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Gentiana lutea
(Genciana: injusticia)
27 de febrero de 1940.
Oxford.
La guerra ha cambiado tanto nuestras vidas en tan poco tiempo que me parece absurdo estar en la universidad preparando las clases de la semana. Desde Londres insisten en que tenemos que hacer vida normal y que debemos mantener la moral alta, que así es como mejor ayudamos a los hombres que están en el frente. No me imagino a George preocupado por ello; seguro que le importa bien poco que aquí en Oxford tengamos la moral alta.
Mi hermano partió rumbo a Francia hace cinco semanas. La noche que les comunicó a nuestros padres que se había alistado y que no tardaría en partir ha quedado fijada en mi memoria para siempre. Fue la primera vez que vi a padre asustado; se le desencajó el rostro cuando escuchó a su heredero decirle que iba a cumplir con su deber y a defender a nuestro país en el frente. Madre lloró y nos suplicó a todos que hiciéramos algo, cualquier cosa con tal de evitar que George se marchase. Llegó incluso a sugerir que nos fuésemos todos a América. George no quiso ni oír hablar del tema: él era un hombre de honor, no un desertor.
Sam —últimamente no le importa que lo llame así— intenta suplir la presencia de George. Está seguro de que nuestro hermano volverá y alardea de que cuando lo haga le dará una paliza por haberle dejado al frente de los asuntos familiares. Es su manera de asegurarse a sí mismo y a los demás que George regresará sano y salvo.
Padre y madre han decidido quedarse en Milton Manor. Antes de la guerra solían visitar Londres en esta época, y en ocasiones también realizaban algún que otro viaje. Pero creo que tienen miedo de irse de Milton Manor porque estando allí sienten que retienen la presencia de George, y temen perderla si se marchan.
Sylvia también está allí y, aunque puedo verla con frecuencia, cada segundo la echo de menos.
El día que regresé a Oxford para reanudar las clases, le habría gritado por obligarme a alejarme de ella. Sylvia fue la voz de la razón e insistió en que tenía que volver a la universidad y seguir con mi vida. Me dijo que los dos teníamos que pensar en lo que nos habíamos dicho durante las vacaciones de Navidad. Yo la besé en cuanto terminó el discurso, como hago siempre que insinúa que esto que me devora es un capricho o un error.
Hoy voy a verla; nos vemos cuando yo voy de visita a Milton Manor, y siempre que ella tiene el día libre viene a la ciudad. Hoy Sylvia estará en Oxford visitando a su padre. Quiere contarle que está ahorrando y que cuando termine la guerra buscará trabajo en una floristería o tal vez abrirá una. El sueño de Sylvia es tener una floristería y se niega a que la ayude a conseguirlo. A mí me duele; estoy seguro de que he nacido para hacerla feliz, pero esperaré y encontraré la manera de convencerla de que lo que sentimos es para siempre.
Llaman a la puerta de mi despacho.
—Adelante.
—Buenos días, profesor Cambray.
—Buenos días, señorita Macey.
—Acaban de decirme que han llegado noticias de Londres —me informa Alice tras nuestro saludo—. He pensado que te gustaría saberlo.
—Gracias, Alice.
Solo utilizamos nuestros apellidos para bromear o si el rector de la universidad está presente.
—Nos vemos allí.
Cierra la puerta y vuelve a dejarme a solas. Alice Macey trabaja en las oficinas centrales de la universidad. La conocí hace años; un día me acerqué a ella en la cafetería porque parecía asustada y nos hicimos amigos. Joseph, su prometido, también está en el frente, y por eso está pendiente de cualquier boletín de información. La universidad ha puesto a disposición del ejército todos sus recursos, y todos nos hemos ofrecido para ayudar en lo que podamos. Yo mismo traduzco documentos y repaso mapas de las zonas a las que se dirigen nuestros ejércitos para asegurarme de que no hay errores.
Dejo las clases por imposibles y me abrigo para cruzar la plaza que separa la facultad del edificio donde se reciben los telegramas. Siempre que realizo este trayecto con el objetivo de leer esa lista de nombres, se me hiela la sangre y un sudor frío me cubre la nuca. Y cuando la leo y no encuentro el nombre de George siento un profundo alivio, seguido por repulsión hacia mí mismo por alegrarme de la muerte de esos otros hombres. La guerra, he aprendido, nos muestra la verdad sobre nosotros.
Llego a la oficina y me sorprende no ver a Alice; había dado por hecho que estaría allí esperándome.
—Ha salido —me explica una de sus compañeras.
