23

 

Caesalpinia peltophoroides

(Acacia amarilla: amor secreto)

18 de junio de 1940.
 Londres.

«Lo que el general Weygand llamaba la batalla de Francia ha terminado. Supongo que la batalla de Inglaterra está a punto de empezar.»

Esta ha sido la frase que ha pronunciado hoy Winston Churchill ante la Cámara de los Comunes. Para Inglaterra la guerra no ha acabado: está a punto de empezar. Ha pronunciado ese discurso hoy porque se cumple el 125 aniversario de la batalla de Waterloo. Hoy el general De Gaulle se ha dirigido al mundo desde la radio de la BBC. Francia se ha rendido, pero él ha insistido en que «pase lo que pase, la llama de la resistencia francesa no debe apagarse y no se apagará».

Sam y yo lo hemos escuchado en su despacho, en el segundo piso de la casa que tiene en Londres. En la ciudad, la guerra está más presente, los simulacros de bombardeo se producen con más frecuencia y la gente corre a los búnkeres para protegerse. La ciudad entera contiene la respiración.

—¿Crees que George sigue vivo en alguna parte? —me pregunta Sam mientras nos sirve una copa.

—No lo sé. Hay días en que me digo que sí, que está vivo y que volverá a casa. —Acepto el vaso con dos dedos de whisky y bebo un poco—. Y otros en que deseo que no lo esté porque no quiero ni imaginarme lo que habrá sufrido ni el lugar donde ha estado todo este tiempo.

—A mí me sucede lo mismo. —Levanta la copa para brindar—. Por George.

—Por George.

Nos la bebemos en silencio. Sam se acerca a la radio y la apaga.

—La boda es dentro de dos semanas —me dice ausente—. Después nos iremos de luna de miel a Estados Unidos. El padre de Roberta tiene allí varios socios y están esperando para pasearnos: a los americanos, los ingleses aún les parecemos una excentricidad. Aprovecharé para ir a Columbia. ¿Has estado pensando en lo que te dije, Gideon? La oferta sigue en pie.

—Sí, y de momento no puedo irme, Sam. Lo siento.

—Es por esa chica, la que trabaja en Milton Manor, ¿no?

Estaba seguro de que Sam sospechaba algo, pero es la primera vez que se refiere a Sylvia sin disimulo.

—Sí. La quiero.

—Pues pídele que se venga contigo.

Sonrío. Sam siempre tan directo y práctico.

—Se lo he pedido.

—¿Y?

—Me ha dicho que no.

—Mira, Gideon, si hubiéramos tenido esta conversación antes de la guerra, te habría dicho que no perdieses el tiempo con una chica de su clase. No me mires así y déjame terminar. Te habría dicho que te acostases con ella y que te la quitases de la cabeza, que nuestros padres jamás aceptarían que os casarais. Pero no es lo que voy a decirte ahora.

—¿Y ahora qué vas a decirme?

Sam coloca una mano en mi hombro y aprieta ligeramente.

—A padre y a madre no les parecerá bien que te cases con una don nadie, pero es tu vida, Gideon, y pueden arrebatártela así de fácil —chasquea los dedos—. Si tú y esa chica… ¿Cómo se llama? —me suelta y se pasa ambas manos por el pelo.

—Sylvia.

—Si tú y Sylvia queréis estar juntos, no esperes más y hazlo.

—¿Es lo que has hecho tú? —Le observo intrigado—. La primera vez que oí el nombre de Roberta fue en Milton Manor, cuando nos anunciaste que estabais comprometidos. Nunca antes te había oído hablar de ella.

—Mi relación con Roberta es distinta, pero sé lo que digo. Créeme. Habla con esa chica, con Sylvia, dile lo que quieres de ella y lucha por conseguirlo.

—¿Y si Sylvia no quiere lo mismo que yo?

—Entonces, Gideon, tendrás que olvidarte de ella y dejarla ir.

Dejo a Sam en su casa. Roberta aún no vive allí con él, pero tras la conversación que hemos mantenido me imagino que no le importa mucho la ausencia de su prometida. Podría haberme quedado a dormir; la casa de Sam tiene habitaciones de sobra, y sin embargo estoy caminando por la calle, pensando en Sylvia y en lo mucho que odio discutir con ella y no poder verla. He aparcado el Aston Martin en la otra calle, estoy cansado y tras ponerlo en marcha sé que no voy a ir a mi apartamento de Oxford. Desde que Sylvia estuvo allí, no puedo soportar no encontrarla en él cuando vuelvo a casa.

