que voy a ayudar a la abuela a encontrar a Gideon.
Sí, al parecer solo estoy segura de las cosas que me hacen daño.
—¿Qué querías preguntarme? —Liam se sienta tras su escritorio: piensa que el mueble le protegerá y que así mantendrá las distancias.
Observo el interior del despacho y me doy cuenta de que él está pendiente de mí. Algunos de esos objetos son del pasado, de cuando estuvimos juntos; otros no los había visto antes. Él no sabe cuál es cuál, para él esa bufanda que cuelga del perchero es solo eso, una bufanda. Para mí es el beso que nos dimos bajo un árbol una noche que hacía frío.
—Tengo una clase dentro de media hora, así que te agradecería que te dieras prisa —insiste. El pasado no significa nada para él. Él no tiene pasado en lo que respecta a mí.
Lo miro y aprieto los labios. Veo que está sentado y decido hacer lo mismo; me niego a sentirme en desigualdad de condiciones. Ocupo una de las dos sillas que Liam tiene frente a la mesa y entrelazo los dedos para aparentar una calma que no siento.
—¿Por qué fuiste a visitar a mi abuela Sylvia en Green Meadows?
Me mira confuso; esa pregunta no se la esperaba. ¿Creía que quería hablarle de nosotros? ¿Por qué es tan hermético? Si me ayudara un poco, tal vez podríamos dejar de hacernos daño.
—Creo que he cambiado de opinión. No voy a contestar a tus preguntas —anuncia de repente.
—¿Cómo dices? ¿Por qué? Liam, por favor. No podemos seguir así, me voy a volver loca. Y me niego a creer que tú siempre te comportas así.
—¿Así cómo?
—Como un profesor chiflado —le digo—. No has cambiado tanto.
—Eso no lo sé, pero supongo que algo de razón tienes.
—Tenemos que hablar, Liam —añado en voz más suave.
Sus dedos golpean la mesa.
—Quiero algo a cambio.
—¿El qué? —le pregunto atónita y confusa. Creía que iba a negarse de pleno.
—Que me cuentes nuestro pasado.
—Es absurdo, Liam. —Tengo miedo de abrir esa puerta. No sabe lo que me está pidiendo—. Si no quieres responder a mis preguntas, de acuerdo, pero no negocies con eso: es cruel y no sirve de nada.
—Eso creo que debo juzgarlo yo.
—No quiero hablar de ello.
—Perfecto, no voy a obligarte. Llevo cinco años sin saberlo y ya había dado por hecho que no lo sabría nunca, así que ningún problema. —Levanta las manos de la mesa y se encoge de hombros—. Ha sido un placer verte, Sarah, que vaya muy bien el viaje. —Se recoloca las gafas y se concentra en los papeles que tiene delante.
—Eres un cretino egoísta. Sabes perfectamente que mi abuela no puede ayudarme y te estás aprovechando.
—Si hubieras estado aquí, no necesitarías mi ayuda. Sabrías por qué tu padre me dio permiso para visitar a Sylvia y sabrías por qué Eddie se aficionó a Jane Eyre. Pero no estabas, Sarah, y yo sí. Así que si quieres mi ayuda, yo a cambio quiero que me hables de esos meses de mi pasado.
Respiro entre dientes. Casi puedo notar el sabor de la sangre brotando de la herida que me han causado esas palabras.
—Está bien. De acuerdo. —He perdido y lo sabe—. ¿Qué quieres saber?
—Oh, no, no va a resultarte tan fácil, Sarah. Ahora mismo tengo que ir a impartir otra clase que por tu culpa seguro que estará hasta los topes. Has provocado la curiosidad de mis alumnos y voy a tener que calmarlos.
—Sí, ya he visto lo mucho que te molesta ser el centro de atención de tus alumnas.
—Es por lo de ese maldito libro.
—¿Qué libro?
—Ninguno. —Liam comprende demasiado tarde que había cometido un error—. Olvídalo. ¿Te va bien que pase a recogerte a las seis?
—¿Para qué?
—Para cenar y responder a tus preguntas, y tú a las mías, por supuesto.
—No.
—Está bien. —Se pone en pie y coloca bien los papeles—. Ya me dirás cuando estás disponible.
Él no tiene ninguna prisa; vive allí y no tiene ninguna abuela enferma ni cuentas pendientes con el pasado. Puede esperar tanto como sea necesario y, a juzgar por la sonrisa que está intentando contener, le produce cierta satisfacción torturarme de esta manera.
—Maldita sea, de acuerdo. Ven a las seis.
Abro la puerta y abandono furiosa el despacho.
Me parece oír a Liam reírse y el corazón se me acelera.