Me encojo de hombros y me acerco al mostrador donde se acumulan los telegramas, cartas y mensajes que recibimos de Londres o directamente del frente con la finalidad de transcribirlos y clasificarlos. Los guantes me dificultan la tarea de separar los papeles y tiro del derecho con los dientes.
—Aquí estás.
Sujeto la lista con los nombres de los soldados fallecidos y la repaso con atención. Me aseguro de que el nombre de George no está en ninguna parte y se me revuelve el estómago al identificar unos cuantos apellidos.
—¿Eso es todo?
Falta una lista; mis dedos han echado de menos un papel.
—La lista de desaparecidos está allí —me dice la misma chica de antes, cuyo nombre no recuerdo, sin apartar la vista de la máquina de escribir.
Sigo con la mirada el lugar que señala y veo que encima de la mesa de Alice hay un papel con un borrón de tinta en un extremo. Me acerco despacio, alertado por la ausencia de mi amiga, la mancha causada por el tintero y la silla apartada precipitadamente. Levanto la lista y busco instintivamente el nombre del prometido de Alice.
No está.
El corazón se me acelera, me late contra el esternón. No quiero buscar el nombre de George, no quiero. Si no leo la lista y mis ojos no confirman mis temores, entonces no será verdad.
«Capitán George Cambray, desaparecido el día 20 de febrero. Situación actual: desconocida.»
La hoja cae de mis manos. Mis pies reaccionan por mí y empiezan a caminar. No sé cómo lo consigo; en mi mente no dejo de gritar que George no puede estar desaparecido. Mi hermano no, un hombre como él no puede desaparecer. Aunque en ese maldito papel ponga que su situación actual es desconocida, alguien tiene que saber algo. Alguien tiene que saber dónde está George y cuándo volverá a casa. La otra opción es sencillamente imposible.
Oigo una campanilla, sacudo la cabeza y veo que he entrado en la pequeña sastrería del padre de Sylvia. Es la primera vez que estoy aquí; Sylvia nunca ha querido llevarme, pero hace semanas me explicó dónde estaba y presumió del buen hacer de su padre.
—Buenos días, señor. ¿Puedo ayudarle en algo? —El joven que habla me mira preocupado.
No es el padre de Sylvia, y ella me explicó que no tiene hermanos porque su madre murió joven y su padre no ha vuelto a casarse. El joven tiene el rostro amable y, cuando se acerca a mí, detecto una leve cojera. Él aguanta el escrutinio sin amedrentarse y pienso que es valiente, que está bien que un chico así esté en la sastrería junto al padre de la mujer a la que pertenezco.
—¿Se encuentra bien, señor? —insiste con amabilidad.
—¿Está aquí Sylvia?
Él me mira intrigado. Deduzco que conoce su paradero y que no va a compartirlo conmigo. Yo sigo buscando la manera de hacer que mi mente reaccione; está embotada y no puede procesar el dolor junto con la necesidad de ver a Sylvia. La necesito. Ella sabrá qué hacer, sabrá cómo detener el sufrimiento.
Unas voces salen de la trastienda y aparece un hombre alto, serio, con espaldas anchas y arrugas en la frente. Sylvia está a su lado.
—Sylvia… George está desaparecido en combate.
Ella corre hacia mí y me abraza allí mismo, delante de su padre y de ese chico. Yo le rodeo la cintura con fuerza y escondo el rostro en su cuello.
—Le encontrarán, Gideon, ya lo verás.
Intenta tranquilizarme, me acaricia el pelo, me besa la mejilla y, suavemente, los labios. Tanto ella como yo sabemos que George está muerto, que no volverá. Lo sabemos desde el día que se alistó y se fue a Londres.
Mi hermano tuvo que comportarse como un maldito héroe.
—Te necesito. No puedo seguir así.
—Shh, tranquilo.
Sylvia sigue abrazándome, besándome, susurrando mi nombre. Yo me conformo hasta que necesito más y entonces me aparto. Busco su rostro sin esconder nada en el mío y lo que veo en el de ella me anima a arriesgarme. Aparto las manos de su cintura y las subo por sus brazos hasta llegar a su preciosa cara. Sujeto las mejillas, con los pulgares acaricio las pecas y agacho la cabeza despacio.
La beso. Al principio solo iba a rozarle los labios, pero ella suspira y hace que me resulte imposible apartarme. Separo los labios y me pierdo en los de Sylvia, en ese remanso de paz y de fuego donde siento que, si estamos juntos, lo demás no importa.
Ella me besa, me rodea el cuello con los brazos y noto que el corazón se le acelera.
—Sylvia, hija —su padre nos interrumpe—, ¿no crees que deberías presentarnos?