Sé que tampoco estará en la sastrería de su padre porque solo duerme allí los días libres, así que conduzco hasta Milton Manor. La noche es fría, el humo del cigarrillo que me acompaña se mueve como un espectro. Es tarde cuando detengo el motor frente a los escalones de la vieja mansión. Me muevo despacio, un ladrón en mi propia casa, y confío en no despertar a nadie.

Necesito ver a Sylvia, tocarla, asegurarme de que seguimos existiendo. Si ella durmiera sola, me metería en su cama y no descansaría hasta lograr que me perdonase por la estúpida discusión del otro día. Me daría igual quién pudiera oírnos. En este momento odio profundamente a Nessy, la doncella que comparte dormitorio con ella, pero no puedo hacer nada al respecto y tendré que conformarme con ver a Sylvia mañana por la mañana. Será mi amanecer particular.

Debería acostarme, pero la conducción me ha obligado a mantenerme despierto y no creo que pueda cerrar los ojos. Voy a la biblioteca para servirme una copa y leer algo. Encima de la mesa encuentro el tintero abierto; madre se lo habrá olvidado tras escribir su correspondencia. No lo cierro sino que cojo un papel en blanco y dibujo una flor, una rosa llena de detalles. La rosa que me gustaría regalarle a Sylvia y no puedo porque ella no me deja. Solo he podido comprarle una flor una vez y fue la primera que le dibujé.

Una luz en el jardín captura mi atención. Proviene del invernadero. La rosa está terminada; la luz misteriosa ha esperado a aquel instante para aparecer. Me levanto de la silla y guardo el dibujo en el interior de un libro para protegerlo de cualquier mirada malintencionada. Me lo llevo conmigo casi sin pensar.

El ventanal se queja cuando lo abro; he perturbado su descanso y me amenaza con descubrirme. Los árboles susurran, siento su compañía. La sombra que veo tras el cristal está quieta con los brazos alrededor del cuerpo.

Giro el tirador con cuidado.

—No te asustes, soy yo.

Sylvia está de pie frente a las macetas de amapolas, de espaldas a mí. La trenza le acaricia la nuca y cae por encima del mantón de lana que lleva sobre el camisón. Ha salido poco abrigada y los calcetines se le han arrugado al toparse con las lengüetas de las botas mal abrochadas.

—No podía dormir —susurra—. Estaba pensando en ti.

Me acerco y cuando la alcanzo deslizo las manos por sus brazos para abrigarla. Ella apoya la cabeza en mi torso y los dos suspiramos.

—Yo también estaba pensado en ti. —Le doy un beso en el hueco del cuello—. Siempre pienso en ti.

—¿Cómo te ha ido por Londres?

A pesar de que seguíamos enfadados, hace dos días le conté que iría a visitar a Sam.

—La guerra empeorará, Sylvia, y yo no quiero perderte. No puedo.

—Yo a ti tampoco.

Gira entre mis brazos y se pone de puntillas para besarme. No es un beso tímido: sus manos bajan por mi camisa, se detienen en el cinturón. La levanto en brazos y la siento en la mesa de madera. Una maceta cae al suelo y se rompe, pero a ninguno de los dos nos importa.

—Te quiero, Sylvia —le susurro al oído mientras hacemos el amor—. Te quiero.

—Y yo a ti, Gideon.

Durante esta noche, en medio de estas flores, nos basta con esto, pero al separarnos los dos comprendemos que no es suficiente.

—La guerra acaba de empezar. —Le sujeto el mentón con dos dedos para levantarle el rostro y mirarla. Ella me está abrochando los botones de la camisa—. Puede durar años, puede acabar en unos meses. No depende de nosotros y nosotros —aprieto ligeramente los dedos y veo que le brillan los ojos—, nosotros no dependemos de ella.

—Tengo miedo.

Esa frase me parece tan absurda, tan poco propia de Sylvia, que me asusta. Si ha logrado escapar de sus labios significa que lo siente de verdad.

—Yo también.

Ella me abraza y descansa la cabeza en mi torso.

—Vine a trabajar a Milton Manor porque quería ganar dinero para abrir mi propia floristería algún día, no para enamorarme de un seductor profesor universitario.

Al ver que bromea, suspiro aliviado y le acaricio el pelo.

—Yo vine a pasar la Navidad a casa de mis padres para tranquilizar a mi madre, no tenía previsto entregarle mi corazón a nadie. Es tuyo, Sylvia, asúmelo.

—Lo haré, Gideon. Es mi posesión más preciada. —Me besa por encima de la camisa, justo donde está ese corazón que le pertenece—. Dame tiempo, no puedo dejar a papá ahora.

—Está bien. —La beso en lo alto de la cabeza—. Pero basta de insinuar que lo nuestro no es para siempre, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Aprieta los brazos alrededor de mi cintura—. No me gusta sentirme así, insegura. Sé que podrías tener a cualquier otra mujer y que probablemente todas serían mejores que yo.

Me pone furioso que se menosprecie, así que opto por dejar de ser considerado y le tiro del pelo para darle un beso. Uno de nuestros besos.

—Para mí no existe nadie mejor que tú, Sylvia.

Ella se sonroja y me mira un poco enfadada, pero también satisfecha por el beso.

—No me refiero a eso y lo sabes. Quiero decir que podrías estar con una chica de tu clase social o con una que hubiese leído al menos la mitad de libros que has leído tú.

—Te he traído algo —digo entonces. Sé que no servirá de nada seguir discutiendo ese tema; lo único que puedo hacer es demostrarle con el paso del tiempo que siempre ha sido y siempre será la única para mí.

Se aparta ligeramente y me mira intrigada.

—¿Qué es?

Alargo el brazo y levanto la novela. Sonrío al ver el título. No la he escogido adrede, pero si lo hubiera hecho, no se me habría ocurrido mejor elección.

—Míralo tú misma.

Le doy el libro.

¿Jane Eyre?

—Ábrelo.

Sus ojos al descubrir la flor me roban el aliento. Es imposible que algún día me suceda lo mismo con otra persona.

—Es una flor. —Acaricia la tinta—. Es preciosa. ¿Puedo quedármela?

—La he dibujado antes de saber que te vería. Quédate también el libro, su protagonista es igual que tú.

—¿Valiente y decidida?

—Terca y convencida de que puede hacerlo todo sola. Pero al final recapacita y se casa con el héroe.

—Oh, Gideon. Te quiero, sabes que te quiero. Mi corazón es tuyo.

—Pero…

—Pero nada. Te quiero.

—Y yo a ti. —La beso, la abrazo. Me gustaría encontrar la manera de no tener que soltarla nunca—. Mañana tengo que volver a Oxford. Los resultados de las últimas pruebas son alentadores. Si consigo dar con una fórmula estable, tal vez pueda convencer a Sam de que no necesitamos a los socios americanos. Y nuestros hombres tendrían la penicilina antes, no habría que esperar a que la produjésemos en Estados Unidos.

—Lo conseguirás.

Me acaricia el pelo. Cuando me mira así me siento capaz de todo.

—Vamos, te acompañaré a casa.

Caminamos de regreso a Milton Manor cogidos de la mano bajo las estrellas. Llueve. Siempre recordaré que esta noche llueve. Entramos por el ventanal de la biblioteca sin hacer ruido y nos despedimos con un beso en la escalera. Sylvia tiene que dirigirse a su dormitorio y yo, muy a mi pesar, al mío.

Por la mañana, la lluvia no se ha llevado los malos presagios que traje ayer conmigo de Londres. Hablo con padre sobre mis preocupaciones, pero él sigue insistiendo en que la guerra está a punto de acabar. No sé si de verdad lo cree o si es una venda que se ha colocado en los ojos para soportar la ausencia de noticias de George. Estamos desayunando juntos, compartiendo té, tostadas y silencio, cuando madre entra en el comedor arreglada como siempre. Es alta y posee una belleza serena que se ha roto estos últimos meses; es una delicada pieza de cerámica que ha caído al suelo y está descantillada, agrietada. Me da los buenos días sorprendida de encontrarme allí y besa mi mejilla antes de sentarse a desayunar.

—Me alegro de que hayas venido, Gideon. —La sonrisa hace tiempo que perdió toda calidez—. Faltan pocos días para la boda de Samuel.