Sylvia se sonroja y me sonríe, se aparta un poco y se gira hacia su padre, pero se asegura de cogerme la mano y de entrelazar nuestros dedos.
Me muero por volver a besarla.
Yo carraspeo y también me giro hacia su padre. Me ha hablado tanto de él que siento que ya le conozco. Además, me ha permitido que la besara cuando tanto lo necesitaba, así que se ha ganado mi respeto y gratitud eternas.
—Él es Gideon Cambray, papá, el hombre que amo. —Es lo único que quiero ser, pienso—. Gideon, él es Martin Godworth, mi padre.
—Es un honor conocerle, señor.
Le tiendo la mano. Él me hace sufrir durante unos segundos, pero al final la estrecha con firmeza.
—En mi caso, Gideon, es toda una sorpresa.
—Me lo imagino, señor.
Veo de dónde ha sacado Sylvia el ingenio y la rapidez.
—Será mejor que te vayas a casa, Sylvia. Seguro que el señor Cambray podrá acompañarte. ¿No es así, señor Cambray?
—Por supuesto —contesta Sylvia también asombrada.
—Iros de una vez —le dice a ella—, y tened cuidado. Yo no tardaré en llegar; el señor Morgan y yo cerraremos temprano.
El joven aprendiz, de cuya presencia me había olvidado, sonríe al señor Godworth y se despide de nosotros con un «buenos días».
Yo no le presto atención; tengo a Sylvia a mi lado y me está dando la mano. En cuanto lleguemos a la calle volveré a besarla.
Después, esta noche, cuando tenga que dejar a Sylvia, iré a Milton Manor. Tengo que contarles lo de George a mis padres. Estaré a su lado porque sé que, a pesar de nuestras diferencias, padre y madre me necesitarán.
Ahora que sé lo que es amar a alguien no me imagino nada peor que perder a un ser amado.
28 de febrero de 1940.
Milton Manor.
Llegué anoche, minutos después de que la noticia alcanzase a mis padres. Mi madre se derrumbó y lloró furiosa en los brazos de mi padre. Él aguantó los insultos, los llantos y los reproches; en sus ojos era evidente que sentía tanto dolor que un poco más no importaba.
Sam dio un puñetazo en la pared y gritó a pleno pulmón el nombre de George. Mi hermano iba a echarlo muchísimo de menos. Después de soltar tanta rabia, empezó a gritar a los cuatro vientos que su hermano mayor no estaba muerto, que era imposible (yo había reaccionado del mismo modo), que dentro de una semana aparecería vivito y coleando, y entonces le daría una paliza por habernos hecho pasar este mal rato. Johns, nuestro fiel mayordomo, lloró y le aseguró a Sam que opinaba lo mismo que él.
George volvería, todo eso había sido un error. El heredero de los Cambray no había desaparecido; dónde se había visto tal insensatez.
Lo peor de todo, o lo mejor, ya no lo sé, es que empiezo a pensar igual. Si George estuviera muerto, lo sabríamos.
Me he despertado y el peso de la noticia me ha oprimido el pecho hasta que he recordado que hoy volveré a ver a Sylvia. Cuando tiene un día libre va a Oxford, pero al día siguiente vuelve a Milton Manor casi al alba para pasar un rato con Lucas, nuestro jardinero. Es una rutina que comenzó hace poco, cuando la señora Marks le dio permiso. Sylvia está ansiosa por aprender todo lo que Lucas esté dispuesto a enseñarle sobre flores y plantas; está segura de que le será muy útil cuando tenga su propia floristería.
Salgo de la cama. Después de almorzar regresaré a Oxford; quiero ir a la universidad a hacer unas cuantas preguntas. Quizá encuentre la manera de averiguar algo más sobre la desaparición de George. Me imagino que Sam hará lo mismo a su modo e investigará en Londres: ser los propietarios de la mayor fábrica de medicamentos de Inglaterra tiene que servirnos de algo.
Yo nunca he prestado demasiada atención al negocio familiar. Si hubiese querido, seguro que me habrían recibido con los brazos abiertos; al fin y al cabo soy químico y, según la descripción que realizó el decano en mi presentación ante el claustro, «una de las mentes analíticas más brillantes del Reino Unido». El problema siempre ha sido que mi visión de la química y la de Milton Pharmaceutical es completamente distinta. La historia de nuestra fortuna es impresionante, un verdadero relato novelesco que podría haber interesado incluso a Dickens, pero tiene demasiados claroscuros.