En ese momento entra Sylvia y al verme se sonroja, y yo tengo que recordarme que le prometí esperar y que seguiría manteniéndonos en secreto.

—¿Me estás escuchando, Gideon?

—Por supuesto, madre.

—Te estaba diciendo que deberías asistir acompañado a la boda de tu hermano. Sam es tu único hermano.

—Sam no es mi único hermano, madre.

Tendría que haberme mordido la lengua, pero madre ha pasado de llorar desconsolada a fingir que George nunca ha existido, y esa capacidad para modificar la realidad y crearse un mundo ficticio a su medida puede conmigo.

—Deberías asistir acompañado, por eso he pensado que…

Me pongo en pie; no voy a tolerar que me incluya en esa fantasía. Si dejo que junte mi nombre con el de cualquier mujer, en su mente nos verá casados y esperando un hijo, y yo solo me veo haciendo eso con Sylvia.

—Lo siento, madre. Tengo que irme.

No consigo que nuestras miradas se encuentren antes de abandonar el comedor: Johns está hablando con Sylvia y ella no puede dejar de prestarle atención, tendría problemas si le faltase al respeto al mayordomo. Regreso al dormitorio. Ayer por la noche dejé allí los documentos que me llevé de Londres; los recogeré y así ganaré unos minutos y quizá pueda ver a Sylvia antes de irme. La habitación huele al bosque que rodea Milton Manor, a estos árboles que son los únicos testigos de la verdad. Aparto la silla del escritorio, saco una hoja de papel del cajón y la caja de acuarelas. Primero trazo la silueta con la pluma y después utilizo los colores.

Dibujo una flor. Nunca me había fijado en ellas especialmente, pero desde que Sylvia está en mi vida me fascinan; las flores y su significado oculto. Hace semanas obtuve un ejemplar del Species Plantarum de Carl Linnaneus de la Bodleiana y no me he separado de él desde entonces.

Dibujaré todas las flores, le diré con ellas lo que de momento no puedo gritar a los cuatro vientos. Dejo la mente en blanco. Mi mano se desliza por la rugosa hoja de papel con precisión hasta que la curva de un pétalo que ha salido minutos antes de mi imaginación se me antoja idéntica a la de su espalda. Las gotas de amarillo imitan sus pecas y el tallo, sus piernas. Me tiembla el pulso al estampar mi inicial en un extremo. Aparto la silla, camino hasta la ventana y dejo la mirada perdida. La brisa sabe que nada va a seguir igual. Sylvia sale en ese momento de las viejas caballerizas que actualmente hacen las veces de garaje, se detiene y vuelve a entrar. Tengo que aprovechar este regalo. Giro sobre mis talones y con la mirada busco el dibujo y un lugar donde ocultarlo y protegerlo. Mi estantería está repleta de libros y de repente uno, solo uno, capta mi atención.

Jane Eyre.

Es mi primer ejemplar, el que leí porque lo ordenó un profesor. No recordaba que estuviera allí, ni siquiera recordaba que siguiera teniéndolo en mi poder. Sonrío como un idiota al acercarme; lo interpreto como la bendición de un destino en el que nunca he creído. Guardo la flor bajo la cubierta y, cargado con el maletín con los documentos de Sam, abandono el dormitorio y voy en busca de Sylvia. Johns no aparece y consigo dejar Milton Manor atrás sin que nadie me detenga. Llevo el abrigo puesto, pero no los guantes porque quiero sentir su piel antes de irme.

La puerta del garaje está abierta y hay la suficiente luz como para asegurarme de que no hay nadie excepto ella y yo.

—Quería verte antes de irme.

—Yo también quería verte. —Se acerca y se detiene ante mí—. La señora Marks me estará buscando —susurra.

—Esto es para ti.

Sylvia acepta el libro y, mientras lee el título sorprendida por la coincidencia, le sujeto el rostro con las manos y la beso suavemente.

—¿Jane Eyre otra vez?

—Léelo. —La abrazo—. Hay otra flor.

Oímos unas pisadas. La grava del camino nos ha advertido y tengo que soltarla, pero antes le susurro:

—Te veré en unos días.

Ella se aleja con el libro escondido bajo el delantal blanco que le cubre la falda y yo me obligo a subirme al Aston Martin y a irme de allí.