Padre heredó tierras del abuelo y gracias a las importaciones de plantas de América convirtió Milton en el gigante que es hoy. George la ha sabido gestionar con elegancia, me ha consultado en un par de ocasiones y siempre le he visto preocupado por conciliar la ética con los negocios. Ahora Sam está al mando; padre acude a las reuniones y participa en el consejo, pero es Sam quien la dirige.
Camino por el pasillo, en dirección al comedor para encontrarme con Sylvia, pero la voz airada de Sam me obliga a cambiar de dirección. Está discutiendo por teléfono.
—Necesitamos más barcos para transportar el cargamento de Turquía. No, no podemos esperar. Necesitamos el opio ahora. Asegúrate de que así sea.
—¿Necesitamos el opio? —bromeo acercándome a él—. ¿Qué está pasando, Sam?
Mi hermano se pasa ambas manos por el pelo.
—¿Cuándo fue la última vez que viste la composición de la morfina o del kampferoil, Gideon?
—Sé que ambos son narcóticos muy potentes que se extraen del opio. Y sé que son muy adictivos.
—A los soldados con heridas de bala o con un brazo amputado no les importa ser adictos a nada. Lo único que quieren es dejar de sentir el dolor. Tenemos que fabricar más, hemos conseguido varios contratos muy importantes. Hay un laboratorio norteamericano que ha diseñado una dosis de morfina como si fuese un pequeño tubo de pasta de dientes. Es una genialidad, necesitamos encontrar algo igual de útil.
—Y provechoso —añado sarcástico.
—No me hagas sentir culpable, Gideon. Vamos a tener que pagar esos barcos y esos cargamentos de opio. La guerra siempre ha sido un negocio, lo sabes perfectamente.
Sam tiene razón.
—¿Por qué no intentamos diseñar una fórmula menos adictiva, menos peligrosa para nuestros soldados? —le sugiero.
—Porque los químicos que nos quedan están desbordados, el laboratorio no puede más y las fábricas hacen todos los turnos posibles. No puedo hacer milagros, Gideon, no me lo pidas.
—Tiene que haber alguna manera de conseguirlo.
—La hay —dice de repente—. Podrías diseñarla tú.
Sam se aleja a paso firme. Es verdad, podría hacerlo yo. Ni siquiera sería necesario que me fuese a Londres; puedo utilizar los laboratorios de la universidad… ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?
Avanzo decidido hacia el comedor, pero Sylvia no está por ninguna parte. Mi padre está sentado en la mesa y me invita a desayunar con él. Tiene el periódico al lado y lo está leyendo con aparente tranquilidad.
—No hay ninguna novedad —me asegura—. Y tampoco ha llamado nadie. Tu hermano sigue vivo.
—Yo también quiero creer que está vivo, padre.
—No tendría que haber permitido que se alistase.
—No podías impedírselo.
Se abre la puerta y aparece Sylvia. Me mira y se convierte en mi mundo, y yo odio no poder levantarme y abrazarla, no poder besarla. Estoy a punto de hacerlo sin darme cuenta y ella me detiene con la mirada.
—Buenos días —nos saluda a los dos con cortesía.
—Buenos días —responde mi padre. Yo no puedo decirle nada; sé que mi voz delataría mis sentimientos.
Sylvia se acerca a mi padre y le sirve el café por la izquierda. Él levanta la taza y lo prueba mientras sigue leyendo el periódico.
Por fin se acerca a mí y se detiene cerca, más de lo necesario. Tengo las manos encima de la mesa; las he puesto allí para evitar la tentación de tocarla o de cogerla por la cintura y no soltarla. A mí también me sirve, y me incomoda que lo haga; me recuerda los motivos por los que ella insiste en esperar. Quiero girarme y mirarla, pero entonces noto que los dedos de su mano rozan los míos. Es solo un segundo, Sylvia ha tenido que apartar la mano de la tetera para hacerlo, pero comprobar que a ella también le resulta imposible estar cerca de mí y fingir que no somos nada me permite respirar de nuevo.
—Gracias —susurro.
Ella me sonríe y se sonroja.
Los dos estamos tan absortos que no nos hemos dado cuenta de que Sam ha entrado en el comedor.
—Buenos días, padre, Gideon.
La voz de mi hermano sobresalta a Sylvia, que da un paso hacia atrás tan precipitado que tropieza con la alfombra. Ni siquiera lo pienso: me pongo en pie y la sujeto por la cintura para que no se caiga.
—¿Estás bien?
—Sí, gracias.
La suelto y cierro los puños porque estoy temblando. Sylvia se va y yo me quedo, y cuando consigo volver a sentarme me enfrento a la suspicaz mirada de Sam.
Ya no somos un secreto.